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Mensaje del día 12 de febrero de 1982, viernes

El Señor:
Sí, hija mía, vamos a ofrecernos como víctimas al Padre Eterno por la salvación del mundo, por la salvación de esas almas que cada día se retiran de mí, me desprecian, me blasfeman; me están recibiendo sacrílegamente, no tienen compasión de mí. Os manifiesto a todos la amargura que siente mi Corazón, cuando veo que esas almas cada día sienten menos comprensión para mí.
Fue una alegría, desde mi Última Cena, hacerme compañero de los hombres hasta el fin del mundo y darles alimento de vino con mi Cuerpo. ¡Qué triste me encuentro algunas veces, cautivo por ellos, cuando veo que me abandonan en el sagrario y cuando veo que no creen en mi presencia real! ¡En cuántos corazones manchados tengo que entrar y cómo veo mi Cuerpo y mi Sangre profanados! ¡Cómo veo todos los días los sacrilegios, ultrajes y tremendas abominaciones que hacen contra mí!
Estoy de día y de noche en el sagrario por todos ellos, y ¡cómo rechazan mis llamamientos desde esta morada fría y triste en la que me encuentro! Por el amor de las almas estoy prisionero en la Eucaristía; pero ¡qué desagradecidos son muchos! ¡Cuántas veces pido consuelo a muchos corazones para que vengan a consolarme y me rechazan! Me encuentro allí presente como el mejor de los padres, como el amigo más fiel, con un amor inmenso que siento por esas almas, pero no soy comprendido, hija mía. ¡Pobres pecadores!; no son merecedores de estos sacrificios tuyos, míos y de los de muchas almas escogidas para su salvación.
Tú, hija mía, no te alejes de mí; te espero día y noche, dame consuelo, abandónate en mí y diles a todos que me hagan una visita, que los espero y quiero salvarlos a todos con la Sangre de mis llagas. Que vengan a mí, que soy su Padre y los quiero a todos con todo mi Corazón; que visiten al «Prisionero»; que si su alma está enferma, que vengan a mí, que yo los sanaré. Que si su cuerpo está enfermo, que vengan a mí, que yo los fortaleceré; que se den cuenta de que yo les puedo hacer recobrar la fuerza del cuerpo y la salud del alma; que den amor, limosna de amor a este pobre mendigo que los está esperando de día y de noche; que mi Corazón está triste por todos; que no me hagan sufrir más, que lo que quiero es que se salven. ¡Desgraciados los habitantes de la Tierra, cómo buscan su propia condenación!
Vamos a ofrecernos los dos al Padre Eterno por esas almas que están publicando las doctrinas de Jehová, su rey; las están publicando falsamente. Estoy muy apenado por esas falsas doctrinas que publican; mi verdadera doctrina es la católica; que amen a mi Madre y me amen a mí. Yo no admito que desprecien a mi Madre, esa Reina que sufre por todos, porque todos son sus hijos, por los cuales pide diariamente al Padre Eterno y derrama sus lágrimas por la salvación de sus almas.
No les sirve para nada ese amor falso que tienen hacia mí, porque el que no quiere a mi Madre no me quiere a mí, pues yo les dije agonizando al pie de la Cruz: «He ahí vuestra Madre». También le dije: «Madre mía, da amor a todos tus hijos». Pero, ¡qué poco corresponden a mis palabras! Mi Madre está ultrajada y despreciada por todos ellos; están buscando ellos mismos su propia condenación. ¡Qué pena me dan, hija mía! Vamos a ofrecer la escena de la Pasión por la salvación de esas almas ingratas y desagradecidas…
Luz Amparo:
Jesús se retuerce en la Cruz, ¡cómo está! Está todo ensangrentado, le han quitado la ropa a tirones; están repartiéndosela. Hay cuatro hombres. La túnica la quieren los cuatro, se están peleando por ella. Coge uno una moneda y les dice: «A ver si adivináis qué cara sale». Lo adivina uno; es el más gordo; le ha tocado la túnica; se ha quedado con ella. Los otros quieren también la túnica, pero uno, riéndose, le dice: «Quédate con ella, vístete de rey». Se la pone y los otros tres empiezan a reír. «Mira —dice uno—, si se parece al Nazareno. ¿También haces milagros?». Y se ríen los cuatro.
