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XXXI DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO (B)

 

EVANGELIO

Amarás al Señor, tu Dios. Amarás a tu prójimo (cf. Mc 12, 28b-34)

Lectura del santo Evangelio según san Marcos.

EN aquel tiempo, un escriba se acercó a Jesús y le preguntó:

«¿Qué mandamiento es el primero de todos?».

Respondió Jesús:

«El primero es: “Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser”. El segundo es este: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. No hay mandamiento mayor que estos».

El escriba replicó:

«Muy bien, Maestro, sin duda tienes razón cuando dices que el Señor es uno solo y no hay otro fuera de Él; y que amarlo con todo el corazón, con todo el entendimiento y con todo el ser, y amar al prójimo como a uno mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios».

Jesús, viendo que había respondido sensatamente, le dijo:

«No estás lejos del reino de Dios».

Y nadie se atrevió a hacerle más preguntas.

Palabra del Señor.

LECTURA ESPIRITUAL Y HOMILÍA

San Francisco de Asís
Regla: Ninguna otra cosa deseemos

«Amarás al Señor, tu Dios» (Mc 12,30)

1ª Regla

«A todos los que quieren servir al Señor Dios dentro de la santa Iglesia católica, apostólica y a todos los órdenes siguientes: sacerdotes, diáconos, subdiáconos, acólitos, exorcistas, lectores, ostiarios y a todos los clérigos; y a todos los religiosos y religiosas; a todos los donados y postulantes; pobres y necesitados; reyes y príncipes; trabajadores y agricultores; siervos y señores; a todas las vírgenes y continentes, y casadas; laicos, varones y mujeres; a todos los niños, adolescentes, jóvenes y ancianos; sanos y enfermos; a todos los pequeños y grandes; y a todos los pueblos, gentes, tribus y lenguas (cf. Ap 7, 9); y a todas las naciones y a todos los hombres en cualquier lugar de la Tierra, que son y serán, humildemente les rogamos y suplicamos todos nosotros, los frailes menores, siervos inútiles (Lc 17, 10), que todos perseveremos en la verdadera fe y penitencia, porque de otra manera ninguno puede salvarse.

Amemos todos con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente, con toda la fuerza (cf. Mc 12, 30) y fortaleza (cf. Mc 12, 33), con todo el entendimiento, con todas las fuerzas (cf. Lc 10, 27), con todo el esfuerzo, con todo el afecto, con todas las entrañas, con todos los deseos y voluntades al Señor Dios (cf. Mc 12, 30 par), que nos dio y nos da a todos nosotros todo el cuerpo, toda el alma y toda la vida; que nos creó, redimió y por sola su misericordia nos salvará (c. Tob 13, 5); que a nosotros miserables y míseros, pútridos y hediondos, ingratos y malos todo bien nos hizo y nos hace».

Ninguna otra cosa, por tanto, deseemos, ninguna otra queramos, ninguna otra nos plazca y deleite, sino nuestro Creador y Redentor y Salvador, el sólo verdadero Dios, que es pleno bien, todo bien, total bien, verdadero y sumo bien, que es el solo bueno (cf. Lc 18, 19), piadoso, manso, suave y dulce; que es el solo santo, justo, verdadero, santo y recto; el solo que es benigno, inocente, puro; de quien y por quien y en quien (cf. Rom 11, 36) es todo el perdón, toda la gracia, toda la gloria de todos los penitentes y justos, de todos los bienaventurados que gozan juntos en los cielos. Nada, pues, impida, nada separe, nada se interponga; en todas partes todos nosotros en todo lugar, a toda hora y en todo tiempo, diariamente y de continuo creamos verdadera y humildemente, y tengamos en el corazón y amemos, honremos, adoremos, sirvamos, alabemos y bendigamos, glorifiquemos y sobrexaltemos, magnifiquemos y demos gracias al altísimo y sumo Dios eterno, Trinidad y unidad, Padre e Hijo y Espíritu Santo, Creador de todas las cosas y Salvador de todos los que creen en Él y esperan y lo aman; el que es sin principio y sin fin inmutable, invisible, inenarrable, inefable, incomprensible, inescrutable (cf. Rom 11, 33), bendito, laudable, glorioso, sobrexaltado (cf Dan 3, 52), sublime, excelso, dulce, amable, deleitable y todo sobre todas las cosas deseable por los siglos. Amén. (cf. deiverbum.org).

