EVANGELIO
Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos (cf. Jn 15, 9-17)
✠
Lectura del santo Evangelio según san Juan.
EN aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor.
Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor.
Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud.
Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado.
Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos.
Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando.
Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer.
No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca.
De modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo dé. Esto os mando: que os améis unos a otros».
Palabra del Señor.
LECTURA ESPIRITUAL Y HOMILÍA
Papa Francisco
Regina Coeli
Plaza de San Pedro
Domingo, 10 de mayo de 2015
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de hoy —san Juan, capítulo 15— nos vuelve a llevar al Cenáculo, donde escuchamos el mandamiento nuevo de Jesús. Dice así: «Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros, como yo os he amado» (v. 12). Y, pensando en el sacrificio de la cruz ya inminente, añade: «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando» (vv. 13-14). Estas palabras, pronunciadas durante la última Cena, resumen todo el mensaje de Jesús; es más, resumen todo lo que Él hizo: Jesús dio la vida por sus amigos. Amigos que no lo habían comprendido, que en el momento crucial lo abandonaron, traicionaron y renegaron. Esto nos dice que Él nos ama aun sin ser merecedores de su amor: ¡así nos ama Jesús!
De este modo, Jesús nos muestra el camino para seguirlo, el camino del amor. Su mandamiento no es un simple precepto, que permanece siempre como algo abstracto o exterior a la vida. El mandamiento de Cristo es nuevo, porque Él, en primer lugar, lo realizó, le dio carne, y así la ley del amor se escribe una vez para siempre en el corazón del hombre (cf. Jer 31, 33). Y ¿cómo está escrita? Está escrita con el fuego del Espíritu Santo. Y con este mismo Espíritu, que Jesús nos da, podemos caminar también nosotros por este camino.
Es un camino concreto, un camino que nos conduce a salir de nosotros mismos para ir hacia los demás. Jesús nos mostró que el amor de Dios se realiza en el amor al prójimo. Ambos van juntos. Las páginas del Evangelio están llenas de este amor: adultos y niños, cultos e ignorantes, ricos y pobres, justos y pecadores han tenido acogida en el corazón de Cristo.
Por lo tanto, esta Palabra del Señor nos llama a amarnos unos a otros, incluso si no siempre nos entendemos y no siempre estamos de acuerdo…, pero es precisamente allí donde se ve el amor cristiano. Un amor que también se manifiesta si existen diferencias de opinión o de carácter, ¡pero el amor es más grande que estas diferencias! Este es el amor que nos ha enseñado Jesús. Es un amor nuevo porque lo renueva Jesús y su Espíritu. Es un amor redimido, liberado del egoísmo. Un amor que da alegría a nuestro corazón, como dice Jesús mismo: «Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud» (v. 11).
Es precisamente el amor de Cristo, que el Espíritu Santo derrama en nuestros corazones, el que realiza cada día prodigios en la Iglesia y en el mundo. Son muchos los pequeños y grandes gestos que obedecen al mandamiento del Señor: «Que os améis unos a otros, como yo os he amado» (cf. Jn15, 12). Gestos pequeños, de todos los días, gestos de cercanía a un anciano, a un niño, a un enfermo, a una persona sola y con dificultades, sin casa, sin trabajo, inmigrante, refugiada… Gracias a la fuerza de esta Palabra de Cristo, cada uno de nosotros puede hacerse prójimo del hermano y la hermana que encuentra. Gestos de cercanía, de proximidad. En estos gestos se manifiesta el amor que Cristo nos enseñó.
Que en esto nos ayude nuestra Madre Santísima, para que en la vida cotidiana de cada uno de nosotros el amor de Dios y el amor del prójimo estén siempre unidos (cf. vatican.va).
Jubileo de la Diócesis de Roma
San Juan Pablo II
Homilía
Domingo, 28 de mayo de 2000
- «Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor» (Jn 15, 9). Cristo, la víspera de su muerte, abre su corazón a los discípulosreunidos en el Cenáculo. Les deja su testamento espiritual. En el período pascual, la Iglesia vuelve sin cesar espiritualmente al Cenáculo, a fin de escuchar de nuevo con reverencia las palabras del Señor y obtener luz y consuelo para avanzar por los caminos del mundo.
Nuestra Iglesia de Roma, que celebra su jubileo, vuelve hoy al Cenáculo con el corazón conmovido. Vuelve para dejarse interpelar por el divino Maestro, para meditar en sus palabras y descubrir la respuesta más adecuada a las peticiones que Él le hace.
