web analytics
Sin comentarios aún

Cuan útil es meditar en la pasión de Jesucristo (S. Alfonso María de Ligorio)

 

INTRODUCCIÓN (2)

 

La Pasión de Cristo nos inflama en su amor

El amador de las almas, nuestro adorable Redentor, declaró que había bajado del cielo a la tierra para encender en el corazón de los hombres el fuego de su santo amor. Fuego vine a traer a la tierra, dice San Lucas, ¿y qué he de querer sino que arda? (Lc 12, 49). ¡Ah! ¡Y qué incendios de caridad no ha levantado en muchas almas, especialmente al patentizar por los dolores de su pasión y muerte el amor inmenso que nos tiene! ¡Cuántos enamorados corazones ha habido que en las llagas de Cristo, como en hogueras de amor, se han inflamado de tal suerte, que para corresponderle con el suyo no titubearon en consagrarle sus bienes, su vida y todas sus cosas, superando con gran entereza de ánimo todas las dificultades que les salían al paso para estorbarles el cumplimiento de la ley divina, guiados por el amor de Jesús, que, no obstante ser Dios, quiso padecer tanto por amor nuestro!

¿Y qué es lo que nos aconseja el Apóstol para correr sin cansarnos por el camino que nos conduce al cielo? Pues considerar, nos dice, considerar atentamente a aquel Señor, que sufrió tal contradicción de los pecadores contra su misma persona, a fin de que no desmayéis perdiendo vuestros ánimos (Hb 12, 3).

Por esto el enamorado San Agustín, o quien quiera que sea el autor de esta oración, contemplando a Jesús crucificado y cubierto de llagas, exclama: «Graba, Señor, tus llagas en mi corazón, para que me sirvan de libro donde pueda leer tu dolor y tu amor; tu dolor, para soportar por ti toda suerte de dolores; tu amor, para menospreciar por el tuyo todos los demás amores.» Porque teniendo ante mis ojos el retablo de los muchos trabajos que por mí, Dios santo, has padecido, sufriré con paz y alegría todas las penas que me sobrevengan, y en presencia de las pruebas de infinito amor que en la cruz me diste, ya nada amaré ni podré amar fuera de ti.

 

Los Santos aprendieron en la Pasión de Cristo a padecer y amar de veras

¿De dónde, decidme, sacaron los santos valor y entereza para soportar tantos géneros de tormentos, de martirios y de muertes, sino de la Pasión de Jesús Crucificado? Al ver San José de Leonisa, religioso capuchino, que querían atarle con cuerdas, porque el cirujano tenía que hacerle una dolorosa operación, el santo, tomando en las manos el Crucifijo, exclamó: «¡Cuerdas!, ¿para qué las quiero yo? Aquí tengo a mi Señor Jesucristo clavado en la cruz por mi amor, éstas son las cadenas que me atan y me obligan a soportar cualquier tormento por su amor.» Y tendido en la mesa, sufrió la operación sin exhalar una queja (Z. Boverio, Anales de los Capuchinos, A. 1612, núm. 155.) pensando en Jesús, que, como profetizó Isaias, guardaba silencio, sin abrir siquiera la boca, como el corderito que está mudo delante del que le esquila (Is 53, 7). ¿Quién podrá decir que padece sin razón al ver a Jesús despedazado por nuestras maldades? (Is 53, 5). ¿Quién rehusará sujetarse a obediencia, so pretexto de que le mortifica, al recordar que Jesús fue obediente hasta morir? (Fil 11, 8). ¿Quién se atreverá a hurtar el cuerpo de la humillación viendo a Jesús tratado como loco, como rey de burlas y como malhechor; al verle abofeteado, escupido y clavado en un patíbulo infame?

