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Catequesis de Luz Amparo sobre el Cielo, Infierno y Purgatorio.

Para iluminar estos misterios de los Novísimos, que es una rama de la teología que trata acerca de la Muerte, Juicio, Cielo e Infierno, vamos a meditar en una catequesis de Luz Amparo Cuevas del 5 marzo de 2005 y en mensajes del Señor dados en Prado Nuevo.

Conviene pensar que este ‘tránsito’ no sólo lo han de hacer los otros, sino que el más importante de todos ellos es el propio, el que YO, en primera persona, he de hacer.

Esto implica plantearse para sí mismo el "prepararse para bien morir”, algo tan realista como sencillo, pues, en definitiva, de lo que se trata es que llegado ese momento, que solamente Dios Padre Todopoderoso, Señor de la Vida y de la Historia, conoce, se pueda estar en las condiciones más óptimas de afrontar, no solo en lo existencial, en lo psicológico, incluso en lo físico, sino que se esté en la plenitud de la ‘buena conciencia’, que permita comparecer ante Dios en el Juicio Particular para merecer entrar en su Gloria Eterna.

Prepararse para ‘bien morir’ es una necesidad, porque se trata de superar el primer paso de los Novísimos, la muerte, conforme se espera de un buen cristiano en todos los sentidos.

Es un deber, porque necesita superar con éxito el segundo paso de los Novísimos, el juicio particular, para poder ser acogido por la Misericordia Divina para toda la eternidad.

 EL PURGATORIO

La Iglesia Católica nos recomienda realizar obras de misericordia tanto corporales como espirituales. Hay catorce entre las cuales se encuentra rezar a Dios por los vivos y por los difuntos.

Por tanto, nosotros, como ellos cuando vivían, tenemos la capacidad de merecer, en este caso el poder ofrecer los sufragios que ellos necesitan y que ya no pueden hacer ningún mérito que abrevie su tiempo de purificación. Por ello, la mayor y mejor limosna de Amor verdadero que podemos hacer, es ofrecer cualquier sufragio por las almas de los fieles difuntos en su estancia en el Purgatorio, que lo abrevie en el tiempo y lo haga más llevadero.

En el mensaje de 4 de noviembre de 2000, un alma del purgatorio decía: “Gracias, gracias por tantas oraciones dedicadas a nuestras almas. Gracias porque muchas de nosotras no hemos recibido ni una sola oración de nuestros seres queridos. Hemos recibido lágrimas, pero oraciones no, y las lágrimas no nos han servido de nada.

Mira, hermana mía, qué sufrimiento tan horrible sienten nuestras almas, porque carecemos de la oración, y qué alivio sentimos cuando viene una oración a nosotros; porque el más grande tormento que hay en la Tierra es el más pequeño que sufrimos nosotros aquí. No se puede comparar los tormentos de la Tierra con los tormentos del Purgatorio; el más pequeño es más doloroso que cualquier sufrimiento de la Tierra por muy grande y muy doloroso que sea. Nuestro dolor es más grande que ningún dolor, porque deseamos ver a Dios, tenemos ansias inmensas de ver a Dios. Orad por nosotras, para que podamos ir al Creador.

Muchas estamos aquí millones de años, porque hay muy poca oración. Nuestras familias nos quieren y nos aman mucho, pero cuando dejamos de existir, sólo echan lágrimas, no hacen oración ni oyen el Santo Sacrificio de la Misa, que tiene tanto valor para nosotras. Haced sufragios por nosotras, ofrecednos oraciones, que nosotras también colaboraremos un día con vosotras, para ayudaros. Mira cuánto puede hacer una sola oración llena de caridad y de amor”. Más adelante añadía: “La caridad vale mucho para calmar nuestras penas y para llegar a la Gloria, la oración y el Santo Sacrificio de la Misa. Orad por nosotros. Gracias, otra vez“.

Que estas palabras toquen nuestro corazón y tengamos muy presentes a nuestros hermanos que nos precedieron y que ahora necesitan nuestra oración y nuestros sacrificios para poder llegar por fin a la morada definitiva, al Cielo.

 

 LA CONFESIÓN

Hay que comprender que, para ‘bien morir’ es básico transcurrir la vida en la gracia de Dios, superando toda tentación o situación de pecado que se pueda presentar, para lo que lógicamente será necesaria la Confesión de los pecados, a través del Sacramento de la Penitencia.

Ya sabemos que ir a confesarse con la frecuencia que presente la necesidad, por los errores y pecados que se cometen, cuesta un cierto esfuerzo, máxime en esta sociedad en la que en sus características están la prepotencia y la supremacía, que hacen no sentir la necesidad de reconocer las propias faltas y pecados ante nadie, y menos en la humildad que exige ponerse delante de un sacerdote que, como ministro del Señor Jesucristo, es el que tiene la autoridad y el poder de perdonar los pecados.

Luz Amparo en su catequesis  nos dice: “hay muchas personas que piensan que confesarse solo con Dios, sirve. Pero Jesús le dijo a Pedro “Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” y con esto quiso decir que él era el representante de la Iglesia como el Santo Padre. Los sacerdotes son ministros de Cristo para atender a las almas. Ellos son hombres como nosotros y deben confesarse con otros sacerdotes. Nosotros debemos ir al sacerdote, contarle nuestras penas, alegrías, aunque llevemos muchos años sin confesar. Llegar arrepentido con “dolor de corazón”, con propósito de enmienda y decirle los pecados sin tener vergüenza. El sacerdote está ahí para escuchar pecados gordos y pequeños, y para perdonarlos. Y por último cumplir la penitencia que nos imponga.