Las palabras que nuestra Iglesia escucha hoy de los labios de su Señor son fuertes y claras: «Permaneced en mi amor. (…) Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado» (Jn 15, 9. 12). ¡Cómo no sentir particularmente «nuestras» estas palabras de Jesús! ¿No tiene la Iglesia de Roma la tarea específica de «presidir en la caridad» a toda la ecúmene cristiana? (cf. san Ignacio de Antioquía, Ad Rom, inscr.). Sí, el mandamiento del amor compromete a nuestra Iglesia de Roma con una fuerza y una urgencia especiales.
El amor es exigente. Cristo dice: «Nadie tiene amor mayor que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15, 13). El amor llevará a Jesús a la Cruz. Todo discípulo debe recordarlo. El amor viene del Cenáculo y vuelve a él. En efecto, después de la resurrección, precisamente en el Cenáculo los discípulos meditarán en las palabras pronunciadas por Jesús el Jueves Santo y tomarán conciencia del contenido salvífico que encierran. En virtud del amor de Cristo, acogido y correspondido, ahora son sus amigos: «Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15, 15).
Reunidos en el Cenáculo después de la resurrección y la ascensión del divino Maestro al Cielo, los Apóstoles comprenderán plenamente el sentido de sus palabras: «Os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure» (Jn 15, 16). Bajo la acción del Espíritu Santo, estas palabras los convertirán en la comunidad salvífica que es la Iglesia. Los Apóstoles comprenderán que han sido elegidos para una misión especial, es decir, testimoniar el amor: «Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor».
Esta consigna pasa hoy a nosotros: en cuanto cristianos, estamos llamados a ser testigos del amor. Este es el «fruto» que estamos llamados a dar, y este fruto «permanece» en el tiempo y por toda la eternidad.
- La segunda lectura, tomada de los Hechos de los Apóstoles, habla de la misión apostólica que brota de este amor. Pedro, llamado por el centurión romano Cornelio, va a su casa, en Cesarea, y asiste a su conversión, la conversión de un pagano. El mismo Apóstol comenta ese importantísimo acontecimiento: «Está claro que Dios no hace distinciones: acepta al que lo teme y practica la justicia, sea de la nación que sea» (Hch 10, 34-35). Del mismo modo, cuando el Espíritu Santo desciende sobre el grupo de creyentes provenientes del paganismo, Pedro comenta: «¿Se puede negar el agua del bautismo a los que han recibido el Espíritu Santo igual que nosotros?» (Hch 10, 47). Iluminado desde lo alto, Pedro comprende y testimonia que todos están llamados por el amor de Cristo.
Nos encontramos aquí ante un viraje decisivo en la vida de la Iglesia: un viraje al que el libro de los Hechos atribuye gran importancia. En efecto, los Apóstoles, y en particular Pedro, aún no habían percibido claramente que su misión no se limitaba sólo a los hijos de Israel. Lo que sucedió en la casa de Cornelio los convenció de que no era así. A partir de entonces comenzó el desarrollo del cristianismo fuera de Israel, y se consolidó una conciencia cada vez más profunda de la universalidad de la Iglesia: todo hombre y toda mujer, sin distinción de raza y cultura, están llamados a acoger el Evangelio. El amor de Cristo es para todos, y el cristiano es testigo de este amor divino y universal.
- Totalmente convencido de esta verdad, san Pedro se dirigió primero a Antioquía y, después, a Roma. La Iglesia de Roma le debe su comienzo. Este encuentro de la comunidad eclesial de Roma, en el corazón del gran jubileo del año 2000, reaviva en todos nosotros el recuerdo de ese origen apostólico, el recuerdo de san Pedro, primer pastor de nuestra ciudad. Durante estos meses numerosos peregrinos, de todas las partes del mundo, están acudiendo a su tumba para celebrar el jubileo de la encarnación del Señor y profesar la misma fe de Pedro en Cristo, Hijo de Dios vivo.
Se manifiesta así, una vez más, la particular vocación que la divina Providencia ha reservado a Roma: ser el punto de referencia para la comunión y la unidad de toda la Iglesia y para la renovación espiritual de toda la Humanidad (cf. vatican.va).
NOTA: Las palabras en negrita han sido resaltadas por la web de Prado Nuevo.