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Desde el Pesebre al Calvario

 

Mensaje del 25 de Diciembre de 1981

Después de unos instantes, en que Luz Amparo se lamenta por el profundo dolor que está padeciendo, el mensaje se inicia con la intervención del Señor, quien la consuela, buscando también Él —¡todo un Dios!— consolación:

«Sí, hija mía, ya estoy aquí; ya vengo a hacerte compañía; los dos estamos con la cruz; colócate junto a mi pecho (…), para defenderte del enemigo; pero tú también defiéndeme de los ultrajes e insultos de que fui víctima en la corte de Herodes. Contempla la vergüenza y la confusión que allí pasé al oír las risas, las burlas que este hombre lanzaba contra mí. Ofrece sin cesar en tus actos de adoración y de reparación y de amor para la salvación de las almas. Hoy me vas a consolar».

No es ésta la única vez que el Señor se expresa así; de un modo u otro, lo harán Él y su Madre, la Virgen, a lo largo de los años en sucesivos mensajes. Recordemos algunos:

  • «Quiero que hagáis sacrificio, que os acerquéis al sacramento de la Confesión y que hagáis visitas al Santísimo; mi Hijo está triste y solo con los brazos abiertos esperándoos a todos, hijos míos; dedicadle media hora, hijos míos, ¡está tan triste y tan solo!» (La Virgen, 30-7-1983).
  • «Haced visitas al Santísimo, hijos míos; mi Hijo os está esperando. Está triste y solo; consoladle, hijos míos, consoladle» (La Virgen, 15-8-1983).
  • «“Venid a mí —les grito—. Venid a mí todos aquéllos que estáis cargados, que yo os descargaré. Venid a mí todos aquéllos que tenéis hambre, que yo os daré de comer”. También grito: “Venid a mí todos aquéllos que estáis sedientos, que yo os daré de beber. Venid a mí todos los que estáis tristes, que yo os consolaré”. Pero cerráis los oídos, hijos míos, a estas llamadas. Mi Corazón está desconsolado» (El Señor, 1-2-1986).
  • «¡Qué tristeza siente mi Corazón, hija mía! También quiero que tú participes de esa tristeza, hija mía. Yo fui inocente y te lo he dicho muchas veces: que pagué por los culpables. Los hombres dicen amar a Dios y ¡qué poco consuelo recibo de ellos, hija mía!» (El Señor, 1-7-1995).

Ante quejas tan sentidas de los Sagrados Corazones, hemos de plantearnos cómo podremos nosotros, simples criaturas, consolar a Dios.

Una poesía eucarística, compuesta por la misma Luz Amparo, se dirige así a Jesús Sacramentado: «Gritando estás a las almas,/ que vengan a consolar/ a este pobre Prisionero,/ que de amor muriendo está (…)./ “¿No os da pena de mí?/ —me decía el Prisionero—./ Dadme un poquito de amor,/ que aquí me encuentro sediento”./ ¿Quién es capaz de negarle/ ese poquito de amor?».

No son ajenas a la misma Sagrada Escritura manifestaciones semejantes de pena y dolor. El Salmo 68 (69)1 es un salmo profético, cuyo contenido se cumplió al pie de la letra en la Pasión de Cristo; sus versículos se ajustan perfectamente a Jesús, que fue odiado sin causa (v. 5); devorado por el celo de la Casa de su Padre (v. 10a); sufriendo en sí los ultrajes dirigidos a Dios (v. 10b); recibiendo el ofrecimiento de vino con hiel (v. 22a); abrevándose de vinagre (v. 22b), y sobre cuyos enemigos recaerán las imprecaciones de este salmo (v. 23 ss). Dice en el verso 21 como expresión de sumo dolor: «El oprobio me ha roto el corazón y desfallezco. Espero compasión, y no la hay, consoladores, y no encuentro ninguno». ¡Qué abismo de humildad y anonadamiento en esta queja, que parece la de un débil y, en cambio, es de aquél por quien y para quien fueron hechas todas las cosas!

El mismo mensaje nos responde acerca de cómo consolar a Cristo; conmueven a cualquier alma sensible sus palabras. Recojamos esos modos, algunos de entre los que podemos practicar para ofrecerle ese consuelo:

  • Hacerle compañía. Le agrada especialmente que le visitemos en los templos, donde está vivo y real en el Santísimo Sacramento: «No me dejes solo, date cuenta que hay muchas almas que me tienen olvidado».
  • Utilizar con provecho el tiempo de que disponemos, no perdiéndolo en banalidades: «Hay tantas (almas) que se preocupan sólo de divertirse y no se preocupan de su alma».
  • Desprendimiento de los bienes temporales: «No quieren escucharme, porque su corazón está demasiado apegado a las cosas de la Tierra».
  • Arrepentimiento sincero y confesión de los propios pecados en el sacramento de la Penitencia: «¡Qué alegría cuando esas almas confiesan sus culpas y qué alivio siento sobre mis sufrimientos cuando veo que se arrepienten!».
  • Aceptación de la cruz como signo de verdadero amor: «Hay almas que son unas grandes pecadoras, pero se arrepienten y estas almas son las que verdaderamente llevan mi cruz. ¡Esas almas que han pecado tanto, muchas son las que aman de veras! Sí, hija mía, ¡qué dolor tengo cuando veo que hay muchas almas que no quieren aceptar mi cruz!».

El Señor enseña, además, a Luz Amparo una oración de ofrecimiento para los momentos de dolor: «Oh, Padre mío, Padre Celestial, os ofrezco estos dolores y estos sufrimientos y esta soledad para que te dignes perdonar y sostener a esas almas cuando pasen del tiempo a la eternidad». Después, durante unos minutos, Amparo va describiendo con viveza unas escenas de la Pasión del Señor, las que pertenecen a los instantes en que Cristo fue cargado con la Cruz camino del Calvario. No deja de llamar la atención que, habiéndose producido este éxtasis y mensaje el día de la Natividad del Señor,
su contenido no corresponda a alguno de los misterios gozosos de la vida de Jesús… La respuesta la ofrece el mismo mensaje: «Hoy quiero que me consuele porque en estas fechas se condenan muchas almas; quiero que no te separes de mí. Pídele a mi Padre que perdone a tantas almas ingratas que le están ofendiendo». ¡Aquí, en estas palabras, se encuentra la clave: la Navidad, fiesta de gozo y alegría, es aprovechada por muchos para pecar y ofender a Dios!; no es extraño, por ello, este lamento del Señor. La Humanidad pecadora no respeta las fiestas religiosas ni los días sagrados a la hora de conculcar las leyes divinas.

Enlazando con lo anterior, el 25 de diciembre de 2002, predicaba san Juan Pablo II con gran belleza: «La Navidad es misterio de amor. Amor del Padre, que ha enviado al mundo a su Hijo unigénito, para darnos su misma vida (cf. 1 Jn 4, 8-9). Amor del “Dios con nosotros”, el Emmanuel, que ha venido a la Tierra para morir en la Cruz. En el frío Portal, en medio del silencio, la Virgen Madre presiente ya en su corazón el drama del Calvario. Será una lucha angustiosa entre las tinieblas y la luz, entre la muerte y la vida, entre el odio y el amor»

(Revista Prado Nuevo nº 26. Comentario a los mensajes) 

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