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XIV Domingo del Tiempo Ordinario (A)

 

EVANGELIO

Soy manso y humilde de corazón (cf. Mt 11, 25-30)

Lectura del santo Evangelio según san Mateo.

EN aquel tiempo, tomó la palabra Jesús y dijo:

«Te doy gracias, Padre, Señor del Cielo y de la Tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, así te ha parecido bien.

Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.

Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera».

Palabra del Señor.

 

LECTURA ESPIRITUAL Y HOMILÍA

La dignidad única del Hijo

Ya que el Señor había dicho: Te confieso, Padre, porque ocultaste estas cosas a los sabios y prudentes y las revelaste a los pequeñuelos; porque nadie pensara que hablaba así por no tener Él mismo aquel poder y no ser capaz de hacer lo mismo que el Padre, prosigue diciendo: Todas las cosas me han sido entregadas por mi Padre. Era como decirles a los discípulos, que se alegraban de haber expulsado a los demonios: “¿Por qué os maravilláis de que os obedezcan los demonios? Todo es mío, todo me ha sido entregado”. Mas, ya que oyes la palabra entregado; no por ello te imagines una entrega a la manera humana. Si el Señor la emplea aquí es porque quiere que no nos imaginemos a dos dioses ingénitos. Porque, que Él es engendrado y a par dueño soberano de todas las cosas, por otros muchos testimonios nos lo pone Él de manifiesto. Seguidamente, y para esclarecer aún más tu inteligencia, aún dice el Señor algo más grande: Y nadie conoce al Hijo sino el Padre; ni al Padre le conoce nadie sino el Hijo. Los ignorantes pudieran pensar que no hay enlace entre esta sentencia del Señor y lo anteriormente dicho; sin embargo, lo hay y muy estrecho. Y, en efecto, como Él había dicho: Todo me ha sido entregado por mi Padre, prosigue: “¿Y qué maravilla es que sea dueño soberano de todas las cosas, cuando tengo algo más grande que esa soberanía, pues conozco al Padre y soy de su misma sustancia? Porque, veladamente, también, esto lo da a entender el Señor por el hecho de ser Él solo quien de este modo conoce al Padre. Decir en efecto: Nadie conoce al Padre sino el Hijo, eso es lo que quiere decir. Y notad el momento en que el Señor dice esto: cuando ya sus discípulos habían recibido en las obras una prueba de su poder, no sólo por haberle visto a Él hacer milagros, sino porque ellos mismos los habían hecho tan grandes en nombre suyo. Además, como había dicho: Lo has revelado a los pequeñuelos, ahora hace ver que también esta revelación es obra suya: Porque nadie —dice— conoce perfectamente al Pa­dre sino el Hijo y a quien el Hijo se lo quiere revelar. A quien Él quisiere, no a quien se le ordene o se le mande. Ahora bien, si revela al Padre, también se revela a sí mismo. Esto, sin embargo, por evidente, lo pasó por alto, y sólo habló de la revelación del Padre, que es lo que hace en todas partes, como cuando dice: Nadie puede venir al Padre sino por mí[1] (…).

“Venid a mí todos los que trabajáis”

Ahora, cuando con estas palabras ha excitado su deseo y les ha demostrado su inefable poder, convídalos a Sí, diciendo: Venid a mí todos los que estáis cansados y vais cargados, y yo os aliviaré. No éste o aquél, sino todos los que tenéis preocupaciones, sentís tristeza o estáis en pecado. Venid, no porque yo os quiera pedir cuentas, sino para perdonaros vuestros pecados. Venid, no porque yo necesite de vuestra gloria, sino porque anhelo vuestra salvación. Porque yo —dice— os aliviaré. No dijo solamente: os salvaré, sino lo que es mucho más: os pondré en seguridad absoluta.