 

Visita a la Parroquia romana de San Lucas

S. Juan Pablo II

Homilía
Domingo, 4 de noviembre de 1979

Hermanas y hermanos queridísimos:

«La gracia y la paz con vosotros de parte de Dios, nuestro Padre y del Señor Jesucristo» (Rom 1, 7). (…).

Me hallo, pues, ante una comunidad que se ha preparado para este encuentro con el Papa con seriedad ejemplar, cuya expresión más tangible ha sido la vigilia nocturna de oración. Esta es una comunidad que quiere vivir intensamente y hacer partícipes a los demás de la propia fe cristiana en una articulada unión fraterna: la fuente de esta unión, comunión y cooperación es el amor que Cristo mismo, nuestro Señor y Maestro, ha injertado en vuestros corazones, como resalta, de modo especial, la liturgia de la Palabra hoy.

Cristo dice: «Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él…» (Jn 14, 23). En el centro mismo de la enseñanza de Cristo se halla el gran mandamiento del amor.

Este mandamiento ya fue inscrito en la tradición del Antiguo Testamento, como lo testimonia la primera lectura de hoy, tomada del libro del Deuteronomio.

Cuando el Señor Jesús responde a la pregunta de uno de los escribas, se remonta a esta redacción de la Ley divina, revelada en la Antigua Alianza:

«¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?

El primero es… amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas.

El segundo es éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo.

Mayor que éstos no hay mandamiento alguno» (Mc 12, 28-31).

Ese interlocutor a quien evoca San Marcos, aceptó con reflexión la respuesta de Cristo. La aceptó con aprobación profunda. Es necesario que también nosotros reflexionemos brevemente sobre este «mandamiento más grande», para poderlo aceptar de nuevo con plena aprobación y con profunda convicción. Ante todo, Cristo difunde el primado del amor en la vida y en la vocación del hombre. La vocación mayor del hombre es la llamada al amor. El amor da incluso el significado definitivo a la vida humana. Es la condición esencial de la dignidad del hombre, la prueba de la nobleza de su alma. San Pablo dirá que es «el vínculo de la perfección» (Col 3, 14). Es lo más grande en la vida del hombre, porque —el verdadero amor— lleva en sí la dimensión de la eternidad. Es inmortal: «La caridad no pasa jamás», leemos en la Carta primera a los Corintios (1 Cor 13, 8). El hombre muere por lo que se refiere al cuerpo, porque éste es el destino de cada uno sobre la Tierra, pero esta muerte no daña al amor que ha madurado en su vida. Ciertamente permanece, sobre todo para dar testimonio del hombre ante Dios, que es amor. Designa el puesto del hombre en el Reino de Dios; en el orden de la comunión de los santos. El Señor Jesús dice en el Evangelio de hoy a su interlocutor, viendo que comprende el primado del amor entre los mandamientos: «No estás lejos del Reino de Dios» (Mc 12, 34).

Son dos los mandamientos del amor, como afirma expresamente el Maestro en su respuesta, pero el amor es uno solo. Uno e idéntico, abraza a Dios y al prójimo. A Dios: sobre todas las cosas, porque está sobre todo. Al prójimo: con la medida del hombre y, por lo tanto, «como a sí mismo».

Estos «dos amores» están tan estrechamente unidos entre sí, que el uno no puede existir sin el otro. Lo dice San Juan en otro lugar: «El que no ama a su hermano, a quien ve, no es posible que ame a Dios, a quien no ve» (1 Jn 4, 20). Por lo tanto, no se puede separar un amor del otro. El verdadero amor al hombre, al prójimo, por lo mismo que es amor verdadero, es, a la vez, amor a Dios. Esto puede sorprender a alguno. Ciertamente sorprende. Cuando el Señor Jesús presenta a sus oyentes la visión del Juicio final, referida en el Evangelio de San Mateo, dice: «Tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; peregriné, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; preso, y vinisteis a verme» (Mt 25, 35-36).

