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«Mi Corazón víctima se cansa de la ingratitud de mis amados hijos»

 

Mensaje del 13 de noviembre de 1981 (I)

 

Se presentan varios fragmentos de este mensaje para su comentario.

«Sí, hija mía, aquí está tu Padre celestial, como te dije el primer día de mi aparición. Soy tu Padre celestial; ya lo sé que sufres mucho, hija mía; fíjate si no voy a saber yo qué tormentos tan horribles son ésos, y todo sufrirlo por la Humanidad tan desagradecida. Ya lo sé que no se merecen nada de esto, hija mía, pero hay que salvarlos, hay que salvarlos a costa de lo que sea, hija mía. Óyeme, mi Corazón víctima se cansa de la ingratitud de mis amados hijos; no te hablo de la maldad de los impíos, sino de la malicia de los cristianos» (El Señor).

En estas líneas, el Señor empieza un discurso sublime y bello, donde destaca su amor infinito a las almas y, en cambio, el rechazo de muchas de ellas. Aparece el misterio del dolor, que sólo adquiere sentido desde la fe.

El sufrimiento en el mundo es inevitable; es una realidad que está presente en nuestras vidas y una experiencia por la que ha de pasar, con mayor o menor intensidad, todo ser humano. En este sentido, son víctimas del dolor físico o moral los que sufren a causa de la violencia, los que padecen enfermedades, los niños destruidos en el vientre materno, los oprimidos, los despreciados… Todos son, de algún modo, partícipes de la Cruz de Cristo; de entre ellos, los hay que, desesperados bajo el yugo del dolor, se rebelan; otros se resignan simplemente. Otros aceptan ese peso inexorable al consolarse con las palabras del Evangelio: «Mi yugo es suave y mi carga ligera» (Mt 11, 30). Si nos fijamos en el caso de Luz Amparo, podemos decir que ella pertenece a las denominadas almas víctimas, que comparten esa condición con la Víctima Inocente, Jesucristo, reparando con su inmolación y sufrimientos los pecados de la Humanidad.

Todos, en cualquier caso, estamos asociados a la Pascua de Jesús, a su Pasión, Muerte y Resurrección; mediante el bautismo, nos hemos incorporado a la misión sufriente y al destino glorioso de la Cabeza del Cuerpo Místico: Cristo. Cargar con nuestra cruz de cada día, desempeñar nuestras obligaciones con responsabilidad, acudir solícitos a la necesidad del hermano, etc. son modos de participar del Sacrificio del Redentor y ofrecer nuestra vida junto a la del Cordero Inmaculado.

Son especialmente conmovedoras las palabras del mensaje en las que el Señor se queja no tanto «de la maldad de los impíos, sino de la malicia de los cristianos». Sabemos que le hieren, sobre todo, los desprecios de las almas consagradas. El Salmo 41 (40) lo expresa así: «Hasta mi amigo íntimo en quien yo confiaba, el que mi pan comía, levanta contra mí su calcañar» (v. 10); Jesús aplicó estas tristes palabras a Judas, en quien se cumplieron hasta el extremo: «Yo conozco a los que he elegido; pero tiene que cumplirse la Escritura: el que come mi pan ha alzado contra mí su talón» (Jn 13, 18).

Las siguientes líneas del mensaje están impregnadas, a la vez, de dolor y dulzura, y hablan por sí solas:

«He empleado toda mi sabiduría, hija mía, en proporcionar todos los medios de adquirir el gozo de mi Reino eterno, toda mi ternura en atraerlos, mi bondad y mi misericordia, mis riquezas, mi magnificencia y mi amor; pero no quieren nada, son ingratos. He hecho por todos lo que hubiera hecho por mis propios hijos; no se merecen nada. Todo lo que he hecho por ellos, por todos en general, lo he hecho (…). Por todos ascendí a los Cielos, volviendo al seno del Padre, y por todos hice el milagro de la consagración de la Eucaristía, para permanecer aquí con ellos. Para todos estoy, no sólo para unos, encerrado en ese sacramento día y noche, triste, sufriendo. Por todos instituí mi sacerdocio privilegiado y para todos la Iglesia santa con sus auxilios (…). No me quejo del enemigo, ni de sus secuaces, porque todos ellos son malditos; me quejo de los que, siendo míos, han secundado la acción del mal».

Y a pesar de todo, a pesar de estas quejas por nuestros pecados y olvidos, el Corazón herido del Salvador declara una vez más su amor a las almas, les indica el camino y advierte de los peligros:

«Hija mía, diles que todavía están a tiempo, que vengan a mí todos, como les dije en una ocasión: “Venid a mí todos los que estéis cargados, que yo os ayudaré a descargaros”. Venid arrepentidos y contritos, haciendo esfuerzos para superar las tendencias malignas de vuestras pasiones y de las seducciones que el mundo, el demonio y la carne os presentan, como lo hizo un día en el Paraíso de los primeros padres naturales».

Con bellas palabras, se propone como modelo y ejemplo a imitar:

«Busqué desde el primer momento hasta el último de esta vida el sacrificio, la pobreza, la humildad, la incomodidad en todo. Por eso nací una noche de invierno, en medio de los hielos y sobre pajas de un pesebre de animales, para ofrecer a mi Padre el sacrificio reparador y propiciatorio de pagar a la Justicia divina por vuestros pecados, hijos míos».

Revela más abajo a Luz Amparo, mediante imágenes y palabras, algunas verdades eternas. Por una parte, habla claramente de la terrible realidad de la condenación eterna:

«Mira las cavernas cómo están llenas de malditos, de pecadores, de injustos, cómo se rebozan en el fuego; son espíritus malignos, hija mía. Piensa que el Infierno está lleno de pecadores y que es para toda una eternidad. Hay quien piensa que ¿cómo Dios siendo misericordioso les va a mandar ese castigo? Sí, hija mía, es misericordioso mi Padre Eterno, pero es justo y a cada uno le da lo que se merece».

Una chica se dirigió al papa Francisco en un encuentro con jóvenes: «Dios perdona a todos, ¿por qué existe el Infierno?», le cuestionó. A lo que respondió el Papa: «Al Infierno no te envían: vas tú, porque eliges estar allí. El Infierno es alejarse de Dios, porque yo no quiero el amor de Dios. Éste es el Infierno. El diablo está en el Infierno porque él lo ha querido» (Visita a Tor Bella Monaca, Roma [8-3-15]).

El mensaje, seguidamente, alienta a la esperanza y el Señor ofrece a Luz Amparo una consoladora visión de algunas moradas celestiales:

«Mira, hija mía, vas a ver una parte del Cielo para que no te horrorices, no te quede ese sabor tan malo: ¡mira qué felicidad, mira qué dulzura, mira qué paz, mira qué alegría; aquí no hay envidias, no hay sufrimiento, todo es amor! Donde yo estoy no puede haber nunca sufrimiento».

Se entiende esta última frase como referencia al Cielo, pues en la vida temporal no faltan penali­dades a los verdaderos discípulos de Jesucristo (cf. Mc 10, 30; Jn 16, 33; 2 Tm 3, 12).

 

(Revista Prado Nuevo nº 17. Comentario a los mensajes) 

 

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