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¡Cristo resucitó! ¡Y hemos resucitado con Él!

 

Es la fiesta de las fiestas, la más grande: La Pascua. Por eso, la Vigilia Pascual es considerada la “madre de todas las vigilias”, ya que rompe las tinieblas de la noche para anunciar “el Sol que nace de lo alto” (Benedictus, Lc 1, 78). La noche oscura se transforma en la aurora resplandeciente de la resurrección de Cristo. ¿Cómo no pensar en el Cirio Pascual que representa a Cristo, que encendemos al empezar la vigilia y con lo cual entramos solemnemente en Pascua? Es el símbolo de Jesús resucitado.

Este anuncio trae la certeza de que el bien vence al mal, que la luz vence a las tinieblas, que la esperanza vence la desesperación, que la alegría es más fuerte que la tristeza.

El fruto de la Cruz, queridos hermanos, es la resurrección de Cristo. Es una resurrección transformadora, porque, con ella, nace una nueva Humanidad. Es la transformación más radical que puede darse: de la muerte se pasa la vida. De donde nadie había regresado, vuelve Cristo victorioso. Con razón pregunta san Pablo: ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?” (1 Co 15, 55).

El abad cisterciense Guerricd’Igny (hacia 1080) resumió de la siguiente manera la razón de la alegría pascual: “Si Jesús vive, esto me basta. Si Él vive, yo vivo en Él, mi vida depende de Él. Él es mi vida, Él es mi todo. ¿Qué me puede faltar si Jesús vive? Mejor aún: que todo lo demás me falte —no me importa—, si sé que Jesús vive”. Jesucristo vive y esa alegría nadie nos la puede arrebatar. Pero para experimentar la alegría de Cristo resucitado, tenemos que dejarnos transformar por Él mismo, como sucedió con los discípulos.¿Y cómo se encontraban tras la muerte de su Maestro?

El miedo se había apoderado de ellos, estaban en casa con las puertas y ventanas cerradas, asustados, con dudas. No fue suficiente el anuncio de las valientes mujeres acerca del sepulcro vacío, y aunque Pedro y Juan lo vieron (sabemos que Juan creyó), el desánimo provocado por el arresto y muerte de Cristo les seguía invadiendo. Los tres años de vivencias con Jesús, sus milagros, sus palabras, su amistad, el haber sido elegidos por Jesús, los avisos y promesas que había realizado, no mermaron su angustia. Tenían el corazón cerrado y lleno de miedo. El Maestro no estaba. Para ellos no era Domingo de Resurrección.

A veces nosotros, en nuestras vidas, caemos en la tentación de darlo todo por perdido, de no luchar más, de dudar de las promesas incluso de Aquél que nunca falla. Un mar de desánimo se nos presenta en el horizonte y nuestras fuerzas flaquean. “No vale la pena luchar más”, parece susurrarnos alguien al oído… Y es cuando Jesús irrumpe. Nos sale al encuentro en el camino, en el último momento, como hizo con los discípulos de Emaús. Y todo cambia.

En otro momento, sin necesidad de abrir puertas o ventanas, Jesús aparece en medio de sus discípulos para disipar sus dudas, y les saluda: “La paz esté con vosotros” (Jn 20,19). La paz que solo Él puede dar. Ellos cambian, el miedo desaparece y se hace presente la alegría. “La paz esté con vosotros” pasa a ser el saludo pascual. Y para que vean lo real que es su presencia, les enseña las llagas y el costado en su cuerpo glorificado.

Éste es otro aspecto importante de la Pascua: la Pasión y la Cruz no se olvidan después de la Resurrección. Fue en el madero santo donde fuimos curados de nuestros pecados. La Cruz, el Calvario no se borran ni se pierden de vista durante el tiempo pascual. Porque la cruz nunca deja de estar presente en nuestras vidas. El sufrimiento seguirá existiendo hasta el encuentro definitivo con el Señor; entonces, el Sol nunca más se ocultará: “No se pondrá jamás tu sol, ni tu luna menguará, pues Yahveh será para ti luz eterna” (Is 60, 20). Aun en este mundo, no debemos caer en el desaliento, sino todo lo contrario, pues a partir de la resurrección de Cristo el sufrimiento de cualquier hombre estará iluminado por la cruz gloriosa de la Pascua. El sufrimiento unido a la Cruz de Cristo pasa a ser redentor.

Ahora, los discípulos están felices, arrebatados de alegría por ver al Señor. Comprueban con sus propios ojos que lo anunciado por las mujeres que fueron al sepulcro es verdad, lo mismo que vieron Simón Pedro y Juan… La fe les devuelve la visión sobrenatural que habían perdido.

Es momento de celebración y de gozo, pero no basta con celebrar la resurrección de Cristo; hay que tomar parte de ella como testigos con nuestras vidas. Por eso el Señor envía a los discípulos para que ellos, a su vez, comuniquen esta paz y esta alegría a todo el mundo. Así, hemos de considerar si de veras Cristo ha resucitado para nosotros; en ese caso, nuestra vida tiene que transformarse. Tenemos que llevar el “Aleluya” en nuestros corazones y proclamarlo con el testimonio de nuestras vidas. No hay otro modo de anunciar a Cristo resucitado. Si mañana Jesús nos preguntara: “¿Qué habéis hecho de vuestro gozo?”, ¿qué contestaríamos?

Los discípulos, después de recibir el Espíritu Santo, sienten renacer en ellos el entusiasmo de anunciar a los demás la Buena Nueva de la Resurrección. Y lo anuncian hasta llegar incluso al martirio. Y nosotros: ¿cómo lo anunciamos? ¿Somos testigos de Cristo? ¿Llevamos la alegría de la Resurrección estampada en nuestros rostros? ¿Desistimos al primer obstáculo, o seguimos hacia delante sabiendo que tenemos un encargo del Resucitado?

Queridos hermanos: imitando a los apóstoles, demos el paso de la incredulidad a la fe. Que la palabra “pascua”, que significa “paso”, se haga vida en nuestras almas, y que el Señor Resucitado pueda entrar en nuestros corazones, aunque se encuentren cerrados como las puertas de los apóstoles el día de Pascua.

La figura de la Virgen María es también muy importante en estos misterios gloriosos de la vida de Cristo. A pesar de que no hay referencias en los Evangelios, el sentir del pueblo cristiano es que a quien primero se apareció el Señor con el cuerpo glorioso fue a su Madre, María Santísima. Así lo refiere, por ejemplo, san Ignacio de Loyola. La piedad popular lo manifiesta igualmente en innumerables pueblos de España en la Semana Santa con las procesiones del encuentro (el Domingo de Resurrección) entre Jesús Resucitado y su Madre. Nuestra imaginación es limitada para describir la alegría, el éxtasis, el consuelo, el amor de tal encuentro.

Pidamos a la Virgen, nuestra Madre, que nos obtenga una gran fe en Jesucristo resucitado, que nos ayude a experimentar el gozo pascual, que nos lleve hasta Él, para que seamos los primeros testigos de la Resurrección.

 

Fernando I. Da Silva

 

(Revista Prado Nuevo nº 4) 

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