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XXI Domingo del Tiempo Ordinario (A)

 

EVANGELIO

Tú eres Pedro, y te daré las llaves del reino de los cielos (cf. Mt 16, 13-20)

Lectura del santo Evangelio según san Mateo.

EN aquel tiempo, al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos:

«¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?».

Ellos contestaron:

«Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas».

Él les preguntó:

«Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?».

Simón Pedro tomó la palabra y dijo:

«Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo».

Jesús le respondió:

«¡Bienaventurado tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos.

Ahora yo te digo: tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del Infierno no la derrotará.

Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la Tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la Tierra quedará desatado en los cielos».

Y les mandó a los discípulos que no dijesen a nadie que Él era el Mesías.

Palabra del Señor.

 

LECTURA ESPIRITUAL Y HOMILÍA

El Papa, fundamento perpetuo de la unidad

1. El Evangelio de la Misa[1] presenta a Jesús con sus discípulos en Cesarea de Filipo. Habían llegado a aquella región después de dejar Betsaida y de emprender el camino del Norte por la ribera oriental del lago[2]. Mientras caminan, Jesús pregunta a los Apóstoles: ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre? Y después que ellos le dijeran las diversas opiniones de las gentes, Jesús les interpela directamente: Pero vosotros, ¿quién decís que soy yo? «Todos nosotros —comenta el papa Juan Pablo II— conocemos ese momento en el que no basta hablar de Jesús repitiendo lo que otros han dicho…, no basta recoger una opinión, sino que es preciso dar testimonio, sentirse comprometido por el testimonio y después llegar hasta los extremos de las exigencias de ese compromiso. Los mejores amigos, seguidores, apóstoles de Cristo fueron siempre los que percibieron un día dentro de sí la pregunta definitiva, que no tiene vuelta de hoja, ante la cual todas las demás resultan secundarias y derivadas: “Para ti, ¿quién soy yo?”»[3]. La vida y todo el futuro «depende de esa respuesta nítida y sincera, sin retórica ni subterfugios, que pueda darse a esa pregunta»[4].

La interpelación dirigida a todos aquellos que le siguen, encuentra un especial eco en el corazón de Pedro, quien, movido por una singular gracia, contesta: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. Jesús le llama bienaventurado por la respuesta llena de verdad, en la que confiesa abiertamente la divinidad de Aquel en cuya compañía llevan ya meses. Éste es el momento escogido por Cristo para comunicar a Pedro que sobre él recaerá el Primado de toda su Iglesia (…). Será la roca, el fundamento firme sobre el que Cristo construirá su Iglesia, de tal manera que ningún poder podrá derribarla. Y el mismo Señor ha querido que diariamente se sienta apoyado y protegido por la veneración, el amor y la oración de todos los cristianos. ¿Cómo es nuestra oración diaria por su persona y por sus intenciones? (…).

2. Te daré las llaves del Reino de los Cielos; y todo lo que atares sobre la tierra quedará atado en los Cielos…

Las llaves indican poder: Colgaré de un hombro las llaves del palacio de David, se lee en la Primera lectura[5] a propósito de Eliacín, mayordomo del palacio real. El poder prometido a Pedro, y que le será conferido después de la resurrección[6], es inmensamente superior. No se le dan las llaves de un reino terreno, sino del Reino de los Cielos, del Reino que no es de este mundo pero se incoa aquí y durará eternamente (…).

Desde el primer día en que conoció a Jesús se llamará para siempre Petrus, piedra. Y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia[7]. Con este cambio de nombre quiso indicar el Señor la nueva misión que le será encomendada: la de ser el cimiento firme del nuevo edificio, la Iglesia (…).

