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«Todavía queda tiempo para que recurran a esta fuente que es mi misericordia, y así aprovecharse de la Sangre y el Agua que brotaron para ellos»

 

Mensaje del 23 de octubre de 1981 (II) 

En el mensaje hoy comentado, se nos habla del que se ha denominado «fruto más preciado del amor», la misericordia. Y se resalta que María es «Madre misericordiosa», como Madre que es de Jesús misericordioso. En la segunda parte del comentario, aparece una virtud que no por estar tan olvidada deja de ser muy valiosa: la obediencia. No en vano, Jesucristo fue «obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz» (Flp 2, 8), y la Virgen, Madre de Dios, se declaró a sí misma «la esclava del Señor» (Lc 1, 38).

 

«Hija mía, aquí me tienes como Madre misericordiosa, para ayudarte a soportar esos sufrimientos tan horribles. Ofréceselos al Padre Eterno, hija mía, por la conversión del mundo entero» (La Virgen).

 

La Virgen es Madre misericordiosa

La Virgen es Madre misericordiosa, porque es Madre de Aquél que es la misma Misericordia; en una de las jaculatorias, que se rezan al final de cada misterio del Rosario, la invocamos: «María, Madre de gracia, Madre de piedad, amor y misericordia…». Este atributo divino tan maravilloso, en sentido bíblico, es el fruto más preciado del amor infinito de Dios para con los hombres. En el Nuevo Testamento, lo resumiríamos en una de las frases de la Sagrada Escritura de mayor belleza y profundidad: «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16). Santa María Faustina Kowalska, apóstol de la Divina Misericordia, establece una preciosa relación entre amor y misericordia, y dice: «El amor de Dios es la flor y la misericordia es el fruto»[1].

Escribía san Juan Pablo II en su encíclica Dives in misericordia: «María, pues, es la que conoce más a fondo el misterio de la misericordia divina (…). En este sentido la llamamos también Madre de la misericordia: Virgen de la misericordia o Madre de la divina misericordia (…). Los susodichos títulos que atribuimos a la Madre de Dios nos hablan, no obstante, de ella, por encima de todo, como Madre del Crucificado y del Resucitado; como de aquella que, habiendo experimentado la misericordia de modo excepcional, “merece” de igual manera tal misericordia a lo largo de toda su vida terrena, en particular a los pies de la Cruz de su Hijo; finalmente, como de aquella que (…) ha sido llamada singularmente a acercar los hombres al amor que Él había venido a revelar: amor que halla su expresión más concreta en aquellos que sufren, en los pobres, los prisioneros, los que no ven, los oprimidos y los pecadores» (nº 9).

 

«Todavía es la Hora de la Misericordia»

San Juan Pablo II expresó con plena convicción al hablar de la misericordia: «Desde el comienzo de mi pontificado he considerado este mensaje como mi cometido especial. La Providencia me lo ha asignado» (22-11-1981). Es la hora, pues, de invocar la misericordia divina. Igualmente, a santa María Faustina le reveló un día el Señor: «Todavía queda tiempo para que recurran a esta fuente que es mi misericordia, y así aprovecharse de la Sangre y el Agua que brotaron para ellos»[2]. Y en un mensaje de Prado Nuevo, expresó: «Todavía es la Hora de la Misericordia. Pero, dentro de poco, será la Hora de la Justicia» (1-2-1983). Y en otro posterior: «Es la hora de la misericordia todavía» (7-6-1986).

«Sé obediente y humilde, hija mía. Tu obediencia tiene que ser muda, hija mía, para que nadie se entere» (La Virgen).