El propósito de no volver a ofender más a Dios es muy importante en la confesión, lo que pasa que somos humanos, caemos, nos levantamos y así vamos tirando, pero no nos podemos desesperar por esto. Somos de carne y hueso, y caemos.

Cuando confesamos nos liberamos del pesar grande de haber ofendido a Dios. El sacerdote nos absuelve de los pecados, pero después tenemos que pagar la deuda. Porque la deuda se queda y podemos repararla con penitencia, oración y sacrificios. Por tanto, hay que diferenciar entre pecado confesado y la reparación de ese pecado.

Tenemos que llegar a conseguir la santidad para llegar al Cielo, no para ser santo de altar. Todo lo podemos conseguir con la ayuda de Dios y nuestra propia perseverancia.

En cada momento del día tenemos una oportunidad. Si en cada cosa hiciéramos un acto de amor, un acto de reparación para que nuestros pecados se vayan pagando... Ahora lo podemos hacer aquí voluntariamente, pero cuando nos muramos ya no podremos. Según nos presentemos ante Dios, si estamos en Gracia iremos con Él que es la Gracia. Pero si estamos en pecado podemos ir al infierno o al purgatorio”.

 EL INFIERNO

Luz Amparo nos sigue diciendo : “El infierno no se acaba nunca. No se puede comparar con nada de la tierra, porque no hay nada con lo que se pueda comparar.

A las almas que están en el Infierno, Dios les deja ver por un rayito de luz la grandeza que han perdido, y para ellos esto es el mayor tormento. Haber perdido a Dios es para ellos el infierno mayor.

Al pasar de esta vida a la eternidad se abren las potencias del alma que son la memoria, el entendimiento y la voluntad. Entonces es cuando te das cuenta de la grandeza que has perdido. En ese momento de gran sufrimiento es cuando el alma más reniega de sí mismo. Se dice a sí mismo “¡por mi culpa estoy aquí! Muchas almas están encadenadas con otras, maldiciéndose entre sí, unos llamando culpables a los otros constantemente. Muchos padres son culpables por haber permitido vivir a sus hijos una vida de libertinaje.

Por eso aprovechemos, ahora que tenemos tiempo, en aplicar la doctrina que nos enseña la Iglesia. Luchemos todos unidos, hablando de Dios a nuestras familias. Sólo se vive una vez y solo se muere una vez. Ahora el tiempo es nuestro, pero cuando lleguemos allá arriba y no podamos entrar ya no podremos cambiarlo.

Tengamos a Dios siempre presente en nuestro pensamiento, en nuestra boca, en nuestro corazón. Aprovechando todos los minutos que tengamos en amarle y glorificarle para que cuando lleguemos arriba podamos estar todos juntos y tener esa felicidad del Cielo”.

EL CIELO

Respecto al Cielo Luz Amparo nos dice: “Es algo tan grande que no se pueden expresar las grandezas que hay en el Cielo con palabras.

Cuando uno cierra los ojos por última vez y el corazón deja de latir, el alma tiene una tendencia natural a ir a Dios porque Él la creó, la tuvo en sus manos. Si está en gracia de Dios y el alma llega a Dios su creador, se encuentra el amor con el Amor.

Pero cuando el hombre está en pecado no puede llegar a ver a Dios, porque es la muerte la que le acompaña. Tiene el alma muerta por el pecado. No puede encontrarse con Dios el desamor del hombre con el Amor de Dios. Ese alma como no ha querido servir a Dios ha servido al mundo, a las pasiones, a los placeres, los gustos, entonces se va al lugar donde el demonio es el rey. En esos momentos el demonio se aprovecha y se lleva ese alma.

Si uno está trabajando en una empresa no puede ir a pedir el sueldo a la otra. El Señor dice: “¿tú para quién has trabajado? ¿Has trabajado para ti, tus caprichos y tus placeres?” Dios nos da las riquezas y debemos ser buenos administradores y saber compartir con los demás. Hay almas muy necesitadas que necesitan que se les ayude. Que no nos pase el llegar allí y hayamos desaprovechado las oportunidades que se nos han dado.

Al llegar al Cielo se pasa por el Corazón de Dios, atravesando esta puerta que es su Corazón llegaremos a ver las grandezas que hay allí. Aquellas maravillas que nunca se acaban, los misterios de Dios nunca terminan. Las almas siempre estarán viéndolos y recibiéndolos a lo Dios. En el Cielo tú sabes que tus seres queridos están allí y eres feliz, pero también lo eres por todos los demás Bienaventurados”.

Centrados en el propio TRÁNSITO que hemos de vivir, queda preguntarse cómo es la mejor forma de abrirnos a esta inexorable realidad. La clave está en AMAR LA PROPIA MUERTE.

Amar mi muerte me llena de gran confianza para ese tránsito, que en la experiencia personal no lo conozco; aunque la Fe me aliente y la Esperanza me dé confianza, no deja de ser ‘un salto en el vacío’, que me pondrá en las manos misericordiosas de Dios, momento en el que ya no habrá nada que temer.

Por tanto, si yo AMO el momento justo en el que voy al encuentro con mi Padre Dios, ¿por qué tengo que temer, ni darme miedo, ni angustiarme?