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XXXII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO (B)

 

EVANGELIO

Esa pobre viuda ha echado más que nadie (cf. Mc 12, 38-44)

Lectura del santo Evangelio según san Marcos.

EN aquel tiempo, Jesús, instruyendo al gentío, les decía:

«¡Cuidado con los escribas! Les encanta pasearse con amplio ropaje y que les hagan reverencias en las plazas, buscan los asientos de honor en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes; y devoran los bienes de las viudas y aparentan hacer largas oraciones. Esos recibirán una condenación más rigurosa».

Estando Jesús sentado enfrente del tesoro del templo, observaba a la gente que iba echando dinero: muchos ricos echaban mucho; se acercó una viuda pobre y echó dos monedillas, es decir, un cuadrante.

Llamando a sus discípulos, les dijo:

«En verdad os digo que esta viuda pobre ha echado en el arca de las ofrendas más que nadie. Porque los demás han echado de lo que les sobra, pero esta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir».

Palabra del Señor.

LECTURA ESPIRITUAL Y HOMILÍA

San Juan Crisóstomo
Contra el fariseísmo

Ya que el Señor ha acusado a escribas y fariseos de vanagloria, les hace ver seguidamente que su vanagloria no tiene siquiera por objeto cosas grandes y necesarias (ninguna, en efecto, tenían, yermos como estaban de buenas obras), sino frías y sin importancia, aquellas justamente que eran prueba de su propia maldad. Ensanchan —dice— sus filacterias y agrandan las franjas de sus vestidos. ¿Qué filacterias y qué franjas son ésas? Es que, como los judíos se olvidaban constantemente de los beneficios de Dios, les mando Él que escribieran sus maravillas en pequeños rollos y que se los ataran a los brazos. Por ello les decía: Estarán inmóviles ante tus ojos. Tales rollos se llaman filacterias, a la manera que ahora muchas mujeres llevan colgados al cuello los evangelios. Y porque se acordaran de Dios por otro medio, lo que hacen muchos muchas veces, que, para no olvidarse de algo, se atan un hilo o una cinta al dedo, eso mismo, como a niños, les mandó Dios hacer a los judíos: que se cosieran en el ruedo de los vestidos un pedazo de color jacinto, junto a los pies, a fin de que, al verlo, se acordaran de los mandamientos. Es lo que se llaman franjas. En esto, pues, mostraban ellos todo su fervor, ensanchando las membranas de los rollos y agrandando las franjas de los vestidos. ¡Suma y pura vanidad! Porque ¿a qué ese empeño en dilatar esas membranas? ¿Es ello acaso obra buena tuya? ¿Es que te valen para algo, si no sacas el provecho a que se ordenan? Lo que Dios busca no es que ensanches y agrandes filacterias y franjas, sino que te acuerdes de sus obras. Porque, si no hay que buscar gloria en la oración y el ayuno, obras trabajosas y que, al cabo, son nuestras, ¿cómo tú, judío, te enorgulleces de eso, que más bien acusa tu negligencia?

Los primeros puestos

Mas escribas y fariseos no sufrían de vanagloria sólo en esas cosas, sino en otras también tan sin tomo como ésas. Porque quieren —dice el Señor— el primer diván en los banquetes y las primeras sillas en las sinagogas y que los saluden en las plazas y los llame la gente «Rabbí». Todo esto, que parecen minucias, es causa de grandes males. Estas minucias han trastornado a ciudades e iglesias. A mí me vienen ahora ganas de llorar al oír hablar de primeras sillas y de saludos, pues considero cuán grandes males se han seguido de ahí a las iglesias de Dios. No hay por qué os lo explique aquí a vosotros ahora y, por otra parte, los que son viejos no necesitan enterarse de ellos por nosotros. Y considerad, os ruego, dónde se dejaban dominar de la vanagloria: allí donde se les mandaba vencerla, en las sinagogas, adonde entraban para instruir a los demás. Porque tener vanidad en los convites, no parece, hasta cierto punto, tan gran mal, si bien el maestro aun en los convites ha de ser admirado. No sólo en la iglesia, sino en todas partes. Porque al modo que el hombre, dondequiera que aparezca, es diferente de los animales, así el maestro ha de manifestarse maestro tanto cuando habla como cuando calla, cuando come o cuando hace otra cosa cualquiera. Su andar, su mirar, su talle, todo, en una palabra, ha de mostrar quién es. Ellos, empero, eran en todas partes ridículos, se cubrían dondequiera de oprobio, afanosos de buscar lo mismo que habían de huir. Porque aman —dice— los primeros puestos. Y si el amor es culpa, ¿qué será el hacer? ¿Qué mal no será andar a caza de esos puestos y no cejar en el empeño hasta alcanzarlos?

