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XXVIII Domingo del Tiempo Ordinario (C)

 

EVANGELIO

¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios? (cf. Lc 17, 11-19)

Lectura del santo Evangelio según san Lucas.

UNA vez, yendo Jesús camino de Jerusalén, pasaba entre Samaría y Galilea. Cuando iba a entrar en una ciudad, vinieron a su encuentro diez hombres leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos le decían:

«Jesús, maestro, ten compasión de nosotros».

Al verlos, les dijo:

«Id a presentaros a los sacerdotes».

Y sucedió que, mientras iban de camino, quedaron limpios. Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos y se postró a los pies de Jesús, rostro en tierra, dándole gracias.

Éste era un samaritano.

Jesús, tomó la palabra y dijo:

«¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios más que este extranjero?».

Y le dijo:

«Levántate, vete; tu fe te ha salvado».

Palabra del Señor.

 

LECTURA ESPIRITUAL Y HOMILÍA

Jesús viene a salvar y a curar a los leprosos (cf. 1 Tm 1,15-16; Lc 17,12-19)

3. A salvar a los pecadores, dijo, el primero de los cuales soy yo. ¿No hubo pecadores antes de Pablo? Es indudable que los hubo; antes que nadie el mismo Adán; la tierra estaba llena de pecadores cuando fue destruida por el diluvio; y después ¡cuántos no hubo! ¿Cómo, pues, es cierto que el primero soy yo? Dijo que él era el primero no por el orden cronológico, sino por la magnitud del pecado. Consideró la gravedad de su culpa y por ello dijo ser el primer pecador. De idéntica manera se dice entre los abogados, por ejemplo: «Éste es el primero»; no porque haya comenzado a ejercer la profesión antes que los demás, sino porque ha superado a los otros en el tiempo que lleva ejerciéndola. Díganos, pues, el Apóstol en otro lugar por qué es el primero de los pecadores: Yo, dice, soy el último de los apóstoles y no soy digno de ser llamado así, pues perseguí a la Iglesia de Dios. Ningún perseguidor fue más cruel; en consecuencia, él es el primero entre los pecadores.

4. Pero, dice, he alcanzado misericordia. Y expone por qué la ha alcanzado: A fin de que Jesucristo mostrara en mí toda su longanimidad, para instrucción de quienes han de creer en Él para la vida eterna. Cristo, dice, que iba a conceder el perdón a los pecadores, incluso a sus enemigos, que se convirtieron a Él, comenzó eligiéndome a mí, el enemigo más cruel, para que una vez sanado yo, nadie pierda la esperanza para los demás. Esto es lo que hacen los médicos: cuando llegan a un lugar en que nadie los conoce, eligen primero para curar casos desesperados; de esta forma, a la vez que ejercen en ellos la misericordia, hacen publicidad de su ciencia, para que unos a otros se digan en aquel lugar: «Vete a tal médico; ten confianza, que te sanará». Y a la pregunta: «¡Que me va a sanar! ¿No ves la enfermedad que padezco?», escuchará esta respuesta: «También yo he conocido una situación parecida; lo que tú padeces también lo padecí yo» (…).

5. No perdáis, pues, la esperanza. Si estáis enfermos, acercaos a Él y recibid la curación; si estáis ciegos, acercaos a Él y sed iluminados. Los que estáis sanos, dadle gracias, y los que estáis enfermos corred a él para que os sane; decid todos: Venid, adorémosle, postrémonos ante Él y lloremos en presencia del Señor, que nos hizo no sólo hombres, sino también hombres salvados. Pues si Él nos hizo hombres y la salvación, en cambio, fue obra nuestra, algo hicimos nosotros mejor que Él. En efecto, mejor es un hombre salvado que un cualquiera. Si, pues, Dios te hizo hombre y tú te hiciste bueno, tu obra es superior. No te pongas por encima de Dios; sométete a Él, adórale, póstrate ante Él, confiesa a quien te hizo, pues nadie recrea sino quien crea, ni nadie rehace sino quien hizo. Esto mismo se dice en otro salmo: Él nos hizo y no nosotros mismos. Ciertamente, cuando él te hizo nada podías hacer tú; pero ahora que ya existes, también tú puedes hacer algo: correr hacia el médico, que está en todas partes, e implorarle. Y para que le implores, ha despertado tu corazón; don suyo es el que puedas implorarle: Dios es, dice, quien obra en nosotros el querer y el obrar según la buena voluntad, pues para que tuvieras buena voluntad, te precedió su llamada. Clama: Dios mío; su misericordia me prevendrá. Su misericordia te previene para que existas, sientas, escuches y consientas (…).

