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SOLEMNIDAD DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO (B)

 

EVANGELIO

Tú lo dices: soy rey (cf. Jn 18, 33-37)

Lectura del santo Evangelio según san Juan.

EN aquel tiempo, Pilato dijo a Jesús:

«¿Eres Tú el rey de los judíos?».

Jesús le contestó:

«¿Dices eso por tu cuenta o te lo han dicho otros de mí?».

Pilato replicó:

«¿Acaso soy yo judío? Tu gente y los sumos sacerdotes te han entregado a mí; ¿qué has hecho?».

Jesús le contestó:

«Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reino no es de aquí».

Pilato le dijo:

«Entonces, ¿Tú eres rey?».

Jesús le contestó:

«Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz».

Palabra del Señor.

LECTURA ESPIRITUAL Y HOMILÍA

San Agustín

El reino de Cristo hasta el fin del mundo

Mi reino no es de este mundo. Su reino radica aquí pero sólo hasta el fin del mundo. En efecto, la siega es el fin del mundo, momento en que vendrán los segadores, es decir, los ángeles, y arrancarán de su reino a todos los corruptores y malvados, lo cual no sería factible si su reino no estuviera aquí. Y sin embargo no es de aquí, porque está en el mundo como peregrino. Por eso dice a su reino: No sois del mundo, sino que yo os he escogido sacándoos del mundo.

Luego eran del mundo, cuando no eran reino suyo, sino que pertenecían al príncipe del mundo. Es, por tanto, del mundo todo lo que en el hombre es creado, sí, por el Dios verdadero, pero ha sido engendrado de la viciada y condenada estirpe de Adán; y se ha convertido en reino, ya no de este mundo, todo lo que a partir de entonces ha sido regenerado en Cristo. De esta forma, Dios nos ha sacado del dominio de las tinieblas, y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido. De este reino dice: Mi reino no es de este mundo, o Mi reino no es de aquí.

Pilato le dijo: con que, ¿tú eres rey? Jesús le contestó: Tú lo dices: Soy rey. Y a continuación añadió: Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para ser testigo de la verdad. De donde se deduce claramente que aquí se refiere a su nacimiento en el tiempo cuando, encarnado, vino al mundo, no a aquel otro sin principio por el cual era Dios, y por medio del cual el Padre creó el mundo. Para esto dijo haber nacido, o sea, ésta es la razón de su nacimiento, y para esto ha venido al mundo —naciendo ciertamente de una virgen—, para ser testigo de la verdad. Pero como la fe no es de todos, añadió y dijo: Todo el que es de la verdad escucha mi voz.

Oye mi voz, pero con los oídos interiores, es decir, obedece mi voz, lo cual equivale a decir: Me cree. Siendo, pues, Cristo testigo de la verdad, da realmente testimonio de sí mismo. Suya es efectivamente esta afirmación: Yo soy la verdad. Y en otro lugar dice también: Yo doy testimonio de mí mismo. En cuanto a lo que añade: Todo el que es de la verdad, escucha mi voz, alude a la gracia con que llama a los predestinados.

Pilato le dijo: Y ¿qué es la verdad? Y no esperó a escuchar la respuesta, sino que dicho esto, salió otra vez adonde estaban los judíos y les dijo: Yo no encuentro en él ninguna culpa. Me supongo que cuando Pilato preguntó: ¿Qué es la verdad? le vino inmediatamente a la memoria la costumbre de los judíos de que por Pascua les pusiera a un preso en libertad, y por eso no le dio tiempo a Jesús para que respondiera qué es la verdad, a fin de no perder tiempo, al recordar la costumbre que podía ser una coartada para ponerle en libertad con motivo de la Pascua. Pues no cabe duda de que lo deseaba ardientemente. Pero no consiguió apartar de su pensamiento la idea de que Jesús era el rey de los judíos, como si allí —como lo hizo él en el título de la cruz— la misma Verdad lo hubiera clavado, esa verdad de la que él había preguntado qué era. (Tratado sobre el evangelio de san Juan 115, 2-5: CCL 36, 644-646; cf. deiverbum.org).

 

Papa Francisco 

Homilía

Plaza de San Pedro Domingo

24 de noviembre de 2013

La solemnidad de Cristo Rey del Universo, coronación del año litúrgico, señala también la conclusión del Año de la Fe, convocado por el papa Benedicto XVI, a quien recordamos ahora con afecto y reconocimiento por este don que nos ha dado. Con esa iniciativa providencial, nos ha dado la oportunidad de descubrir la belleza de ese camino de fe que comenzó el día de nuestro bautismo, que nos ha hecho hijos de Dios y hermanos en la Iglesia. Un camino que tiene como meta final el encuentro pleno con Dios, y en el que el Espíritu Santo nos purifica, eleva, santifica, para introducirnos en la felicidad que anhela nuestro corazón (…).