La ambición de mando, causa de todos los males

Ahora bien, en todo lo demás, como cosas menudas y sin importancia, el Señor se contentó con acusar a escribas y fariseos. Sus discípulos no necesitaban que también sobre ello se les corrigiera; más ahora que habla de lo que era causa de todos los males, es decir, la ambición de mando y el afán de arrebatar la cátedra de maestros, eso sí lo saca a la pública vergüenza, lo corrige con extraordinario empeño y sobre ello da también a sus discípulos los más enérgicos mandatos. Porque ¿qué les dice? Más vosotros no os llaméis maestros. Y seguidamente la razón: Porque uno solo es vuestro maestro. Y todos vosotros sois hermanos. Y nadie tiene nada más que otro, en cuanto nadie es nada de suyo. De ahí que Pablo dice también: ¿Qué es Pablo? ¿Qué es Apolo? ¿Qué es Cejas? ¿No son ministros de aquel en quien habéis creído? Ministros dijo, no maestros. Y prosigue el Señor: No llaméis padre a nadie. No porque realmente no lo hubieran de llamar, sino por que supieran a quién habían de llamar propiamente padre. Porque así como el maestro no es maestro por sí ni originariamente, así tampoco es padre el padre. Él es principio de todos, de padres lo mismo que de maestros. Y nuevamente añade: Ni os llaméis tampoco directores, porque uno solo es vuestro director o guía: el Cristo. Y no dijo: «Yo». Porque así como más arriba dijo: ¿Qué os parece del Cristo? Y no: ¿Qué os parece de mí?, así hace también aquí. Con mucho gusto preguntaría yo ahora qué pueden responderme esos que tantas veces aplican las expresiones de «uno solo» y «uno solo» al Padre solamente con el fin de anular al Unigénito: ¿Es guía el Padre? Todos dirán que sí y nadie podrá contradecirlo. Y sin embargo: Uno solo es —dice— vuestro guía, es decir, el Cristo. Luego, como decirse Cristo el solo guía no excluye al Padre de ser también Él guía, así tampoco que el Padre sea dicho el único maestro no excluye que lo sea también Cristo. Porque «uno solo» se dice por contraposición a los hombres y al resto de la creación.

Contra soberbia, humildad

Ya que el Señor les ha prohibido la ambición de primeros puestos, ya que los ha curado de esta grave enfermedad, enséñales seguidamente cómo han de huirla por medio de la humildad. De ahí que añada: El mayor entre vosotros, sea vuestro ministro. Porque todo el que se exaltare, será humillado, y todo el que se humillare, será exaltado. Nada hay, comparable a la humildad; de ahí que el Señor está continuamente recordando a sus discípulos esta virtud. Cuando puso en medio de ellos a unos niños pequeños y ahora; cuando proclamó las bienaventuranzas, por la humildad empezó, y ahora de raíz arranca el orgullo diciendo: El que se humillare será exaltado. Mirad cómo lleva el Señor a sus oyentes a lo diametralmente opuesto. Porque no sólo prohíbe ambicionar los primeros puestos, sino que manda buscar los últimos. Así —parece decirnos— alcanzaréis vuestro deseo. De ahí que quien desee los primeros puestos, ha de ponerse en el último lugar. Porque: El que se humillare será exaltado. (S. Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio de San Mateo (II), Homilía 72, 2-3 [BAC, Madrid, 1956] 454-59).

 

P. Alfredo Sáenz, S.J.

La limosna

Las lecturas de hoy nos inclinan a tratar de algo que es muy caro al cristianismo, la práctica de la limosna. En el primero de los textos, hemos escuchado el relato del encuentro entre Elías y la viuda de Sarepta. Esta viuda, a pesar de ser paupérrima —tan pobre que estaba a punto de morirse de hambre juntamente con su hijo— no vaciló en dar lo poco que tenía al profeta, que así se lo solicitaba. Y, según se lo había anticipado Elías, su generosidad se vio premiada por Dios de manera exuberante. Asimismo en el Evangelio advertimos cómo el Señor encomia a la humilde viuda que, sin ostentación alguna, echó en la alcancía del templo dos monedas de cobre: «Os aseguro que esta pobre viuda ha puesto más que cualquiera de los otros, porque todos han dado de lo que les sobraba, pero ella, de su indigencia, dio todo lo que poseía, todo lo que tenía para vivir».