6. Retened esto y perseverad en ello. Que nadie cambie; que nadie sea leproso. La doctrina inconstante, que cambia de color, simboliza la lepra de la mente; también ésta la limpia Cristo. Quizá pensaste distintamente en algún punto, reflexionaste y cambiaste para mejor tu opinión, y de este modo lo que era variado pasó a ser de un único color. No te lo atribuyas, no sea que te halles entre los nueve que no le dieron las gracias. Sólo uno se mostró agradecido; los restantes eran judíos; él, extranjero, y simbolizaba a los pueblos extraños; aquel número entregó a Cristo el diezmo. A Él, por tanto, le debemos la existencia, la vida y la inteligencia; a Él debemos el ser hombres, el haber vivido bien y el haber entendido con rectitud. Nuestro no es nada, a no ser el pecado que poseemos. Pues ¿qué tienes que no hayas recibido? Así, pues, vosotros, sobre todo quienes entendéis lo que oís: que es preciso curarse de la enfermedad, elevad a lo alto vuestro corazón purificado de la variedad y dad gracias a Dios (San Agustín, Sermones (3º) (t. XXIII), Sermón 176, 3-6, BAC, Madrid, 1983).

 

HOMILÍA

La virtud del agradecimiento

«Nos relata el Evangelio el milagro que Cristo realizara en favor de diez leprosos suplicantes. Mientras se dirigían a presentarse a los sacerdotes, como lo prescribía la Ley y Jesús se los había recordado, se encontraron súbitamente curados. Sólo uno de ellos, y para colmo un extranjero, volvió sobre sus pasos con el objeto de agradecerle al Señor su curación. En concordancia con el evangelio, la primera lectura, tomada del libro de los Reyes, nos trajo el recuerdo de otro milagro semejante, el del sirio Naamán, también él leproso, también él extranjero, que se vio libre de su mácula, sumergiéndose en las aguas del Jordán.

Todos nosotros nos sentimos de alguna manera representados en aquellos diez enfermos del evangelio, enfermos realmente dignos de lástima, todos nosotros tenemos algo de leprosos, todos nosotros debemos repetir cada día, y lo decimos en la Santa Misa: “Señor, ten piedad de nosotros”.

 

Los beneficios de Dios

Como aquellos leprosos, también nosotros hemos experimentado los beneficios de Dios. Él es el único que sabe dar en plenitud; sus dones no presuponen nada previo, da por pura generosidad. Buena es hoy la ocasión para reavivar el recuerdo, la memoria de los beneficios de Dios. Beneficios divinos son las maravillas que el Señor obró ya para nosotros desde las remotas épocas del Antiguo Testamento, liberando a su pueblo de la servidumbre de Egipto, alimentándolo en su caminar por el desierto, guiándole en su entrada en la tierra prometida… Beneficios divinos son también para nosotros las maravillas que Dios obró en el Nuevo Testamento, la Encarnación del Verbo, sobre todo, pero también la enseñanza de su doctrina, la instauración de los sacramentos para la santificación de los hombres… Beneficios que no por generales se pierden en las brumas del anonimato, no por universales dejan de atañernos personalmente.

“Me amó y se entregó por mí”, dijo San Pablo. Cristo no hubiera rehusado hacer por mí solo lo que hizo por todos. Más aún, porque era Dios, se acordó de mí en particular, me tuvo presente, me curó en los leprosos, cargó mis pecados sobre sus hombros en Getsemaní, clavado en la Cruz se ofreció por mí de manera personal; al dejar caer agua y sangre de su costado atravesado por la lanza, pensó concretamente en el agua de mi bautismo (así como en el Antiguo Testamento, cuando Naamán se bañaba en las aguas del Jordán estaba preanunciado el bautismo cristiano), pensó en el agua de mi bautismo y en la sangre de mi Eucaristía. A ese cúmulo de beneficios generales que hemos recibido de Dios, agreguemos los intransferiblemente individuales: la familia que nos dio, esta patria generosa que nos regaló, las cualidades peculiares con que nos dotó… Es una larga historia de amor, una historia de generosidad sobreabundante. Lo que pasa es que fácilmente nos acostumbramos a sus beneficios, nos acostumbramos a ver salir el Sol todos los días, perdemos el sentido de lo original, de la novedad de los dones cotidianamente reiterados, cada uno de ellos frescos y rozagantes como el rocío de la mañana.

Generosidad suya es que, siendo pecadores, hayamos sido llamados a recibir la justificación; generosidad suya es que, una vez rehabilitados, nos haya sostenido con su poder para perseverar hasta el fin; generosidad suya será que este mismo cuerpo que hoy es tan precario, resucite un día; generosidad suya, que seamos coronados después de la resurrección; generosidad suya será que en el Cielo podamos alabarlo sin desfallecer. Si queremos practicar la gratitud con Dios, hagamos cada tanto un recorrido de la lista de los beneficios que de Él hemos recibido, beneficios de creación, de redención, de dones particulares. Nunca olvidamos, nunca perder la memoria. Estamos en la casa del Señor, en su santa Iglesia. Recordemos dónde yacíamos, de dónde se nos ha recobrado, de nuestra lepra original. Dios nos buscaba aun cuando nosotros le habíamos vuelto las espaldas.

