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Jesús preso y maniatado (S. Alfonso María de Ligorio)

 

CAPÍTULO VI

Levantaos de aquí y vamos, que ya el traidor está cerca[1] Sabiendo nuestro Redentor que Judas, acompañado de los judíos y gentes de armas, se acercaba a prenderle, bañado todavía en el sudor de la muerte con el rostro pálido, pero con el corazón Inflamado en amor, se levanta y sale al encuentro de sus enemigos para ponerse en sus manos. Al verlos cerca de sí, les pregunta: ¿A quién buscáis?[2]. Figúrate, alma mía, que el Señor te pregunta en este momento y te dice: Dime ¿a quién buscas?

¡Oh Salvador mío!, ¿a quién he de buscar, sino a Vos, que habéis bajado del Cielo a la tierra para buscarme, a fin de que no me perdiera?

Prendieron a Jesús y lo ataron[3]. Pero ¿qué es lo que veo? ¡un Dios maniatado!; ¿qué diríamos si viéramos a un gran Rey preso y atado por sus servidores? Y ¿qué decimos ahora al contemplar a todo un Dios a merced del vil populacho? ¡Oh ataduras bienhadadas que habéis ligado a mi Redentor, estrechadme a mí también con Él pero de tal suerte que no pueda separarme de su amor; encadenad mi corazón a su santísima voluntad, para que de aquí en adelante mi voluntad se conforme con la suya!

Mira, alma mía, cómo mientras unos le cogen y le atan las manos, le injurian otros y le hieren, y el inocente Cordero se deja maniatar y herir a gusto de los verdugos; no pretende huir, ni pide socorro, ni se lamenta de tantos baldones recibidos, ni pregunta por qué así le maltratan. En aquel momento se cumplió la profecía de Isaías que dijo: Se apreció a la muerte porque Él mismo lo quiso, y no abrió su boca; será llevado a la muerte como oveja al matadero[4]. No despliega los labios para hablar o deplorar su suerte, porque Él mismo se había ofrecido a la Justicia divina para morir y dar cumplida satisfacción por nuestras culpas, y por eso sin abrir la boca se deja conducir al suplicio, como oveja al matadero.

Mira, alma mía, cómo maniatado y rodeado de aquella chusma vil, es arrastrado fuera del Huerto y llevado con toda prisa a la ciudad para ser presentado a los pontífices de la Sinagoga. Y sus discípulos, entre tanto, ¿dónde están?, ¿qué es lo que hacen? Si no pueden arrancarlo de las manos de sus verdugos, que le acompañen siquiera para defender su inocencia delante de los jueces, o, al menos, para consolarlo con su presencia. Nada de esto hacen; el Evangelio, hablando de ellos, dice: Entonces sus discípulos, abandonándole, huyeron todos[5]. ¡Qué cruel sería entonces la angustia que experimentó Jesucristo al verse desamparado de sus más íntimos y allegados! ¡Ah!, que también en aquel momento pasó por delante de su vista esa turba innumerable de almas por Él tan favorecidas y regaladas, y que esto no obstante, le abandonan y menosprecian.

Amadísimo Señor mío, una de esas almas ingratas he sido yo, que después de haber recibido tantas luces y gracias e inspiraciones, me olvidé de Vos y os abandoné. No me desechéis ahora, que, arrepentido de todo corazón, a Vos me convierto para no abandonaros más, pues sois mi tesoro, mi vida, mi amor y mi alma.

[1] Mc 14, 42

[2] ]n 18,4

[3] Ibid. 12

[4] Is 53, 7

[5] Mc 14, 50

(Texto de San Alfonso María de Ligorio sobre la Pasión del Señor)

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