Ante semejantes ejemplos nos sentimos impelidos a practicar la limosna. Porque, como dijo el Señor, «mejor es dar que recibir». La dadivosidad ya era un mandato de Dios en el Antiguo Testamento, según leemos en el Deuteronomio: «Nunca dejará de haber pobres en la Tierra; por eso te doy este mandamiento: abrirás tu mano al necesitado y al pobre». Frente a la miseria, no clausuremos nuestro corazón. Cuando entregamos algo a un pobre, Dios lo guarda en el banco del Cielo. Y así, mientras damos limosna en la Tierra, vamos acumulando un tesoro en las alturas, donde no lo roe la polilla ni lo saquean los ladrones. Porque el Señor mismo es quien lo custodia.

Tan grande es el valor de la limosna que Jesús describe el juicio final en función de ella. Leamos el texto: «Cuando el Hijo del hombre llegue en su gloria rodeado de todos los ángeles, se sentará en su trono glorioso. Todas las naciones serán reunidas en su presencia, y Él separará a unos de otros… Entonces el Rey dirá a los que tenga a su derecha: “Venid, benditos de mi Padre, y recibid en herencia el Reino que os fue preparado desde el comienzo del mundo, porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; estaba preso, y me alojasteis; desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; de paso, y me vinisteis a ver”. Los buenos le responderán: “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te dimos de comer; sediento, y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos de paso y te alojamos; desnudo, y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o preso y fuimos a verte?”. Y el Rey les responderá: “Os aseguro que en la medida en que lo hicisteis con el más pequeño de mis hermanos, lo hicisteis conmigo”». A la luz de estas palabras de Cristo, cuánta verdad parece trasuntar aquel texto que se lee en un epitafio: «He perdido lo que he gastado; he dejado a los demás lo que tenía; sólo me queda lo que he dado». Haciendo limosna, atesoramos en el Cielo. El Señor nos podrá decir: toma lo que guardaste, entra en posesión de lo que adquiriste, yo te lo he reservado para alegría tuya eterna.

Y volviéndose después a los de la izquierda, les mostrará sus cofres, vacíos de limosnas. Y les dirá: «Alejaos de mí, malditos; id al fuego eterno que fue preparado para el demonio y sus ángeles, porque tuve hambre y no me disteis de comer; tuve sed y no me disteis de beber; estaba de paso, y no me alojasteis; desnudo, y no me vestisteis; enfermo y preso, y no me visitasteis». Estos, a su vez, le preguntarán: «Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento, de paso o desnudo, enfermo o preso y no te hemos socorrido?». Y Él les responderá: «Os aseguro que en la medida que no lo hicisteis con el más pequeño de mis hermanos, tampoco lo hicisteis conmigo». Estos irán al castigo eterno, y los buenos a la vida eterna. Así concluye el Señor. Como si dijera: yo había puesto en el mundo a esos pobres menesterosos; yo, la cabeza, estaba sentado a la diestra de Dios, ésos, mis miembros, padecían en la Tierra. Dando limosna a los miembros de mi cuerpo, me la dabais a mí. Y como nada pusisteis en manos de ellos, nada habéis encontrado en mí.

Al fin y al cabo nosotros, amados hermanos, hemos recibido tantos beneficios del Señor. Podríase decir que somos una gran limosna de Dios. Es hora de retornar tan ingente beneficencia vistiendo y alimentando al Señor en los necesitados. No le pareció a Cristo bastante la Cruz y la muerte; se hizo pobre y peregrino, viajero y desnudo, sufrió la cárcel y el dolor, para ver si podía lograr que nosotros lo atendiésemos. ¿Veis a este hombre en harapos? Yo estuve desnudo por vosotros en la Cruz, y ahora lo estoy por vosotros en este pobre. Yo fui preso por vosotros, ahora para vosotros lo vuelvo a estar en los encarcelados. No os pido que los libréis. Sólo quiero que me hagáis una visita. ¡Ojalá que mis cadenas antiguas o presentes os muevan a compasión! Pasé hambre por vosotros, y ahora la padezco otra vez en los que carecen de alimentos. Tuve sed por vosotros en la Cruz, y ahora la siento en mis pobres que os piden un vaso de agua. Sólo os imploro vestido, agua, y un poco de alivio para mi hambre. Yo, que puedo alimentarme por mí mismo, prefiero dar vueltas a vuestro alrededor, y extender mi mano a vuestro paso.

