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De la flagelación de Jesucristo (S. Alfonso María de Ligorio)

 

CAPÍTULO IX

Tomó entonces Pilato a Jesús y mandó azotarle[1]. Viendo Pilato que sin resultado alguno favorable había apelado a los medios de enviar Jesús a Herodes y de posponerlo a Barrabás, para librar a su inocente víctima de la ira de los judíos, que querían sacrificarla a su venganza, inventó otro nuevo recurso: imponerle un castigo y darle después por libre. Con este fin llama a los judíos y les dice: Me habéis presentado este hombre como el alborotador del pueblo, y habiéndole yo interrogado en presencia vuestra, ningún delito he hallado en él de los que le acusáis; ni tampoco Herodes…; sin embargo, para complaceros, después de castigado, lo dejaré libre[2]. ¿Puede darse, Dios mío, mayor injusticia? ¡Declararlo inocente y mandarlo después azotar! Verdad es, Jesús mío, que Vos sois inocente, pero no lo soy yo: y ya que os determináis a satisfacer por mí a la Justicia divina, justo es que sufráis el castigo.

Pero dime, Pilato, ¿qué castigos vas a imponer a este inocente?, ¿lo condenarás a ser azotado? Pero… ¿condenar a un inocente a castigo tan cruel y afrentoso? Sin embargo, Pilato, dice San Juan, tomó a Jesús y mandó azotarle.

Mira, alma mía, cómo los verdugos, después de tan injusta sentencia, toman al mansísimo Cordero sin ninguna consideración y miramiento y, en medio de una gritería y algazara salvaje, lo arrastran al pretorio y lo atan a la columna. Y Jesús, ¿qué hace? Humilde y resignado acepta, para expiar nuestros pecados, aquel suplicio tan doloroso y deshonroso. Mira cómo los verdugos se arman de látigos y, a una señal convenida, alzan los brazos y comienzan a descargar terribles golpes sobre aquel sacrosanto cuerpo.

Verdugos crueles, deteneos, porque andáis equivocados; no es éste el culpable; soy yo quien merece tan fieros azotes.

Aquel cuerpo virginal, primero se tornó lívido y después comenzó a manar sangre por todas partes. Y los implacables verdugos, después de haber desgarrado sin piedad todas las carnes, prosiguen descargando golpes sobre golpes, cumpliéndose lo que dijo el Profeta: Y aumentaron más y más el dolor de mis llagas[3].

Jesús Flagelado (Luis Salvador Carmona)

Alma mía, ¿serás tú también de los que miran a un Dios azotado con ojos enjutos? Párate a considerar el dolor de Jesús, pero considera mejor el grande amor con que padece por ti tan crueles tormentos; pues en medio de ellos, el Salvador ciertamente que en ti pensaba. Aunque el Señor no hubiera sufrido por tu amor más que un solo golpe, debiera tu corazón vivir perpetuamente inflamado en su amor al pensar que Dios se ha dignado ser por ti herido y llagado; pero no uno, sino muchos millares de golpes, recibió en su cuerpo hasta quedar despedazado para expiar tus pecados, como predijo Isaías: Fue llagado por causa de nuestras iniquidades[4]. El más hermoso de todos los hombres, prosigue diciendo el Profeta, no es de aspecto bello, no es esplendoroso. Lo hemos visto y nada hay en él que atraiga nuestras miradas. Y de tal suerte quedó desfigurado por los azotes, que su rostro parecía como cubierto de vergüenza y afrentado, por lo que no hicimos ningún caso de él. Y quedó reducido a tan mísero estado, que el cuerpo bendito de Jesús aparecía como cuerpo de leproso cubierto de llagas desde los pies a la cabeza. Le reputamos entonces como un leproso, dice Isaías, y como un hombre herido de la mano de Dios y humillado. Y la causa de tantos estragos fue que nuestro adorable Redentor quiso padecer los trabajos que debíamos sufrir nosotros. Por causa de nuestras iniquidades, acaba diciendo el Profeta, fue Él llagado, y despedazado por nuestras maldades[5].

Sea por siempre bendita vuestra piedad, Jesús mío, que habéis querido sufrir tan atroces suplicios para librarme de los tormentos eternos. ¡Desventurado mil veces el que no os ama, oh Dios de amor!

¿Qué hace nuestro amable Salvador mientras los verdugos lo azotan tan cruelmente? No despliega los labios, no se lamenta, no suspira, sino que con indecible paciencia ofrece sus tormentos al Eterno Padre para que se aplaque su justo enojo y no lo descargue contra nosotros. Como cordero, dice Isaías, que está sin balar en manos del que le trasquila, así él no abrió su boca[6].

¡Oh Jesús mío!, a un cordero inocente se contentan con cortarle la lana, sin herirle ni lastimarle; pero los bárbaros verdugos os arrancaron hasta la piel y las carnes. Éste era el bautismo de sangre, por el cual tantas veces suspirasteis durante vuestra vida, cuando decíais: Con un bautismo de sangre tengo que ser bautizado. ¡Oh, y cómo traigo en prensa mi corazón mientras no lo vea cumplido![7] Corre, alma mía, a lavarte en aquella sangre preciosa, de la cual está empapada esa tierra afortunada.

Amadísimo Salvador mío, ¿cómo puedo dudar que me amáis al veros tan llagado y afrentado por mi amor? Ya entiendo que cada una de vuestras llagas es una prueba clara y manifiesta del amor que me profesais. Oigo que todas vuestras llagas son a manera de bocas que piden amor. Una sola gota de vuestra sangre bastaría para salvarme, y Vos habéis querido derramarla toda sin reservaros nada, para que yo me diese a Vos sin reserva. Del todo me entrego a Vos. Jesús mío, recibidme y ayudadme a seros fiel.

[1] Jn 9, 1.

[2] Lc 23, 14 y 15

[3] Sal 68, 27.

[4] Is 53, 5

[5] Is 53, 2-4.

[6] Hch 8, 32.

[7] Lc 12, 50.

(Texto de San Alfonso María de Ligorio sobre la Pasión del Señor)

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