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XII Domingo del Tiempo Ordinario (A)

 

EVANGELIO

No tengáis miedo a los que matan el cuerpo (cf. Mt 10, 26-33)

Lectura del santo Evangelio según san Mateo.

EN aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:

«No tengáis miedo a los hombres, porque nada hay encubierto, que no llegue a descubrirse; ni nada hay escondido, que no llegue a saberse.

Lo que os digo en la oscuridad, decidlo a la luz, y lo que os digo al oído, pregonadlo desde la azotea.

No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. No; temed al que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la “gehenna”. ¿No se venden un par de gorriones por un céntimo? Y, sin embargo, ni uno solo cae al suelo sin que lo disponga vuestro Padre. Pues vosotros hasta los cabellos de la cabeza tenéis contados. Por eso, no tengáis miedo: valéis más vosotros que muchos gorriones.

A quien se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos. Y si uno me niega ante los hombres, yo también lo negaré ante mi Padre que está en los cielos».

Palabra del Señor.

 

LECTURA ESPIRITUAL Y HOMILÍA

Meditación del Domingo XII del T. O. (ciclo A)

Jeremías lamentando la destrucción de Jerusalén (Rembrandt)

Ningún profeta tal vez ha sufrido tanto como Jeremías. De carácter tímido y manso, inclinado a la vida tranquila, tembló de miedo frente a la misión de llevar la Palabra de Dios a un pueblo obstinado y rebelde. Su ánimo sensibilísimo estaba exacerbado por el permanente enfrentamiento y las continuas luchas y persecuciones que tenía que sufrir de parte de su pueblo, mientras procuraba salvarlo a toda costa. Sin embargo, la fuerza de la divina llamada prevaleció, y Jeremías tuvo el coraje de afrontar una vida de riesgos y combates interminables. La fe y la confianza en Dios lo sostenían: «El Señor está conmigo cual campeón poderoso… Oh Señor…, a Ti he encomendado mi causa» (Jr 20, 11-12). Las vicisitudes de este profeta, tan humano en la manifestación de sus sufrimientos íntimos, pueden servir de aliento para tantos apóstoles expuestos también hoy a duras luchas. Pero ellos, más felices que Jeremías, tienen para su consuelo el ejemplo y las enseñanzas de Jesús, de quien Jeremías es figura.

Al confiar a los Doce la misión de predicar la Buena Noticia, Jesús les previno de los riesgos que encontrarían: «Os entregarán a sus tribunales y os azotarán en sus sinagogas, y por mí os llevarán ante gobernadores y reyes» (Mt 10, 17-18). Todo esto es duro, pero no debe causar maravilla, pues el discípulo no puede tener una suerte mejor que la de su maestro. «Si a mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros» (Jn 15, 20). Cuando los apóstoles vean a Jesús arrastrado a los tribunales, abofeteado, coronado de espinas, condenado a muerte y crucificado, comprenderán el alcance de sus palabras y más tarde, iluminados por el Espíritu Santo, comprenderán que si es forzoso compartir la suerte del Maestro, es también un honor.

Por otra parte, ¿qué se puede temer de los hombres? Ellos podrán mofarse, perseguir, privar de los bienes terrenos, poner en prisión y hasta dar muerte; pero no es ése el mal peor. Dice Jesús en efecto: «No temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; temed más bien a aquél que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la gehenna» (Mt 10, 28). En ciertos casos, el creyente puede encontrarse frente a una alternativa extrema: o renegar de la fe por miedo a los hombres, y perder el alma; o para no apartarse de Cristo afrontar daños graves o la misma muerte, y asegurarse así la vida eterna. El martirio, acto supremo de amor a Dios, es un deber para todo cristiano cuando el huirlo signifique renegar de la fe.

Para que sus discípulos no se sientan abandonados en sus luchas y persecuciones, Jesús les alienta hablándoles de la Providencia del Padre celestial que está presente en las circunstancias más insignificantes de la vida de su criatura. Si no se descuida Él ni siquiera de un pájaro, ¿podrá olvidarse de sus hijos expuestos a peligros por su amor? «No temáis, pues, vosotros valéis más que muchos pajarillos» (Mt 10, 31). Y como el Padre celestial se interesa por ellos, así Cristo un día saldrá también de testigo en su favor delante del Padre como para recompensar su testimonio delante de los hombres. «Por todo aquél que se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él delante de mi Padre que está en los cielos» (Mt 10, 32) (…).

Oh Señor, tú manifiestas de continuo en nuestra debilidad que eres fuerte; has concedido a tu Iglesia crecer en medio de las vicisitudes; cuando aparece oprimida, se levanta más vigorosa, porque las pruebas son experiencias de la fe: Y después de que haya perseverado con fidelidad en la vida presente, da, Señor, a tu Iglesia la gloria. (Oraciones de los primitivos cristianos, 319).

