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Entrada de Jesús en Jerusalem (S. Alfonso María de Ligorio)

 

CAPÍTULO I

Mira que viene a ti tu rey lleno de mansedumbre, sentado sobre una asna y su pollino[1]. Al acercarse el tiempo de su Pasión, Jesús sale de Betania y se encamina a Jerusalén. Consideremos aquí la humildad de Jesucristo, que, a pesar de ser el rey de la Gloria, quiere entrar en aquella gran ciudad montado en un pollino. ¡Jerusalén, Jerusalén!, sal a esperar a tu Rey, que se acerca lleno de humildad y mansedumbre; no temas que se valga de su imperio y señorío para apoderarse de tus riquezas; mira que viene rebosando amor y piedad para salvarte y rescatarte, a costa de su vida, de la esclavitud que padeces.

Entre tanto, el pueblo, que desde hacía mucho tiempo le veneraba por los milagros que obraba, y señaladamente por la resurrección de Lázaro, que todavía andaba por boca de todos, salió a su encuentro; y mientras unos tienden sus vestidos sobre el camino por donde debía pasar, cubren otros las calles con ramas de árboles, en señal de vasallaje. ¿Quién hubiera podido predecir entonces que este Príncipe, recibido con tanta pompa y majestad, sería dentro de pocos días condenado a muerte como un criminal y conducido al Calvario con la cruz al hombro?

«...tomarán manojos de espinas que traspasen vuestra frente»

«…tomarán manojos de espinas que traspasen vuestra frente»

Amadísimo Jesús mío, quisiste entrar solemnemente en Jerusalén para que la ignominia de vuestra pasión y muerte contrastase con la honra y gloria que aquel día recibisteis. Pronto se trocarán en maldiciones e injurias las alabanzas y vítores con que hoy os aclaman. Hoy dicen: Hosanna, salud y gloria al Hijo de David; bendito sea el que viene en nombre del Señor[2]. Dentro de algunos días alzarán la voz diciendo: Quita, quítale de en medio, crucifícale[3]. Pilato —exclamarán— quita de nuestra presencia a ese malhechor; crucifícalo pronto, no vuelvas a presentarlo a nuestra vista. Ahora se despojan de sus vestidos, y después os despojarán, Jesús mío, de los vuestros para azotaros y crucificaros. Ahora tapizan de ramos las calles que habéis de atravesar, y luego tomarán manojos de espinas que traspasen vuestra frente. Ahora os colman de bendiciones, y después no se cansarán de ultrajaros e insultaros. Alma mía, sal al encuentro de tu Dios y dile con afecto y agradecimiento: Bendito sea el que viene en nombre del Señor. Amado Redentor mío, seáis para siempre bendito, ya que para salvarme habéis bajado del cielo; todos estábamos perdidos sin remedio si Vos no hubierais venido a la Tierra.

Al llegar cerca de Jerusalén, dice San Lucas, poniéndose a mirar esta ciudad lloró sobre ella[4] Derramó lágrimas sobre Jerusalén, ora considerase su ingratitud, ora previese su próxima ruina.

Ah Señor mío, mientras llorabais sobre la ingrata Jerusalén, llorabais también sobre la ingratitud y ruina de mi alma. Amado Redentor mío, llorabais los daños que yo acarreé a mi alma al arrojaros de ella por el pecado y al obligaros a condenarme al infierno, después de haber muerto para librarme de él. Ah, yo, yo soy quien debiera derramar lágrimas sin consuelo por el grave daño que hice a mi alma ofendiéndoos y separándome de Vos después de haberme dado tantas pruebas de amor. Eterno Padre, por las lágrimas que entonces derramó vuestro Hijo sobre la ruina de mi alma, dadme gran dolor de mis pecados. Y Vos, tierno y amoroso Corazón de mi Jesús, tened compasión de mí, pues detesto cordialmente los disgustos que os he dado y propongo firmemente amaros con todas mis fuerzas.

Después de su entrada en Jerusalén, Jesús pasó todo el día en predicar y curar enfermos; pero al llegar la noche tuvo que retirarse a descansar en Betania, porque no hubo en Jerusalén quien le invitase a hospedarse en su casa.

Benignísimo Señor mío, si los demás hombres no os reciben, jamás yo os arrojaré de mi corazón; hubo, sin embargo, un tiempo en que mi ingratitud os arrojó de mi alma; pero ahora tengo a más honra el vivir unido con Vos que ser dueño de todos los reinos del mundo. ¡Oh Dios mío!, ¿quién podrá jamás separarme de vuestro amor?

 

[1] Mt 21, 5.

[2] Mt 21, 9.

[3] Jn 19, 15.

[4] Lc 19, 14.

(Texto de San Alfonso María de Ligorio sobre la Pasión del Señor)

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