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Los diez mandamientos y el sacrificio

 

Mensaje del 16 de octubre de 1981

Los mandamientos

«Diles que sigan cumpliendo, que cumplan con los mandatos de mi hijo» (la Virgen).

Seguir a Jesucristo lleva consigo cumplir los mandamientos; Él mismo nos lo enseñó así: «Si me amáis observaréis mis mandamientos (…). El que conoce mis mandamientos y los guarda, ése me ama, y al que me ama lo amará mi Padre, y yo lo amaré y me manifestaré a él» (Jn 14, 15. 21). Y los mandamientos son diez; por lo cual, no basta cumplir algunos de ellos, sino todos. El camino para llegar al Cielo es semejante a un puente construido con diez arcos; si se derrumba uno sólo, se hace imposible alcanzar la otra orilla. Por tanto, hay que cumplir la Ley de Dios entera. El mismo Jesús profundiza en esas palabras y añade: «Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor (…). Éste es mi mandamiento: amaos unos a otros como yo os amé» (Jn 15, 10. 12). Todos los mandatos del Señor se resumen en el precepto de la caridad; por eso, dice san Pablo: «A nadie le debáis nada, más que el amor mutuo; porque el que ama ha cumplido el resto de la ley» (Rm 13, 8). Y añade: «El amor no hace mal a su prójimo; por eso la plenitud de la ley es el amor» (Rm 13, 10).

 

El sacramento de la confesión

«Diles que Cristo Jesús ha dicho que se reconcilien con Dios todos los días; los que no lo hayan hecho que se confiesen de sus pecados y comulguen los primeros sábados de mes, también los primeros viernes de mes en honor del corazón de mi hijo; que todos los que lo hagan, les dará mi hijo vida eterna y los resucitará en el último día».

¡Cuántos miles de peregrinos se han reconciliado con Dios y con la Iglesia gracias a las bendiciones recibidas en Prado Nuevo! El sacramento de la Penitencia es un medio imprescindible para avanzar en el camino de la conversión y del encuentro con Cristo. Después que el Cardenal Arzobispo de Madrid concediera el culto habitual en Prado Nuevo, son centenares los peregrinos que hacen cola para confesar los pecados, especialmente cada primer sábado.

Cuando el sacerdote perdona los pecados, es el Señor quien perdona a través de su ministro. Todos necesitamos recibir el perdón, porque somos pecadores y no estamos libres de culpa: «Si dijéramos que no tenemos pecado, nos engañaríamos a nosotros mismos y no estaría con nosotros la verdad. Si confesamos nuestros pecados, Él es justo y fiel, nos perdona nuestros pecados y nos purifica de toda iniquidad» (1 Jn 1, 8-9).


 

Ofrecer sacrificios por la conversión de los pecadores

«Decid cuando hiciereis algún sacrificio: “Jesús mío, por tu amor, todo te lo ofrezco por la conversión de los pecadores, por la conversión de Rusia y por el Corazón Inmaculado de tu madre María Santísima”. Ofrécelo, hija mía, pero que nadie se entere, que lo que haga vuestra mano derecha, que no lo sepa vuestra mano izquierda”».

Sencilla y profunda fórmula para ofrecer sacrificios, que han de hacerse de manera oculta, para que sean vistos por Dios, «no por los hombres, sino por tu Padre que está allí, en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará» (Mt 6, 18).

 

Trabajar por la salvación del alma

«Mira, date cuenta de que todo el que es hijo heredero de Dios y heredero con Cristo tendrá que padecer con Él, a fin de que perciba con Él su gloria. Es muy importante salvar el alma”».

Seguir a Jesucristo es tratar de imitarlo; con lo cual, se ha de cumplir en todo cristiano lo que dice el Evangelio: «No está el discípulo por encima del maestro» (Mt 10, 24), en cuanto a las tribulaciones que acompañan siempre al fiel seguidor de Jesús, quien advierte en ese mismo pasaje de san Mateo, infundiendo ánimo y esperanza: «No temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; temed más bien a aquél que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la gehenna» (Mt 10, 28). Ahora bien, como indica el mensaje en consonancia con esta cita evangélica: ¡la salvación es lo principal!, y a su consecución han de encaminarse todos los trabajos y oraciones de cada día, pues aunque es Dios el que salva, no es menos verdad lo que afirmaba san Agustín: «Dios, que te creó sin ti, no te salvará si ti»[1]; en el mismo sentido, recomendaba este santo doctor: «El que quiera ser feliz, encamínese presuroso al Reino de los Cielos; éste no está cerrado sino para aquél que quiera excluirse él mismo».

 

La condenación eterna

B. Hans Memling

Tras mostrar a Luz Amparo unas imágenes del infierno, le dice la Virgen: «no, hija mía, no te horrorices; el que va al fondo de ese lago es porque quiere; porque tiene muchas facilidades de salvarse y no las quiere coger, hija mía. Tú ayuda a todos los pecadores, pero piensa que el que se condena es por su propia voluntad».

Tremendo misterio el de la libertad humana, que puede conducir a un alma a condenarse, apartándose voluntariamente de Dios para toda una eternidad. Duras son estas palabras, pero plenamente coincidentes con la palabra de Dios y con la Tradición, así como con lo predicado por tantos santos en la Historia de la Iglesia; ignorarlas u ocultarlas sería caer en el engaño y faltar a la verdad. El Concilio Vaticano II no cometió, desde luego, esa omisión al enseñar, refiriéndose al Señor, que «si queremos entrar con Él a las nupcias, merezcamos ser contados entre los escogidos (cf. Mt 25, 31-46); no sea que como aquellos siervos malos y perezosos (cf. Mt 25, 26) seamos arrojados al fuego eterno (cf. Mt 25, 41), a las tinieblas exteriores en donde “habrá llanto y rechinar de dientes” (Mt 22, 13 y 25, 30). En efecto, antes de reinar con Cristo glorioso, todos debemos comparecer “ante el tribunal de Cristo para dar cuenta cada cual según las obras buenas o malas que hizo en su vida mortal” (2 Co 5,10); y al fin del mundo “saldrán los que obraron el bien, para la resurrección de vida; los que obraron el mal, para la resurrección de condenación” (Jn 5,29; cf. Mt 25,46)»[2].

De forma preciosa lo ha dicho el papa Francisco: «En realidad Dios ha hablado, ha respondido, y su respuesta es la Cruz de Cristo: una palabra que es amor, misericordia, perdón. Y también juicio: Dios nos juzga amándonos. Recordemos esto: Dios nos juzga amándonos. Si acojo su amor estoy salvado, si lo rechazo me condeno»[3].

[1] Sermón 169.

[2] Lumen Gentium, 48.

[3] Al final del Vía Crucis en el Coliseo, 29-3-2013.

 

(Revista Prado Nuevo nº 13. Comentario a los mensajes) 

 

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Comentarios (1)

  1. Responder
    abel castro iglesias says:

    Dios en su inmensidad nos regala hoy sus mensajes frente a las fuertes crisis que hay en la humanidad.Si bien es para todos solo un pequeño rebaño lo busca.Ojala me equivoque.

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