Las lecturas bíblicas que se han proclamado tienen como hilo conductor la centralidad de Cristo. Cristo está en el centro, Cristo es el centro. Cristo centro de la creación, del pueblo y de la historia.

El apóstol Pablo, en la segunda lectura, tomada de la Carta a los Colosenses, nos ofrece una visión muy profunda de la centralidad de Jesús. Nos lo presenta como el Primogénito de toda la creación: en Él, por medio de Él y en vista de Él fueron creadas todas las cosas. Él es el centro de todo, es el principio: Jesucristo, el Señor. Dios le ha dado la plenitud, la totalidad, para que en Él todas las cosas sean reconciliadas (cf. 1,12-20). Señor de la creación, Señor de la reconciliación.

Esta imagen nos ayuda a entender que Jesús es el centro de la creación; y así la actitud que se pide al creyente, que quiere ser tal, es la de reconocer y acoger en la vida esta centralidad de Jesucristo, en los pensamientos, las palabras y las obras. Y así nuestros pensamientos serán pensamientos cristianos, pensamientos de Cristo. Nuestras obras serán obras cristianas, obras de Cristo, nuestras palabras serán palabras cristianas, palabras de Cristo. En cambio, La pérdida de este centro, al sustituirlo por otra cosa cualquiera, solo provoca daños, tanto para el ambiente que nos rodea como para el hombre mismo.

Además de ser centro de la creación y centro de la reconciliación, Cristo es centro del pueblo de Dios. Y precisamente hoy está aquí, en el centro. Ahora está aquí en la Palabra, y estará aquí en el altar, vivo, presente, en medio de nosotros, su pueblo. Nos lo muestra la primera lectura, en la que se habla del día en que las tribus de Israel se acercaron a David y ante el Señor lo ungieron rey sobre todo Israel (cf. 2S 5, 1-3). En la búsqueda de la figura ideal del rey, estos hombres buscaban a Dios mismo: un Dios que fuera cercano, que aceptara acompañar al hombre en su camino, que se hiciese hermano suyo.

Cristo, descendiente del rey David, es precisamente el «hermano» alrededor del cual se constituye el pueblo, que cuida de su pueblo, de todos nosotros, a precio de su vida. En Él somos uno; un único pueblo unido a Él, compartimos un solo camino, un solo destino. Sólo en Él, en Él como centro, encontramos la identidad como pueblo.

Y, por último, Cristo es el centro de la historia de la Humanidad, y también el centro de la historia de todo hombre. A Él podemos referir las alegrías y las esperanzas, las tristezas y las angustias que entretejen nuestra vida. Cuando Jesús es el centro, incluso los momentos más oscuros de nuestra existencia se iluminan, y nos da esperanza, como le sucedió al buen ladrón en el Evangelio de hoy.

Mientras todos se dirigen a Jesús con desprecio —«Si Tú eres el Cristo, el Mesías Rey, sálvate a Ti mismo bajando de la Cruz»— aquel hombre, que se ha equivocado en la vida pero se arrepiente, al final se agarra a Jesús crucificado implorando: «Acuérdate de mí cuando llegues a tu reino» (Lc 23,42). Y Jesús le promete: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (v. 43): su Reino. Jesús sólo pronuncia la palabra del perdón, no la de la condena; y cuando el hombre encuentra el valor de pedir este perdón, el Señor no deja de atender una petición como esa. Hoy todos podemos pensar en nuestra historia, nuestro camino. Cada uno de nosotros tiene su historia; cada uno tiene también sus equivocaciones, sus pecados, sus momentos felices y sus momentos tristes. En este día, nos vendrá bien pensar en nuestra historia, y mirar a Jesús, y desde el corazón repetirle a menudo, pero con el corazón, en silencio, cada uno de nosotros: «Acuérdate de mí, Señor, ahora que estás en tu Reino. Jesús, acuérdate de mí, porque yo quiero ser bueno, quiero ser buena, pero me falta la fuerza, no puedo: soy pecador, soy pecadora. Pero, acuérdate de mí, Jesús. Tú puedes acordarte de mí porque Tú estás en el centro, Tú estás precisamente en tu Reino». ¡Qué bien! Hagámoslo hoy todos, cada uno en su corazón, muchas veces: «Acuérdate de mí, Señor, Tú que estás en el centro, Tú que estás en tu Reino».

La promesa de Jesús al buen ladrón nos da una gran esperanza: nos dice que la gracia de Dios es siempre más abundante que la plegaria que la ha pedido. El Señor siempre da más, es tan generoso, da siempre más de lo que se le pide: le pides que se acuerde de ti y te lleva a su Reino.

Jesús es el centro de nuestros deseos de gozo y salvación. Vayamos todos juntos por este camino. (cf. vatican.va).

NOTA: Las palabras en negrita han sido resaltadas por la web de Prado Nuevo.