Desde los comienzos de la Iglesia, los cristianos han venerado al Papa. El Príncipe de los Apóstoles es nombrado siempre en primer lugar[8] y hace frecuente uso de una especial autoridad ante los demás: propone la elección de un nuevo Apóstol que ocupe el lugar de Judas[9], toma la palabra en Pentecostés y convierte a los primeros cristianos[10], responde ante el Sanedrín en nombre de todos[11], castiga con plena autoridad a Ananías y Safira[12], admite en la Iglesia a Cornelio, el primer gentil[13], preside el Concilio de Jerusalén y rechaza las pretensiones de algunos cristianos provenientes del judaísmo acerca de la necesidad de la circuncisión, afirmando que la salvación sólo se obtiene en Jesucristo[14].

Estos poderes espirituales tan grandes son dados a Pedro para bien de la Iglesia, y, como ésta ha de durar hasta el fin de los tiempos, esos poderes se trasmitirán a quienes sucedan a Pedro a lo largo de la historia. El Magisterio de la Iglesia siempre ha subrayado esta verdad (…). El Romano Pontífice es el sucesor de Pedro; unidos a él estamos unidos a Cristo. Es su Vicario aquí en la Tierra, el que hace sus veces.

Nuestro amor al Papa no es sólo un afecto humano, fundamentado en su santidad, en simpatía, etc. Cuando acudimos a ver al Papa, a escuchar su palabra, lo hacemos por ver, tocar y oír a Pedro, al Vicario de Cristo; es el «dulce Cristo en la Tierra», en expresión de Santa Catalina de Siena, sea quien sea (…).

 

Los últimos doce papas de la Iglesia

3. Una antigua fórmula resume en muy pocas palabras el contenido de la doctrina acerca del Romano Pontífice: ubi Petrus, ibi Ecclesia, ibi Deus[15]. Donde está Pedro, allí está la Iglesia, y allí también encontramos a Dios. «El Romano Pontífice —enseña el Concilio Vaticano II—, como sucesor de Pedro, es el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad, tanto de los obispos como de la multitud de los fieles»[16].

Nosotros queremos estar con Pedro, porque con él está la Iglesia, con él está Cristo; y sin él no encontraremos a Dios. Y porque amamos a Cristo, amamos al Papa: con la misma caridad. Y como estamos pendientes de Jesús, de sus deseos, de sus gestos, de su vida toda, así nos sentimos unidos al Romano Pontífice hasta en los menores detalles: le amamos sobre todo por Aquel a quien representa y de quien es instrumento (…).

En los Hechos de los Apóstoles se pone de manifiesto el amor y la devoción que los primeros cristianos sentían hacia Pedro: sacaban los enfermos a las plazas y los ponían en lechos y camillas para que, al pasar Pedro, al menos su sombra alcanzase a alguno de ellos[17]. Se contentaban con que les llegara la sombra de Pedro. ¡Sabían bien que muy cerca de él estaba Cristo! Recibimos con su palabra una claridad meridiana en medio de las doctrinas confusas que proclaman —hoy, como en el pasado— tantos falsos profetas y tantos falsos doctores. Tengamos hambre de conocer las enseñanzas del Papa y de darlas a conocer en nuestro ambiente. Ahí está la luz que ilumina las conciencias; hagamos el propósito de recibir su palabra con docilidad y obediencia interna, con amor[18] (cf. Fdez Carvajal, Fco., Hablar con Dios [Vigésimo primer domingo T. O. (A)]).

 

Papa Francisco

Ángelus

Domingo, 24 de agosto de 2014

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio de este domingo (Mt 16, 13-20) es el célebre pasaje, centrado en el relato de Mateo, en el cual Simón, en nombre de los Doce, profesa su fe en Jesús como «el Cristo, el Hijo del Dios vivo»; y Jesús llamó «bienaventurado» a Simón por su fe, reconociendo en ella un don especial del Padre, y le dijo: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia».