Entonces los que escuchan estas palabras se sorprenden, porque oímos que preguntan: «Señor, ¿cuándo te hemos hecho todo esto?». Y la respuesta es: «En verdad os digo que cuantas veces hicisteis eso a uno solo de mis hermanos más pequeños —esto es, a vuestro prójimo, a uno de los hombres—, a mí me lo hicisteis» (cf. Mt 25, 37. 40).

Esta verdad es muy importante para toda nuestra vida y para nuestro comportamiento. Es particularmente importante para quienes tratan de amar a los hombres, pero «no saben si aman a Dios», o, desde luego, declaran no «saber» amarlo. Es fácil explicar esta dificultad, cuando se considera toda la naturaleza del hombre, toda su sicología. De algún modo al hombre le resulta más fácil amar lo que ve, que lo que no ve (cf. 1 Jn 4, 20).

Sin embargo, el hombre está llamado —y está llamado con gran firmeza, lo atestiguan las palabras del Señor Jesús— a amar a Dios, al amor que está sobre todas las cosas. Si hacemos una reflexión sobre este mandamiento, sobre el significado de las palabras escritas ya en el Antiguo Testamento y repetidas con tanta determinación por Cristo, debemos reconocer que nos dicen mucho del hombre mismo. Descubren la más profunda y, a la vez, definitiva perspectiva de su ser, de su humanidad. Si Cristo asigna al hombre como un deber este amor, a saber, el amor de Dios a quien él, el hombre, no ve, esto quiere decir que el corazón humano esconde en sí la capacidad de este amor, que el corazón humano es creado «a medida de este amor». ¿No es acaso ésta la primera verdad sobre el hombre, es decir, que él es la imagen y semejanza de Dios mismo? ¿No habla San Agustín del corazón humano que está inquieto hasta que descansa en Dios?

Así, pues, el mandamiento del amor de Dios sobre todas las cosas descubre una escala de las posibilidades interiores del hombre. Esta no es una escala abstracta. Ha sido reafirmada y encuentra constantemente confirmación por parte de todos los hombres que toman en serio su fe, el hecho de ser cristianos. Sin embargo, no faltan los hombres que han confirmado heroicamente esta escala de las posibilidades interiores del hombre.

En nuestra época nos encontramos con una crítica, frecuentemente radical, de la religión, con una crítica de la cristiandad. Y entonces también este «mandamiento más grande» resulta víctima del análisis destructivo. Si se libra de esta crítica e incluso generalmente se aprueba el amor al hombre, se rechaza, en cambio, por varios motivos, el amor de Dios. Con frecuencia esto se hace simplemente como expresión atea de la visión del mundo.

En el contacto con esta crítica que se presenta de diversas formas, ya sea sistemáticamente, ya de manera circulante, es necesario ponderar al menos sus consecuencias en el hombre mismo. Efectivamente, si Cristo, mediante su mandamiento más grande, ha descubierto la escala plena de las posibilidades interiores del hombre, entonces debemos responder dentro de nosotros mismos a la pregunta: rechazando este mandamiento ¿acaso no empequeñecemos al hombre?

En este momento, es suficiente que me limite sólo a hacer esta pregunta.

Lo que quiero desear, aprovechando el encuentro de hoy con vuestra parroquia, se expresa sobre todo en el ferviente anhelo de que el gran mandamiento del Evangelio sea el principio de la vida de cada uno de vosotros y de toda vuestra comunidad. Sin embargo, precisamente este mandamiento confiere el verdadero significado a vuestra vida. Vale la pena vivir y fatigarse cada día en su nombre. A su luz incluso el destino más gravoso: el sufrimiento, la invalidez, la misma muerte adquieren un valor. Cómo nos hablan de esto de manera espléndida las palabras del Salmo en la liturgia de hoy: «Yo te amo. Señor, Tú eres mi fortaleza, Señor, mi roca, mi alcázar, mi libertador; Dios mío, peña mía, refugio mío…» (Sal 17 [18], 1-3).

Deseo, pues, que en cada uno de vosotros y en todos se realicen las palabras de Cristo: «Sí alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará y vendremos a él y en él haremos morada» (Jn 14, 23). Amén. (cf. vatican.va).

NOTA: Las palabras en negrita han sido resaltadas por la web de Prado Nuevo.

 

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