Y ¿quién podrá amar a las criaturas y olvidarse del amor de Jesús al verle morir sumergido en el piélago de dolores y desprecios para ganar nuestro amor? Un devoto solitario pedía al Señor que le enseñase el camino más seguro para llegar a la conquista de su perfecto amor. Y el Señor le reveló que para conseguir su intento el medio más a propósito era meditar con frecuencia los dolores de su Pasión. Lloraba Santa Teresa y se lamentaba porque algunos libros le habían enseñado a dejar la meditación de la Pasión de Cristo, por ser impedimento que podía estorbarle la contemplación de la divinidad. Al caer la santa en la cuenta del engaño exclamó: ¡Oh, Señor de mi alma y bien mío, Jesucristo crucificado!, no me acuerdo vez de esta opinión que tuve, que no me dé pena; y me parece que hice una gran traición, aunque con ignorancia. ¿Es posible, Señor mío, que cupo en mi pensamiento, ni una hora, que Vos me habíades de impedir para mayor bien? ¿De dónde me vinieron a mí todos los bienes, sino de Vos?…» Y luego añade: «Y veo ya claro, y he visto después, que para contentar a Dios y que nos haga grandes mercedes, quiere sea por manos de esta Humanidad sacratísima, en quien dijo su Majestad se deleita» (Vida, cap. 22. Obras, 1, 165-169.).

Por esta razón decía el Padre Baltasar Álvarez que por ignorar los tesoros que tenemos en Jesucristo se pierden muchos cristianos: movido de este parecer, su meditación más frecuente y regalada versaba sobre la Pasión de Cristo, en la cual se recreaba, meditando de modo especial la pobreza, los desprecios y los dolores de Jesucristo, y exhortaba a sus penitentes a que meditasen a menudo la Pasión del Redentor, diciéndoles que no creyesen haber hecho cosa de provecho si no llegaban a grabar en su corazón la imagen de Jesús Crucificado (Luis de la Puente. Vida, cap. III, 2).

 

El Crucifijo, escuela de santidad

Cristo-de-la-Buena-Muerte1«Si quieres, alma devota, crecer siempre de virtud en virtud y de gracia en gracia, procura meditar todos los días de la Pasión de Jesucristo.» Esto es de SAN Buenaventura, y añade: «No hay ejercicio más a propósito para santificar tu alma que la meditación de los padecimientos de Jesucristo».

San Agustín añade «que vale más una lágrima derramada en memoria de la Pasión de Cristo que hacer una peregrinación a Jerusalén y ayunar a pan y agua durante un año» (Citado por Bernardino de Bustos, O.M. Rosarium Sermonum, p. 11. Sermón 15). En efecto, si nuestro amantísimo Salvador padeció tantos trabajos, fue para que de continuo los recordásemos, porque pensando en ellos es de todo punto imposible que no ardamos en las llamas de su santo amor. La caridad de Cristo, dice San Pablo, nos hace fuerza (2 Cor 5, 14). Pocos son los que aman a Jesucristo, porque son también pocos los que se detienen a pensar lo mucho que por nosotros padeció; al paso que no puede vivir sin amarle el que con frecuencia medita en su dolorosa Pasión, porque la caridad de Cristo nos fuerza a amarle; de tal modo se sentirá apretado por su amor, que no podrá resistir a las caricias de un Dios tan enamorado de los hombres y que tanto ha padecido por ellos.

 

El Crucifijo, escuela de divina sabiduría

El apóstol San Pablo decía que sólo ambicionaba saber la ciencia del Crucificado, es decir, el amor que nos manifestó desde el madero de la cruz. No me he preciado de saber otra cosa entre vosotros, escribe a los Corintios, que a Jesucristo, y éste crucificado (1 Cor 2, 2). Y a la verdad, ¿en qué libro podemos aprender la ciencia de los santos, que consiste en amar a Dios, mejor que en Jesús crucificado? El gran siervo de Dios Fray Bernardo de Corleón, religioso capuchino, no sabía leer; al ver que sus hermanos de religión le querían enseñar, Bernardo·pidió consejo al Crucifijo, y Jesucristo desde la cruz le respondió: «Te sobran los libros; no te hacen falta lecturas; Yo soy libro abierto donde puedes leer de continuo el amor que te he manifestado (Vida de Fray Bernardo de Corleón, por Gabriel de Modigliana, l. 1, cap, XII.). El asunto más grande y más digno de nuestra meditación durante la vida y por toda la eternidad es la muerte de un Dios por amor del hombre.

