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VI DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO (B)

 

EVANGELIO

La lepra se le quitó, y quedó limpio (cf. Mc 1, 40-45)

Lectura del santo Evangelio según san Marcos.

EN aquel tiempo, se acercó a Jesús un leproso, suplicándole de rodillas:

«Si quieres, puedes limpiarme».

Compadecido, extendió la mano y lo tocó diciendo:

«Quiero: queda limpio».

La lepra se le quitó inmediatamente y quedó limpio. Él lo despidió, encargándole severamente:

«No se lo digas a nadie; pero para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés, para que les sirva de testimonio».

Pero cuando se fue, empezó a pregonar bien alto y a divulgar el hecho, de modo que Jesús ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo; se quedaba fuera, en lugares solitarios; y aun así acudían a Él de todas partes.

 

LECTURA ESPIRITUAL Y HOMILÍA

De la Palabra a la Vida

Ante la enfermedad de la lepra, la ley de Israel era clara: el impuro ha de alejarse del campamento gritando para que nadie se le acerque. A la enfermedad se sumaba así la exclusión social y la discriminación religiosa. Aún más…, la falta de esperanza. Una vez contraída una enfermedad que nadie iba a poder curar, poco puede esperarse de la vida. Para el resto, ya que no podían curarlos, todo lo que se podía esperar era que no se acercaran, que nadie se contagiara. Es una imagen tan propia de nuestro mundo, sin embargo unido irremediablemente por los avances técnicos y la globalización.

La situación era tan pobre que solamente Cristo se atreve a meterse en ella. La enfermedad que deshace al hombre es una imagen de lo que el pecado es para nosotros. El salmo responsorial lo deja bien claro: «Había pecado, lo reconocí». Ahora entendemos bien de lo que se trata la presencia de Cristo en nuestra vida, en nuestro mundo: Él ha querido ponerse en medio para ofrecer una salud que el hombre por sí solo no podía darse. La comunión que experimenta con el Padre es tan fuerte que puede ponerse en medio de nosotros y no contagiarse Él por el pecado, sino al contrario, contagiarnos a nosotros su santidad.

Solamente en una vida en la que la comunión con Dios es profunda y viva podemos situarnos seguros en medio del pecado para transformarlo en gracia. Cristo sabe de su santidad, que no encuentra obstáculos nada más que en un corazón terco, pero el caso del Evangelio no es así. Por eso su presencia es sanadora. Él no sólo quiere comunicar gracia, quiere hacerse presente para hacer fuerte al hermano. No le basta con curar, quiere santificar, para que otros puedan ponerse también en medio del pecado y transformarlo.

¿Quién se pone hoy a transformar el mal en bien? ¿De dónde nos salen las fuerzas para ello? De Cristo, en medio de la debilidad y de la muerte. En la celebración de la Iglesia, reconocemos que Cristo se hace presente en medio de nosotros. Desde el principio de la celebración escuchamos una y otra vez: «El Señor esté con vosotros». No hay duda de su presencia. No es una presencia sensible, no le vemos, no le sentimos. Sólo sabemos que está, para que no se nos olvide, se nos proclama su presencia. Viene a ofrecernos su salvación y su vida. A sacarnos de «este valle de lágrimas», para conducirnos de vuelta al campamento, al reino del Cielo, fortalecidos, rehabilitados. Viene para darnos lo que es suyo y para llevarnos a la que es su casa. Así manifiesta su inmenso poder sobre la muerte.

Solamente una Iglesia que se haga fuerte en la recepción de los sacramentos puede ponerse en medio del mundo para comunicarle salud, sin contagiarse del mal y del pecado. Solamente una Iglesia que experimenta la comunión con el Santo de Dios puede santificar donde otros condenan, olvidan, rechazan. ¿Aceptaremos la propuesta de Cristo? ¿Qué siente nuestro corazón ante este Evangelio? ¿Qué actitudes nos animan a trabajar? En la presencia de Cristo hay una fuerza especial, la que viene del Padre. Nos pide no quedarnos al margen, sino vivir como discípulos misioneros, salvados por Cristo, que, con humildad, ofrecen la gracia y la vida. Es así porque también nosotros hemos escuchado de sus labios: «Quiero, queda limpio». (Diego Figueroa, archimadrid.org).

 

Benedicto XVI

Ángelus

Domingo, 12 de febrero de 2012

Queridos hermanos y hermanas:

El domingo pasado vimos que Jesús, en su vida pública, curó a muchos enfermos, revelando que Dios quiere para el hombre la vida y la vida en plenitud. El Evangelio de este domingo (Mc 1, 40-45) nos muestra a Jesús en contacto con la forma de enfermedad considerada en aquel tiempo como la más grave, tanto que volvía a la persona «impura» y la excluía de las relaciones sociales: hablamos de la lepra. Una legislación especial (cf. Lv 13-14) reservaba a los sacerdotes la tarea de declarar a la persona leprosa, es decir, impura; y también correspondía al sacerdote constatar la curación y readmitir al enfermo sanado a la vida normal.

Mientras Jesús estaba predicando por las aldeas de Galilea, un leproso se le acercó y le dijo: «Si quieres, puedes limpiarme». Jesús no evita el contacto con este hombre; más aún, impulsado por una íntima participación en su condición, extiende su mano y lo toca —superando la prohibición legal—, y le dice: «Quiero, queda limpio». En ese gesto y en esas palabras de Cristo está toda la historia de la salvación, está encarnada la voluntad de Dios de curarnos, de purificarnos del mal que nos desfigura y arruina nuestras relaciones. En aquel contacto entre la mano de Jesús y el leproso queda derribada toda barrera entre Dios y la impureza humana, entre lo sagrado y su opuesto, no para negar el mal y su fuerza negativa, sino para demostrar que el amor de Dios es más fuerte que cualquier mal, incluso más que el más contagioso y horrible. Jesús tomó sobre sí nuestras enfermedades, se convirtió en «leproso» para que nosotros fuéramos purificados.

Un espléndido comentario existencial a este evangelio es la célebre experiencia de san Francisco de Asís, que resume al principio de su Testamento: «El Señor me dio de esta manera a mí, el hermano Francisco, el comenzar a hacer penitencia: en efecto, como estaba en pecados, me parecía muy amargo ver leprosos. Y el Señor mismo me condujo en medio de ellos, y practiqué con ellos la misericordia. Y al separarme de los mismos, aquello que me parecía amargo, se me tornó en dulzura del alma y del cuerpo; y después de esto permanecí un poco de tiempo, y salí del mundo» (Fuentes franciscanas, 110). En aquellos leprosos, que Francisco encontró cuando todavía estaba «en pecados» —como él dice—, Jesús estaba presente, y cuando Francisco se acercó a uno de ellos, y, venciendo la repugnancia que sentía, lo abrazó, Jesús lo curó de su lepra, es decir, de su orgullo, y lo convirtió al amor de Dios. ¡Esta es la victoria de Cristo, que es nuestra curación profunda y nuestra resurrección a una vida nueva!

Queridos amigos, dirijámonos en oración a la Virgen María, a quien ayer celebramos recordando sus apariciones en Lourdes. A santa Bernardita la Virgen le dio un mensaje siempre actual: la llamada a la oración y a la penitencia. A través de su Madre es siempre Jesús quien sale a nuestro encuentro para liberarnos de toda enfermedad del cuerpo y del alma. ¡Dejémonos tocar y purificar por Él, y seamos misericordiosos con nuestros hermanos! (cf. vatican.va).

NOTA: Las palabras en negrita han sido resaltadas por la web de Prado Nuevo.

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