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¿Por qué el mal, por qué el dolor, por qué esta cruz humana que parece coesencial con nuestra naturaleza?

A nosotros, cristianos, el valor sacro de estos días santos nos viene de la memoria de la pasión y muerte de Cristo, que en ellos celebramos, con una fe más viva, con una piedad más tierna y, a la vez, austera y consciente, con la propia identificación litúrgica y espiritual en ese misterio de la redención expresado en el Credo de cada día: Crucifixus etian pro nobis..., passus et sepultus est.

Estos son, pues, los días de la cruz, los días en que sube espontáneamente a los labios de los cristianos el antiguo himno litúrgico, transmitido de generación en generación, y repetido por millones de creyentes en todos los tiempos, incluida la época del primer Año Santo, convocado por el Papa Bonifacio VIII el año 1300: Vexilla Regis prodeunt / fulget Crucis mysterium...

La cruz es la enseña de Cristo a la que nosotros veneramos y cantamos. Más aún, por su función de instrumento de nuestra redención estrechamente unido, según el designio del Padre, con el que fue suspendido en ella como en un patíbulo, nosotros la adoramos como por una extensión del culto que reservamos al Hombre-Dios. En realidad adorar la cruz (como, haremos litúrgicamente el Viernes Santo) es adorar a Cristo mismo: Adoramus Te, Christe, et benedicimus Tibi, quia per sanctam Crucem tuam redemisti mundum!

En realidad la cruz pertenece a nuestra condición existencial, como nos demuestra la experiencia de cada día. Más aún, se diría que tiene sus raíces en la misma esencia de las cosas creadas.

El hombre es consciente de los valores, pero también de los límites. De aquí el problema del mal que, en determinadas condiciones de desconcierto físico, psicológico, espiritual, es dolor, sufrimiento, o incluso pecado. ¿Por qué el mal, por qué el dolor, por qué esta cruz humana que parece coesencial con nuestra naturaleza, y sin embargo, en muchos casos, tan absurda?

Se trata de preguntas que atormentan desde siempre la mente y el corazón del hombre, y a las cuales, quizá, se pueden dar respuestas parciales de orden teórico, pero que continúan planteándose de nuevo en la realidad de la vida, a veces de modo dramático, sobre todo cuando se trata del dolor de los inocentes, de los niños, incluso de grupos humanos y de pueblos enteros subyugados por fuerzas prepotentes que parecen señalar en el mundo el triunfo de la maldad. ¿Quién de nosotros no siente una herida en el corazón ante tantos hechos dolorosos, ante tantas cruces?

Es verdad que la experiencia universal enseña también los benéficos efectos que en muchos hombres produce el dolor, como generador de madurez, de sabiduría, de bondad. de comprensión, de solidaridad, de tal manera que se ha podido hablar de la fecundidad del dolor. Pero esta constatación deja sin resolver el problema de fondo y no elimina la tentación de Job, que se asoma también al espíritu del cristiano, cuando se siente impulsado a preguntar a Dios: ¿Por qué? Más aún, para muchos el problema del mal y del dolor es una objeción contra la Providencia de Dios, e incluso a veces contra su existencia. La realidad de la cruz se convierte entonces en un escándalo, porque se trata de una cruz sin Cristo: ¡La más pesada e insoportable, a veces terrible hasta la tragedia!

La cruz con Cristo es la gran revelación del significado del dolor y del valor que tiene en la vida y en la historia. Él que comprende la cruz, el que la abraza, comienza un camino muy distinto del camino del proceso y de la contestación a Dios: encuentra, más bien, en la cruz el motivo de una nueva ascensión a Él por la senda de Cristo, que es precisamente el Vía Crucis, el camino de la cruz.

La cruz es la prueba de un amor infinito que, precisamente en esa hostia de expiación y pacificación ha colocado el principio de la restauración universal y sobre todo de la redención humana: redención del pecado y, al menos en raíz, del mal, del dolor y de la muerte.

Pero la cruz nos invita a responder al amor con el amor. A Dios, que nos amó primero, nosotros podemos darle, a nuestra vez, el signo de nuestra íntima participación en su designio de salvación. No siempre logramos descubrir en este designio el porqué de los dolores que marcan el camino de nuestra vida. Sin embargo, sostenidos por la fe, podemos llegar a la certeza de que se trata de un designio de amor, en el cual toda la inmensa gama de las cruces, grandes y pequeñas, tiende a fundirse en la única cruz.

La cruz es, pues, para nosotros una garantía de vida, de resurrección y de salvación, porque contiene en sí y comunica a los creyentes la fuerza renovadora de la redención de Cristo. Según San Pablo, en ella es una realidad ya adquirida incluso la futura resurrección y glorificación celeste, que será en la eternidad la manifestación gloriosa de la victoria que Cristo nos ha traído con su pasión y su muerte. Y nosotros, con la experiencia de nuestro dolor cotidiano, estamos llamados a participar en este misterio que es ciertamente de pasión, pero también de gloria.

De la Homilía del Santo Padre San Juan Pablo II,
el miércoles 30 de marzo de 1983

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