(P. Gabriel de Sta. M. Magdalena, O.C.D., Intimidad divina [pp. 896-898]).

 
 

XII Domingo del Tiempo Ordinario (A)
P. Raniero Cantalamessa, ofmcap

En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: «No tengáis miedo de los hombres, pues no hay nada encubierto que no haya de ser descubierto, ni oculto que no haya de saberse. Lo que yo os digo en la oscuridad, decidlo vosotros a la luz; y lo que oís al oído, proclamadlo desde los terrados. Y no temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; temed más bien a aquel que puede llevar a la perdición del alma y cuerpo en la gehenna. ¿No se venden dos pajarillos por un as? Pues bien, ni uno de ellos caerá en tierra sin el consentimiento de vuestro Padre».

¡No tengáis miedo!

¡Este domingo el tema dominante del Evangelio es que Cristo nos libera del miedo! Como las enfermedades, los miedos pueden ser agudos o crónicos. Los miedos agudos son determinados por una situación de peligro extraordinario. Si estoy a punto de ser atropellado por un coche, o empiezo a notar que la tierra se mueve bajo mis pies por un terremoto, se trata de temores agudos. Como surgen de improviso y sin preaviso, así desaparecen con el cese del peligro, dejando si acaso sólo un mal recuerdo. No dependen de nosotros y son naturales. Más peligrosos son los miedos crónicos, los que viven con nosotros, que llevamos desde el nacimiento o de la infancia, que se convierten en parte de nuestro ser y a los cuales acabamos a veces hasta encariñándonos.

El miedo no es un mal en sí mismo. Frecuentemente es la ocasión para revelar un valor y una fuerza insospechados. Sólo quien conoce el temor sabe qué es el valor. Se transforma verdaderamente en un mal que consume y no deja vivir cuando, en vez de estímulo para reaccionar y resorte para la acción, pasa a ser excusa para la inacción, algo que paraliza. Cuando se transforma en ansia: Jesús dio un nombre a las ansias más comunes del hombre: «¿Qué vamos a comer?, ¿qué vamos a beber?, ¿con qué vamos a vestirnos?» (Mt 6,31). El ansia se ha convertido en la enfermedad del siglo y es una de las causas principales de la multiplicación de los infartos.

Vivimos en el ansia, ¡y así es como no vivimos! La ansiedad es el miedo irracional de un objeto desconocido. Temer siempre, de todo, esperarse sistemáticamente lo peor y vivir siempre en una palpitación. Si el peligro no existe, el ansia lo inventa; si existe lo agiganta. La persona ansiosa sufre siempre los males dos veces: primero en la previsión y después en la realidad. Lo que Jesús en el Evangelio condena no es tanto el simple temor o la justa solicitud por el mañana, sino precisamente este ansia y esta inquietud. «No os preocupéis», dice, «del mañana. Cada día tiene bastante con su propio mal».

Pero dejemos de describir nuestros miedos de distinto tipo e intentemos en cambio ver cuál es el remedio que el Evangelio nos ofrece para vencer nuestros temores. El remedio se resume en una palabra: confianza en Dios, creer en la providencia y en el amor del Padre celeste. La verdadera raíz de todos los temores es el de encontrarse solo. Ese continuo miedo del niño a ser abandonado.

Y Jesús nos asegura justamente esto: que no seremos abandonados. «Si mi madre y mi padre me abandonan, el Señor me acogerá», dice un Salmo (27,10). Aunque todos nos abandonaran, Él no. Su amor es más fuerte que todo.

No podemos sin embargo dejar el tema del miedo en este punto. Resultaría poco próximo a la realidad. Jesús quiere liberarnos de los temores y nos libera siempre. Pero Él no tiene un solo modo para hacerlo; tiene dos: o nos quita el miedo del corazón o nos ayuda a vivirlo de manera nueva, más libremente, haciendo de ello una ocasión de gracia para nosotros y para los demás. Él mismo quiso hacer esa experiencia. En el Huerto de los Olivos está escrito que «comenzó a experimentar tristeza y angustia». El texto original sugiere hasta la idea de un terror solitario, como de quien se siente aislado del consorcio humano, en una soledad inmensa. Y la quiso experimentar precisamente para redimir también este aspecto de la condición humana. Desde aquel día, vivido en unión con Él, el miedo, especialmente el de la muerte, tiene el poder de levantarnos en vez de deprimirnos, de hacernos más atentos a los demás, más comprensivos; en una palabra, más humanos. [Original italiano publicado por «Famiglia Cristiana». Traducción realizada por Zenit] (cf. homiletica.org).

NOTA: Las palabras en negrita han sido resaltadas por la web de Prado Nuevo.

 

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