¡Ay, cómo está Jesús, Dios mío!, se está muriendo. ¡Ay, ay, Dios mío, ay, qué dolores tan grandes siento! ¡Ay, qué dolores, Madre mía! ¡Qué negro tiene el cuerpo el Señor! ¡Qué dolores siento tan horribles! ¡Ay, ay, ay, qué dolor! ¡Ay, qué dolor! ¡Ay, cómo abrasa el Sol, qué dolor tan horrible!... Se está nublando el Sol, ¡ay!, parece que va a llover. ¡Qué oscuro se está poniendo, qué truenos! ¡Ay! No se ve, hay mucha niebla, ¡ay! La gente corre, ¡cómo corre la gente! Hay muchos truenos; el Señor se está quedando solo, nadie le hace caso. ¡Oh, Dios mío! El Señor dice: «Todos me abandonan». La Virgen se agarra a la Cruz, está llorando amargamente. ¡Ay, qué dolor! ¡Ay, está llorando!
El Señor la mira; hay otras dos mujeres con Ella; se abrazan a la Cruz. También hay un hombre con el pelo muy largo. No sé quién es. Coge a la Virgen por los hombros y la abraza. Dicen que es Juan, ¡ay! El Señor dice a la Virgen: «Mujer, he ahí a tus hijos». Y luego dice: «Hijos, ahí está vuestra Madre, cuidadla».
El Señor se está muriendo. Ahora sí que se está muriendo. ¡Qué dolor! Siento mucha sed. Él también tiene mucha sed; por eso dice: «Tengo sed». Mojan un trapo en la vara del látigo en un vaso que tiene un líquido como vino; lo mojan y se lo ponen en la boca. ¡Ay, qué malo está! ¡Ay, qué malo! Pero, ¿cómo le dan eso? Pero ¡qué malos son!, ¿cómo le dan eso? El gordo ese, ¡qué malo es! No darle ni un poquito de agua... ¡Ay, Dios mío! ¡Oh, pobrecito, qué mal está! ¡Ay, Dios mío, qué pena! El Señor abre la boca, tiene mucha fatiga, se está muriendo. ¡Ay, qué fatiga! ¡Ay, qué fatiga! ¡Ay, qué fatiga! El Señor dice: «Todo está consumado. Padre mío, Padre mío, ¿por qué me has abandonado? En tus manos encomiendo mi espíritu».
El Señor:
Sí, hija mía, todos me abandonaron, todos, hasta mis discípulos me dejaron solo en ese momento. Yo gritaba, pero, a pesar de mis gritos, nadie me oía en esos momentos tan terribles. Se ríen de mí, se burlan, me llaman farsante, no tienen compasión de mí; mis huesos están descoyuntados; mi corazón se derrite en mis entrañas por el fuego del Sol; mi garganta está seca; la lengua se me pega al paladar; la muerte me llega, pero nadie siente compasión; me taladraron los pies y las manos; me miran con burlas, se mofan de mi dolor. ¡Hasta dónde llega la ingratitud de los hombres! No tienen compasión, son crueles, me ven en la agonía y se siguen burlando.
Todo esto por la ingratitud de los hombres, por mis almas consagradas. Quiero cumplas todos los días este sufrimiento. Hay que seguir pidiendo por todas ellas. ¡Pobres almas! Tú, hija mía, da gloria a Dios, ofrece tus sufrimientos; piensa, hija mía, que el dolor es el don de la salvación. Ayúdame, hija mía, dame pruebas de amor con tu dolor, con tu sufrimiento, con tu humildad, por esas almas. Piensa que al hombre, ¿de qué le vale tener el mundo entero si pierde su alma? Seguid rezando el santo Rosario; que sigan haciendo apostolado, que están ayudando a muchas almas; que recen el Rosario, que es lo que más le agrada a mi Madre. No le quitéis su plegaria favorita, es lo que más le agrada.
Tú, hija mía, date cuenta de que eres un instrumento miserable, que me he valido de ti para que, por tus medios, ayudes a salvar a los demás. Ahora haz un acto de humildad; besa el suelo y sé humilde; no te abandones en la oración…
Adiós, hija mía, te doy mi santa bendición.