 

Quien obedece no se equivoca

¡Qué importante es la obediencia! Por ello, le insiste la Virgen a Luz Amparo que practique esta virtud tan imprescindible para alcanzar la perfección cristiana. Y le dice que esa obediencia «tiene que ser muda (…), para que nadie se entere»; curiosa recomendación, como si le indicara que, al obedecer, hay que evitar llamar la atención; que cualquier acto de virtud debe quedar, en lo posible, oculto a los ojos de los hombres; que ha de ser una obediencia humilde… Una obediencia «muda» podría interpretarse también como aquélla que no rebate ni discute, que no se rebela contra la voluntad divina, que se somete con prontitud y alegría… ¡Qué cierto es el adagio: «Quien obedece no se equivoca»! ¡Qué libertad interior adquiere el alma obediente que busca hacer la voluntad de Dios en todo momento! «Muchas veces —refiere santa Teresa— me parecía no poder sufrir el trabajo conforme a mi bajo natural; me dijo el Señor: “Hija, la obediencia da fuerzas”»[3]. La obediencia es una pieza clave en la obra redentora de Cristo, ya que Él «reveló su misterio y realizó la Redención con su obediencia»[4]. El verdadero discípulo de Jesús debe ser obediente e imitar a su Maestro, quien siendo de condición divina se despojó de su rango y se rebajó hasta someterse a la muerte en la Cruz, como afirma san Pablo[5]. «La obediencia hace meritorios nuestros actos y sufrimientos, de tal modo que, de inútiles que estos últimos pudieran parecer, pueden llegar a ser muy fecundos»[6].

 El mensaje hace anuncios sobre el porvenir y recomendaciones para esos tiempos difíciles:

«Diles que tienen que ser mejores de lo que son; que va a venir un gran castigo, hija mía, para toda la Humanidad; que confiesen sus culpas; que no se dejen engañar por el enemigo (…); que será horrible el Castigo y nadie se escapará de él, nadie. Todos verán el Aviso y verán lo que significa el Aviso» (La Virgen).

Palabras misteriosas que el paso del tiempo desvelará… Y que sirven de advertencia para nuestra conversión y vuelta a Dios, procurando vivir conforme a las palabras de Jesucristo: «Velad y orad, para que no caigáis en tentación» (Mt 26, 41). «Velad, pues, porque no sabéis ni el día ni la hora» (Mt 25, 13). Una explicación sobre el Castigo fue incluida ya en otro artículo anterior (El Castigo Divino); acerca del Aviso, ya tendremos ocasión de hablar en otra ocasión.

 

«Señor, ¿quién podrá escapar de tantos lazos?»

En otro párrafo, la Virgen contrapone la humildad a la soberbia:

«Date cuenta que el pecado de soberbia es el pecado que conduce a todos los pecados del mundo, hija mía. Hay que ser humildes. Date cuenta que mi Hijo escogió lo más humilde de la Tierra, y la humildad es la base principal de todo» (La Virgen).

Sin duda que lo es, pues en la vida espiritual viene a ser como los cimientos, sin los cuales se viene abajo todo el edificio. En un momento del mensaje, la Virgen alerta sobre la acción del maligno: «Que no se dejen engañar por el enemigo; que Satanás quiere apoderarse de toda la Tierra». ¿Cómo librarse de sus asechanzas? En la vida de san Antonio Abad se nos ofrece una solución, que se vincula, precisamente, a la humildad. Se cuenta que Dios le hizo ver el mundo sembrado de lazos preparados por el demonio para hacer caer a los hombres. El santo, ante la visión, queda espantado y pregunta: «Señor, ¿quién podrá escapar de tantos lazos?». Y escuchó una voz que le respondía: «Antonio: el que sea humilde; pues Dios da a los humildes la gracia necesaria, mientras los soberbios van cayendo en todas las trampas que el demonio les tiende; mas a las personas humildes el demonio no se atreve a atacarlas».

[1] Diario II, 295.

[2] Ibíd., 229-230.

[3] Fundaciones, Pról. 2.

[4] Lumen Gentium, 3.

[5] Cf. Flp 2, 6-8.

[6] Garrigou-Lagrange, O. P., Las tres edades de la vida interior, vol. II, p. 683.

 

(Revista Prado Nuevo nº 15. Comentario a los mensajes) 

 

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