El yugo suave y la carga ligera

Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, porque soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera. No os espantéis —parece decirnos el Señor— al oír hablar de yugo, pues es suave; no tengáis miedo de que os hable de carga, pues es ligera. Pues ¿cómo nos habló anteriormente de la puerta estrecha y del camino angosto?[2] Eso es cuando somos tibios, cuando andamos espiritualmente decaídos; porque si cumplimos sus palabras, su carga es realmente ligera. ¿Y cómo se cumplen sus palabras? Siendo humildes, mansos y modestos. Esta virtud de la humildad es, en efecto, madre de toda filosofía. Por eso, cuando el Señor promulgó aquellas sus divinas leyes al comienzo de su misión, por la humildad empezó. Y lo mismo hace aquí ahora, a par que señala para ella el más alto premio. Porque no sólo —dice— serás útil a los otros, sino que tú mismo, antes que nadie, encontrarás descanso para tu alma. Encontraréis —dice el Señor— descanso para vuestras almas. Ya antes de la vida venidera te da el Señor el galardón, ya aquí te ofrece la corona del combate, y de este modo, a par que poniéndosete Él mismo por dechado, te hace más fácil de aceptar su doctrina.

“Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí…”

Exhortación a la humildad

Porque ¿qué es lo que tú temes? —parece decirte el Señor— ¿Quedar rebajado por la humildad? Mírame a mí, considera los ejemplos que yo os he dado y entonces verás con evidencia la grandeza de esta virtud. ¿Veis cómo por todos los medios los conduce a la humildad? Por lo mismo que Él hizo: Aprended de mí, porque yo soy manso y humilde de corazón. Por el provecho que de ello habían ellos mismos de sacar: Porque encontraréis —les dice— el descanso para vuestras almas. Por las gracias que Él mismo les concede: Porque también yo os aliviaré. Porque nos la hace fácil: Mi yugo es suave y mi carga ligera. Por modo semejante trata Pablo de persuadirnos diciendo: La presente momentánea tribulación nos produce, sobre toda ponderación, un eterno peso de gloria[3]. Pero ¿cómo puede llamar el Señor ligera su carga, cuando nos dice: El que no aborrece a su padre y a su madre; y: El que no toma su cruz y me sigue no es digno de mí; y: El que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo[4]; cuando nos manda desprendernos hasta de la propia vida? Que te responda Pablo, cuando dice: ¿Quién nos separará de la caridad de Cristo? ¿Acaso la tribulación, o la estrechez, o la persecución, o el hambre, o la desnudez, o el peligro, o la espada? Y aquello otro: No merecen los sufrimientos de este siglo entrar en parangón con la gloria venidera que ha de revelarse en nosotros[5]. Respóndante los apóstoles, que salen del sanedrín de ser azotados, e iban alegres, porque habían merecido ser deshonrados por el nombre de Jesús[6]. Y si tú tiemblas y te estremeces de sólo oír “yugo” y “carga”, tu miedo no viene de la naturaleza misma de la cosa, sino de tu tibieza. Porque, si fueras decidido y fervoroso, todo se te haría fácil y ligero. De ahí que Cristo, para darnos a entender que también de nuestra parte hemos de trabajar algo, no habló sólo de lo fácil y se calló, ni tampoco sólo de lo pesado, sino que juntó lo uno y lo otro. Nos habló de yugo, pero lo llamó suave; nos habló de la carga, pero la calificó de ligera. Así, ni por excesivamente trabajoso, lo huyeras; ni por excesivamente ligero, lo desdeñaras (S. Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio de San Mateo (I), homilía 38, 1-3, [BAC, Madrid, 1955]).

 

Benedicto XVI

Audiencia General

Sala Pablo VI
Miércoles, 7 de diciembre de 2011

Queridos hermanos y hermanas:

Los evangelistas Mateo y Lucas (cf. Mt 11, 25-30 y Lc 10, 21-22) nos transmitieron una «joya» de la oración de Jesús, que se suele llamar Himno de júbilo o Himno de júbilo mesiánico. Se trata de una oración de reconocimiento y de alabanza, como hemos escuchado. En el original griego de los Evangelios, el verbo con el que inicia este himno, y que expresa la actitud de Jesús al dirigirse al Padre, es exomologoumai, traducido a menudo como «te doy gracias» (Mt 11, 25 y Lc 10, 21). Pero en los escritos del Nuevo Testamento este verbo indica principalmente dos cosas: la primera es «reconocer hasta el fondo» —por ejemplo, Juan Bautista pedía a quien acudía a él para bautizarse que reconociera hasta el fondo sus propios pecados (cf. Mt 3, 6)—; la segunda es «estar de acuerdo». Por tanto, la expresión con la que Jesús inicia su oración contiene su reconocer hasta el fondo, plenamente, la acción de Dios Padre, y, juntamente, su estar en total, consciente y gozoso acuerdo con este modo de obrar, con el proyecto del Padre. El Himno de júbilo es la cumbre de un camino de oración en el que emerge claramente la profunda e íntima comunión de Jesús con la vida del Padre en el Espíritu Santo y se manifiesta su filiación divina.