 

La gratitud

De los diez leprosos, nueve no supieron agradecer. No hay cosa peor que la ingratitud. Escribe Chesterton que el ateo mide su abismo cuando siente que tiene que dar gracias por algo y no sabe a quién dirigirse. Nosotros sabemos a quién, pero con facilidad dejamos de hacerlo. “Se hartaron en sus pastos, dice el Señor por boca de Oseas, y por eso me olvidaron”. Dios nos da el pasto, nosotros lo aprovechamos pero olvidamos al benefactor. Para pedir somos fáciles; no tanto para dar gracias. Pero la petición del que no sabe agradecer mueve poco el corazón de Dios. “La esperanza del ingrato se derrite como el hielo”, dice la Escritura. Somos capaces de organizar grandes actos, aun públicos, para pedir favores. Pocas veces se organizan actos de agradecimiento. “Los restantes, ¿dónde están?”, preguntó Jesús al leproso agradecido. Qué desproporción: de nueve a uno; es la desproporción misma de nuestras ingratitudes.

Propio es de corazones nobles, de espíritus magnánimos, saber dar gracias. Cristo pasó su vida en la Tierra dando gracias al Padre. Frecuentemente levantaba sus ojos al cielo, alababa, bendecía, decía bien. Imitémoslo también en esto. San Pablo nos lo recomendó de manera reiterada: “Todo cuanto hacéis, de palabra o de obra, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por Él”; “ya comáis, ya bebáis, o ya hagáis cualquier cosa, hacedlo todo para gloria de Dios”; “porque todo lo que Dios ha creado es bueno y nada es despreciable si se lo recibe con acción de gracias”. Hagamos de nuestros días una acción de gracias ininterrumpida. Cuando Dios nos obsequia, cuando nos consuela, cuando nos prueba, e incluso cuando nos niega lo que le pedimos, aun entonces, digamos con el Apóstol: “Doy continuas gracias por todas las cosas a Dios nuestro Padre por nuestro Señor Jesucristo”.

Dios nos ofrece sus dones. Y nosotros no tenemos otra cosa que devolverle que nuestras gracias, el reconocimiento de sus propios dones. Con no disimulada ironía decía san Agustín: “Devuélvele algo de lo tuyo, si puedes; pero no, no lo hagas, no devuelvas nada tuyo; Dios no lo quiere. Si devolvieses algo de lo tuyo, devolverías sólo pecados. Todo lo que tienes lo has recibido de Él; lo único tuyo es el pecado. No quiere que le des nada tuyo, quiere lo que es suyo. Si devuelves al Señor las semillas de tu tierra, le devolverás lo que Él sembró; si le das espinas, le ofreces cosa tuya”. No nos queda, pues, sino darle gracias por sus gracias, alabarlo por sus dones. A Dios le agrada que lo alabemos, no para ensalzarse Él, sino para que aprovechemos nosotros. Lo que recoge no es para sí, sino para ti. Y además, dando gracias por los dones que recibes, te harás digno de mayores beneficios.

Aprendamos entonces a dar gracias. No siempre es fácil, ya que supone salir de nuestro egoísmo, de nuestra oración interesada. Pongámonos para ello en la escuela de la liturgia. Allí se nos enseñará a orar como la Santísima Virgen: “Mi alma engrandece al Señor”; allí se nos enseñará a aclamar con desinterés: “Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo”; allí se nos enseñará a decir: “Por tu inmensa gloria te damos gracias”; no sólo por tus favores, sino por lo que eres en Ti mismo, porque eres grande, porque eres glorioso. El entero Sacrificio de la Misa es una sublime acción de gracias, una elevada contemplación admirativa. Uno de los textos que como sacerdote más me conmovían cuando celebraba mis primeras Misas es el que se decía antes de comulgar la Sangre de Cristo: “¿Qué devolveré al Señor por todo lo que me ha dado? Tomaré el cáliz de salvación e invocaré el nombre del Señor”.

Pronto nos acercaremos a recibir esa Sangre de Jesús. Recordémosle entonces aquello que Dios profetizara por boca de Isaías: “Los que hagan la cosecha comerán, alabando al Señor; los que hagan la vendimia beberán el vino en los atrios de mi santuario”. Hoy se cumple esa promesa en la cosecha del Cuerpo de Cristo y en la vendimia de su Sangre. Que nunca olvidemos sus favores. Que permanezcamos siempre en acción de gracias para que toda nuestra vida no sea sino un permanente himno de alabanza, una eucaristía duradera. Él ha venido a la Tierra para glorificar a su Padre en nombre de toda la Humanidad; que continúe en nuestro interior esa eucaristía, para que cada vez nos hagamos dignos de mayores dones, y así, debidamente ejercitados durante nuestra vida terrena en la alabanza, podamos un día incorporarnos al coro de los ángeles en el ininterrumpido Sanctus de la eternidad. Allí descansaremos y veremos, veremos y amaremos, amaremos y alabaremos. Tal será el fin sin fin» (Sáenz, A., Palabra y Vida, Ciclo C, Buenos Aires, 1994, p. 275-279).

NOTA: Las palabras en negrita han sido resaltadas por la web de Prado Nuevo.

 

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