«Es mi secreto; va en ello la vida de su padre, de su madre y de usted»
«Visitar y cuidar a los enfermos»: era demasiado «feliz»
Un médico refería lo siguiente:
Hace tiempo fui llamado para curar a una joven de diecisiete años de edad que estaba pálida, triste, marchita. La habían visitado muchos médicos y, no conociendo su enfermedad, dijeron que era nerviosa. Su padre me llamó con lágrimas en los ojos para que la visitara y fui introducido en un cuartito lleno de adornos, donde la pobre niña estaba tendida en un sofá con los ojos medio cerrados, la cabeza inclinada, pálida como una estatua de mármol.
Adiviné el mal. Padecía en su jaula dorada porque era demasiado «feliz», no tenía obstáculo que vencer ni objetivo a que entregarse. Le dije que se preparara a salir conmigo en compañía de su papá.
—¿Con usted? ¿Y adónde?
—Es mi secreto —le dije en voz baja—; va en ello la vida de tu padre, de tu madre y la tuya.
Pronto estuvo preparado el coche, y los llevé a ver a mis pobres. En la primera casa donde nos detuvimos, tuve que sostenerla hasta el quinto piso; subió sola a la segunda buhardilla, y a la tercera se me adelantó. Cuando los niños le besaban la mano y las pobres madres le daban las gracias, lloraba de contento, lo mismo que su padre. Aquel paseo le pareció corto, y por la tarde se entretuvo en buscar cosas con que ejercitar la caridad al día siguiente… Y recibió la salud, la alegría, la felicidad, que no se encontraba entre sus encajes de seda, sino en los harapos de sus hermanos, a los que entregó el corazón.
¡Vosotros, los hastiados de la vida, los aburridos, los inútiles, probad el remedio!
«Perdonar las injurias»: un ejemplo heroico
Pasa un viajero, un extranjero fastuoso, y una de las hermanitas se adelanta a él y le pide dulcemente:
—¡Para nuestros ancianitos, si lo tiene a bien, señor!
El extranjero la miró de arriba abajo con desprecio, pronunció una palabra grosera y, volviéndose, la escupió en el rostro.
Ella no se descompuso. No se movió una fibra de su bello rostro, se acordó de los salivazos a Cristo y, extendiendo otra vez la mano a aquel miserable, le dijo mansamente:
—Esto es para mí, señor; ¡ahora deme algo para mis ancianitos!
Quedaba un resto de corazón en aquel hombre; le puso en la mano una limosna, le pidió perdón y, con la cabeza baja, se alejó.
(Cf. M. Rufino, Vademécum…)
(Revista Prado Nuevo nº 22. Anécdotas para el alma)
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