Jesús se dirige a Dios llamándolo «Padre». Este término expresa la conciencia y la certeza de Jesús de ser «el Hijo», en íntima y constante comunión con Él, y este es el punto central y la fuente de toda oración de Jesús. Lo vemos claramente en la última parte del Himno, que ilumina todo el texto. Jesús dice: «Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; ni quién es el Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Lc 10, 22). Jesús, por tanto, afirma que sólo «el Hijo» conoce verdaderamente al Padre. Todo conocimiento entre las personas —como experimentamos todos en nuestras relaciones humanas— comporta una comunión, un vínculo interior, a nivel más o menos profundo, entre quien conoce y quien es conocido: no se puede conocer sin una comunión del ser. En el Himno de júbilo, como en toda su oración, Jesús muestra que el verdadero conocimiento de Dios presupone la comunión con Él: sólo estando en comunión con el otro comienzo a conocerlo; y lo mismo sucede con Dios: sólo puedo conocerlo si tengo un contacto verdadero, si estoy en comunión con Él. Por lo tanto, el verdadero conocimiento está reservado al Hijo, al Unigénito que desde siempre está en el seno del Padre (cf. Jn 1, 18), en perfecta unidad con Él. Sólo el Hijo conoce verdaderamente a Dios, al estar en íntima comunión del ser; sólo el Hijo puede revelar verdaderamente quién es Dios.

Al nombre «Padre» le sigue un segundo título, «Señor del cielo y de la tierra». Jesús, con esta expresión, recapitula la fe en la creación y hace resonar las primeras palabras de la Sagrada Escritura: «Al principio creó Dios el cielo y la tierra» (Gn 1, 1). Orando, Él remite a la gran narración bíblica de la historia de amor de Dios por el hombre, que comienza con el acto de la creación. Jesús se inserta en esta historia de amor, es su cumbre y su plenitud. En su experiencia de oración, la Sagrada Escritura queda iluminada y revive en su más completa amplitud: anuncio del misterio de Dios y respuesta del hombre transformado. Pero a través de la expresión «Señor del cielo y de la tierra» podemos también reconocer cómo en Jesús, el Revelador del Padre, se abre nuevamente al hombre la posibilidad de acceder a Dios.

Hagámonos ahora la pregunta: ¿a quién quiere revelar el Hijo los misterios de Dios? Al comienzo del Himno Jesús expresa su alegría porque la voluntad del Padre es mantener estas cosas ocultas a los doctos y los sabios y revelarlas a los pequeños (cf. Lc 10, 21). En esta expresión de su oración, Jesús manifiesta su comunión con la decisión del Padre que abre sus misterios a quien tiene un corazón sencillo: la voluntad del Hijo es una cosa sola con la del Padre. La revelación divina no tiene lugar según la lógica terrena, para la cual son los hombres cultos y poderosos los que poseen los conocimientos importantes y los transmiten a la gente más sencilla, a los pequeños. Dios ha usado un estilo muy diferente: los destinatarios de su comunicación han sido precisamente los «pequeños». Esta es la voluntad del Padre, y el Hijo la comparte con gozo. Dice el Catecismo de la Iglesia católica: «Su conmovedor “¡Sí, Padre!” expresa el fondo de su corazón, su adhesión al querer del Padre, de la que fue un eco el “Fiat” de su Madre en el momento de su concepción y que preludia lo que dirá al Padre en su agonía. Toda la oración de Jesús está en esta adhesión amorosa de su corazón de hombre al “misterio de la voluntad” del Padre (Ef 1, 9)» (n. 2603). De aquí deriva la invocación que dirigimos a Dios en el Padrenuestro: «Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo»: junto con Cristo y en Cristo, también nosotros pedimos entrar en sintonía con la voluntad del Padre, llegando así a ser sus hijos también nosotros. Jesús, por lo tanto, en este Himno de júbilo expresa la voluntad de implicar en su conocimiento filial de Dios a todos aquellos que el Padre quiere hacer partícipes de Él; y aquellos que acogen este don son los «pequeños».