Visitando cierto día Santo Tomás a San Buenaventura, le preguntó de qué libro había sacado tan excelente y copiosa doctrina como ponía en sus obras. San Buenaventura le presentó un Crucifijo, ennegrecido ya por los muchos besos que le había dado y le dijo: «Este es el libro que me dicta todo lo que escribo; lo poco que sé, aquí lo he aprendido» (Wadingo, Anales Minorum, año 1260, n. 20.).

Todos los Santos han aprendido en el libro del Crucifijo el arte de amar a Dios. Fray Juan de Alvernia no podía detener las lágrimas que brotaban de sus ojos con sólo ponerlos en las llagas de Jesús (Wadingo, Anales Minorum, año 1259, n. 7.). Cuando Fray Jacobo de Tuderto oía leer la pasión del Redentor, no sólo derramaba torrentes de lágrimas, sino que henchía los aires con gritos desgarradores, que daban claro indicio del incendio de amor divino que ardía en su pecho (Wadingo, Anales Minorum, año 1238, n. 38 y 40.).

Estudiando San Francisco de Asís los dolores de Jesucristo, llegó a trocarse en serafín de amor (S. Buenaventura, Legenda S. Francisci, capítulo XIII, n. 3. Obras Vlll, 1898, pág. 542.). Tantas lágrimas derramó meditando las amarguras de Jesucristo, que estuvo a punto de perder la vista (Marcos de Lisboa, Crónica de S. Francisco, p. 1, lib. 1, Cap. 86.). Encontráronle cierto día hechos fuentes los ojos y lamentándose a grandes voces. Cuando le preguntaron qué tenía respondió: «¡Qué he de tener!… Lloro los dolores y las ignominias de mi Señor, y lo que me causa mayor tormento, añadió, es ver la ingratitud de los hombres que no le aman y viven de El olvidados (Marcos de Lisboa, Crónicas de S. Francisco, p. 1, lib. 1, cap. 86.). Bastábale oír el balido de un cordero para romper en amargas lágrimas y suspiros pensando en la muerte de Jesucristo, cordero sin mancilla, sacrificado en el ara de la cruz por nuestros  pecados (S. Buenaventura, Legenda S. Francisci, capítulo VIII, n. 6.), y por esto el santo enamorado del divino Crucificado, no se cansaba de exhortar a sus hermanos a que pensasen siempre en la Pasión de Jesús (Marcos de Lisboa, Crónicas de S. Francisco, loc. cit.).

Jesús crucificado debe ser el libro en el cual, a ejemplo de los santos, debemos leer de continuo, para aprender a aborrecer el pecado, y a inflamarnos en el amor de un Dios tan amante; porque en las llagas de Cristo leeremos la malicia del pecado, que le condenó a sufrir muerte tan cruel e ignominiosa para satisfacer a la Justicia divina, y las pruebas de amor que Jesucristo nos ha tenido, sufriendo tantos dolores cabalmente para declararnos lo mucho que nos amaba.

Pidamos a María, Madre de Dios, que nos alcance de su Hijo la gracia de entrar en aquellas hogueras de amor donde se han inflamado tantos corazones, a fin de que, purificados de todos los afectos terrenos, podamos arder en aquellas felices llamas que santifican a las almas en la tierra y las hacen bienaventuradas en el cielo. Amén.

 

(Texto de San Alfonso María de Ligorio sobre la Pasión del Señor. Imagen: Cristo Sindónico, Hermandad Universitaria de Córdoba, J. M. Miñarro)

 

“Leer más “Meditaciones sobre la pasión”

Publicar un comentario