Detengámonos un momento precisamente en este punto, en el hecho de que Jesús asigna a Simón este nuevo nombre: «Pedro», que en la lengua de Jesús suena «Kefa», una palabra que significa «roca». En la Biblia este término, «roca», se refiere a Dios. Jesús lo asigna a Simón no por sus cualidades o sus méritos humanos, sino por su fe genuina y firme, que le es dada de lo alto.

Jesús siente en su corazón una gran alegría, porque reconoce en Simón la mano del Padre, la acción del Espíritu Santo. Reconoce que Dios Padre dio a Simón una fe «fiable», sobre la cual Él, Jesús, podrá construir su Iglesia, es decir, su comunidad, con todos nosotros. Jesús tiene el propósito de dar vida a «su» Iglesia, un pueblo fundado ya no en la descendencia, sino en la fe, lo que quiere decir en la relación con Él mismo, una relación de amor y de confianza. Nuestra relación con Jesús construye la Iglesia. Y, por lo tanto, para iniciar su Iglesia Jesús necesita encontrar en los discípulos una fe sólida, una fe «fiable». Es esto lo que Él debe verificar en este punto del camino.

El Señor tiene en la mente la imagen de construir, la imagen de la comunidad como un edificio. He aquí por qué, cuando escucha la profesión de fe franca de Simón, lo llama «roca», y manifiesta la intención de construir su Iglesia sobre esta fe.

Hermanos y hermanas, esto que sucedió de modo único en san Pedro, sucede también en cada cristiano que madura una fe sincera en Jesús el Cristo, el Hijo del Dios vivo. El Evangelio de hoy interpela también a cada uno de nosotros. ¿Cómo va tu fe? Que cada uno responda en su corazón. ¿Cómo va tu fe? ¿Cómo encuentra el Señor nuestro corazón? ¿Un corazón firme como la piedra o un corazón arenoso, es decir, dudoso, desconfiado, incrédulo? Nos hará bien hoy pensar en esto. Si el Señor encuentra en nuestro corazón una fe no digo perfecta, pero sincera, genuina, entonces Él ve también en nosotros las piedras vivas con la cuales construir su comunidad. De esta comunidad, la piedra fundamental es Cristo, piedra angular y única. Por su parte, Pedro es piedra, en cuanto fundamento visible de la unidad de la Iglesia; pero cada bautizado está llamado a ofrecer a Jesús la propia fe, pobre pero sincera, para que Él pueda seguir construyendo su Iglesia, hoy, en todas las partes del mundo.

También hoy mucha gente piensa que Jesús es un gran profeta, un maestro de sabiduría, un modelo de justicia… Y también hoy Jesús pregunta a sus discípulos, es decir a todos nosotros: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». ¿Qué responderemos? Pensemos en ello. Pero sobre todo recemos a Dios Padre, por intercesión de la Virgen María; pidámosle que nos dé la gracia de responder, con corazón sincero: «Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo». Esta es una confesión de fe, este es precisamente «el credo». Repitámoslo juntos tres veces: «Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo» (cf. vatican.va).

NOTA: Las palabras en negrita han sido resaltadas por la web de Prado Nuevo.

[1] Cf. Mt 16, 13-20.

[2] Cf. Mc 8, 27; Lc 9, 18.

[3] Homilía de la Misa en Belo Horizonte, 1-VII-1980.

[4] Ibídem.

[5] Cf. Is 22, 19-23.

[6] Cf. Jn 21, 15-18.

[7] Jn 1, 42.

[8] Cf. Mt 10, 2 ss.

[9] Cf. Hch 1, 15-22.

[10] Cf. Hch 2, 14-36.

[11] Cf. Hch 4, 8 ss.

[12] Cf. Hch 5, 1 ss.

[13] Cf. Hch 10, 1 ss.

[14] Cf. Hch 15, 7-10.

[15] San Ambrosio, Comentario al Salmo XII, 40, 30.

[16] Lumen Gentium, 23.

[17] Cf. Hch 5, 15.

[18] Cf. Lumen Gentium, 25.

 

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