Pero, ¿qué significa «ser pequeños», sencillos? ¿Cuál es «la pequeñez» que abre al hombre a la intimidad filial con Dios y a aceptar su voluntad? ¿Cuál debe ser la actitud de fondo de nuestra oración? Miremos el «Sermón de la montaña», donde Jesús afirma: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5, 8). Es la pureza del corazón la que permite reconocer el rostro de Dios en Jesucristo; es tener un corazón sencillo como el de los niños, sin la presunción de quien se cierra en sí mismo, pensando que no tiene necesidad de nadie, ni siquiera de Dios.

Es interesante también señalar la ocasión en la que Jesús prorrumpe en este Himno al Padre. En la narración evangélica de Mateo es la alegría porque, no obstante las oposiciones y los rechazos, hay «pequeños» que acogen su palabra y se abren al don de la fe en él. El Himno de júbilo, en efecto, está precedido por el contraste entre el elogio de Juan Bautista, uno de los «pequeños» que reconocieron el obrar de Dios en Cristo Jesús (cf. Mt 11, 2-19), y el reproche por la incredulidad de las ciudades del lago «donde había hecho la mayor parte de sus milagros» (cf. Mt 11, 20-24). Mateo, por tanto, ve el júbilo en relación con las expresiones con las que Jesús constata la eficacia de su palabra y la de su acción: «Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: lo ciegos ven y los cojos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan y los pobres son evangelizados. ¡Y bienaventurado el que no se escandalice de mí!» (Mt 11, 4-6).

También san Lucas presenta el Himno de júbilo en conexión con un momento de desarrollo del anuncio del Evangelio. Jesús envió a los «setenta y dos discípulos» (Lc 10, 1) y ellos partieron con una sensación de temor por el posible fracaso de su misión. Lucas subraya también el rechazo que encontró el Señor en las ciudades donde predicó y realizó signos prodigiosos. Pero los setenta y dos discípulos regresaron llenos de alegría, porque su misión tuvo éxito. Constataron que, con el poder de la palabra de Jesús, los males del hombre son vencidos. Y Jesús comparte su satisfacción: «en aquella hora» (Lc 20, 21), en aquel momento se llenó de alegría.

Hay otros dos elementos que quiero destacar. El evangelista Lucas introduce la oración con la anotación: «Jesús se llenó de alegría en el Espíritu Santo» (Lc 10, 21). Jesús se alegra partiendo desde el interior de sí mismo, desde lo más profundo de sí: la comunión única de conocimiento y de amor con el Padre, la plenitud del Espíritu Santo. Implicándonos en su filiación, Jesús nos invita también a nosotros a abrirnos a la luz del Espíritu Santo, porque —como afirma el apóstol Pablo— «(Nosotros) no sabemos pedir como conviene; pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables… según Dios» (Rm 8, 26-27) y nos revela el amor del Padre. En el Evangelio de Mateo, después del Himno de júbilo, encontramos uno de los llamamientos más apremiantes de Jesús: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré» (Mt 11, 28). Jesús pide que se acuda a Él, que es la verdadera sabiduría, a él que es «manso y humilde de corazón»; propone «su yugo», el camino de la sabiduría del Evangelio que no es una doctrina para aprender o una propuesta ética, sino una Persona a quien seguir: Él mismo, el Hijo Unigénito en perfecta comunión con el Padre.

Queridos hermanos y hermanas, hemos gustado por un momento la riqueza de esta oración de Jesús. También nosotros, con el don de su Espíritu, podemos dirigirnos a Dios, en la oración, con confianza de hijos, invocándolo con el nombre de Padre, «Abbà». Pero debemos tener el corazón de los pequeños, de los «pobres en el espíritu» (Mt 5, 3), para reconocer que no somos autosuficientes, que no podemos construir nuestra vida nosotros solos, sino que necesitamos de Dios, necesitamos encontrarlo, escucharlo, hablarle. La oración nos abre a recibir el don de Dios, su sabiduría, que es Jesús mismo, para cumplir la voluntad del Padre en nuestra vida y encontrar así alivio en el cansancio de nuestro camino. Gracias (cf. vatican.va).

NOTA: Las palabras en negrita han sido resaltadas por la web de Prado Nuevo.

[1] Jn 14, 6.

[2] Mt 7, 14.

[3] 2 Co 4, 17.

[4] Lc 14, 26.27.33.

[5] Rm 8, 35.18.

[6] Hch 5, 41.

 

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