Así es, queridos hermanos. Cristo ha querido hacerse visible en la persona de los pobres, ha querido tener «parientes pobres», para que pudiésemos mostrar en ellos nuestro amor por Él. Si damos a los pobres lo que tanto nos cuesta, el dinero, Él nos dará lo que más estima y lo que más le costó: nuestra salvación. La limosna es como un préstamo que le hacemos a Dios para que nos devuelva su perdón, según se afirma en el libro de los Proverbios: «A Dios presta el que da al pobre» (Pr 19, 17). La limosna impetra, así, en favor nuestro. A los ojos de Dios es como nuestra abogada permanente, que está intercediendo perpetuamente por nosotros. «Coloca la limosna en el corazón del pobre y ella pedirá por ti», dice la Escritura. Despojándonos del dinero, continuamos en cierto modo el despojo, la desnudez bautismal, nos libramos del viejo ropaje del pecado, para revestir el vestido nuevo de la clemencia de Dios.

Eso sí, al ser generosos, no hagamos alarde, como aquellos escribas y ricos del Evangelio de hoy, a quienes Jesús fustiga. El mismo Señor nos dijo: «Cuando des limosna, no lo vayas pregonando delante de ti… para que tu limosna quede en secreto; tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará».

Hoy hay quienes sostienen que hay que acabar con la mala costumbre de dar limosna, que es cosa denigrante. Escuchemos al respecto un hermoso texto del Papa León XIII: «Los socialistas reprueban la limosna y quieren suprimirla, como injuriosa a la nobleza ingénita del hombre. Mas cuando se da limosna según la prescripción evangélica y conforme al uso cristiano, ni alienta la soberbia en quien la hace ni avergüenza a quien la recibe. Tan lejos está de ser indecorosa al hombre la limosna, que antes bien sirve para estrechar los vínculos de la sociedad humana, fomentando la necesidad de deberes ante los hombres, porque no hay nadie, por rico que sea, que no necesite de otro, ni nadie absolutamente pobre que no pueda ayudar en algo a otro. Armonizadas de esta suerte entre sí la justicia y la caridad, abrazan de modo maravilloso todo el cuerpo de la sociedad humana y conducen providencialmente a cada uno de los miembros a la consecución del bien individual y común». Claro que la limosna estaría mal si se convirtiese en excusa para eludir los deberes de la justicia. Primero hay que hacer justicia, dar lo que se debe. Lo cual no obsta a que en un segundo momento hagamos nuestra limosna, que es, en cierto modo, la flor de la justicia, su planta más preciada.

Animémonos, pues, hermanos, a mostrar más generosidad que hasta ahora. Seamos misericordiosos, no sólo ayudando a los demás en el orden económico, sino de todas formas. Con obras de misericordia corporal, como las que hemos considerado, pero también con obras de misericordia espiritual: dando consejo, enseñando, corrigiendo, etc. Dios ha querido transmitir sus beneficios a través de los hombres. ¡Tantas cosas que podemos ofrecer a los demás: desde ayuda material… hasta los conocimientos de la fe, desde un vaso de agua hasta un vaso de gracia!

Sigamos celebrando el Santo Sacrificio de la Misa, renovación de la Pasión de Jesús. En la Cruz, el Señor se despojó de todo, se hizo menesteroso, pidió agua, se dejó desnudar. Él, que era rico, se hizo pobre por nosotros, para que nosotros, que éramos pobres, nos enriqueciéramos con su pobreza. En la Misa se hace presente el sacrificio de la Cruz. Inmolémonos con Cristo, desnudémonos de nuestra codicia, clavémonos con Él en su Cruz, para que luego, al recibirlo en el alimento eucarístico, nos sintamos impelidos a verlo, con los ojos de la fe, en nuestros hermanos más necesitados. (Sáenz, A., Palabra y Vida, Ciclo B [Ediciones Gladius, Buenos Aires, 1993] pp. 288-292).

NOTA: Las palabras en negrita han sido resaltadas por la web de Prado Nuevo.

 

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