Adviento, Navidad. Dos palabras intrínsecamente unidas. La primera con el sentido de espera, llegada; la segunda de nacimiento, pues éste no acontece sin la debida espera; tanto la gestación del niño concebido, como la gestación amorosa en el corazón de quien ansía la llegada del nuevo ser. He aquí lo que nos proponemos para la reflexión y meditación con el presente artículo.
Para nosotros, los cristianos, la Navidad es de tal modo relevante que requiere un tiempo especial de preparación amorosa en el corazón del que espera… El riesgo es que esta gran solemnidad no sea más que un acontecimiento social y festivo como otros muchos. La Navidad se ha ido rodeando de formas y celebraciones, muchas de los cuales son total o parcialmente ajenas al espíritu que tiene su origen en tan gran y trascendental acontecimiento, que marcó la Historia de la Humanidad, la de millones de hombres y mujeres, a lo largo de más de veinte siglos: el Nacimiento del Salvador.
En esta reflexión, me gustaría referirme a lo que podríamos denominar «cuatro advientos», relacionándoles con la gestación, como medios para alcanzar eficazmente cuatro grandes metas: las «navidades» correspondientes a cada una de esas gestaciones: el primero y el segundo gran Adviento; el Adviento litúrgico y el Adviento personal.
Primer gran Adviento
Inaugurado por el propio Señor en el protoevangelio: «Pongo hostilidad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y su descendencia; ésta te aplastará la cabeza cuando tú la hieras en el talón» (Gn 3, 15). Tendrá su desenlace con las palabras del mismo Dios dirigidas a la Virgen por la voz del Arcángel Gabriel: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo» (Lc 1, 28).
Estos dos momentos comprenden un tiempo largo e intenso, marcado por una pedagogía y misericordia divinas, que indican que Dios nunca se cansa del hombre, a pesar de su debilidad e infidelidad, procurando con infinita paciencia y amor hacerle entender quién era y lo que pretendía.
Dios no desiste de tocar a la puerta de la Humanidad, y siempre encontró —aunque escasos— corazones generosos y dóciles, que oyeron su voz y caminaron según sus designios: Abraham, Isaac, Jacob, Moisés…, los santos del Antiguo Testamento, que fieles al Señor se hicieron pilares de su obra de salvación.
Fue una gestación larga y difícil, pero felizmente correspondida cuando, en el momento culminante de la Historia, la Virgen respondió: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38). De este modo, se consumaba la gran noche de Adviento ante la aurora del nuevo y majestuoso día: «Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1, 14). En efecto, así nació según la naturaleza humana, acontecimiento celebrado en el Cielo por los ángeles y en la Tierra por los humildes.
Segundo gran Adviento
Inaugurado por Jesucristo en su última despedida: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación» (Mc 16, 15), «que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20). Tendrá su desenlace cuando todos vean al «Hijo del hombre sentado a la derecha del Poder y que viene entre las nubes del cielo» (Mc 14, 62), quien dirá: «Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo» (Mt 25, 34), pasando todos aquellos que «han lavado y blanqueado sus vestiduras en la sangre del Cordero» (Ap 7, 14) a vivir la última, definitiva y eterna Navidad, en la que ya «no habrá muerte, ni duelo, ni llanto ni dolor» (Ap 21, 4).
Adviento litúrgico
La Iglesia celebra a lo largo del año litúrgico los grandes misterios de salvación. El Adviento y la Navidad son tiempos especiales que reclaman a los fieles una vida y una celebración en conformidad con el espíritu de los mismos. El Adviento ofrece a cada uno la oportunidad de preparar más intensamente el camino que conduce al Señor, y enderezar sus veredas (cf. Lc 3, 4), trabajando el interior del corazón, para hacer de él una «cuna» donde el Niño Jesús pueda nacer. Todo esto exige un recorrido donde haya renuncia, penitencia, oración, obras de caridad… Quien así procede, estará preparado para vivir bien la Navidad, con el Niño Dios verdaderamente en su corazón.
Adviento personal
Inaugurado de modo especial cuando se recibe el sacramento del Bautismo, sería preferible que tuviera su desenlace con el sagrado Viático, después de una vida fiel al mandato dado ya por Yahveh en el Génesis: «Camina en mi presencia y sé perfecto» (Gn 17, 1). Por eso, es necesario estar atento a la voz de Dios: «Ojalá escuchéis hoy su voz: “No endurezcáis el corazón”» (Sal 95, 7-8).
Virgen del Adviento
La Santísima Virgen, Virgen del Adviento, está presente en nuestro caminar, llevándonos de la mano a Jesús, pues sabe que nuestra existencia en la Tierra es una continua batalla por el Bien y de lucha contra el Mal. Ella quiere que seamos «hijos de la luz», almas que, redimidas en la Cruz por su Hijo, buscan ser morada de Dios, para que todos los que vivan sumergidos en un penoso adviento, y se crucen en el camino de nuestra vida, puedan encontrar a Cristo por medio de la luz de nuestras obras, y acogerlo viviendo también ellos su Navidad.
Sin embargo, no se puede descuidar un punto fundamental: la clave para llegar al Cielo es la Cruz. Cristo vino a nacer en una gruta y a morir en el Calvario. Si el discípulo no es más que el maestro, el cristiano no puede seguir otro camino que no sea el de Cristo crucificado. Siguiendo este camino, también nosotros naceremos para la Vida, cuando nuestra alma, deshecha la morada terrena, se encuentre cara a cara con el Señor, para escuchar la eterna sentencia: «¡Bien, siervo bueno y fiel!; como has sido fiel en lo poco, te daré un cargo importante; entra en el gozo de tu Señor» (Mt 25, 21). Entonces, será el momento de arrojarnos eternamente en el Corazón de Dios por medio del Niño que nació pobre en una gruta, para darnos la riqueza de su Gloria. Pasó hambre para darnos el alimento, pasó frío para calentar nuestro corazón en el horno ardiente de su amor, pues dio su vida para que encontráramos la Vida.
Por Manuel Nogueira (Revista Prado Nuevo nº 8)