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XX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO (C)

 

EVANGELIO

No he venido a traer paz, sino división (cf. Lc 12, 49-53)

Lectura del santo Evangelio según san Lucas.

EN aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:

«He venido a prender fuego a la Tierra, ¡y cuánto deseo que ya esté ardiendo! Con un bautismo tengo que ser bautizado, ¡y qué angustia sufro hasta que se cumpla!

¿Pensáis que he venido a traer paz a la Tierra? No, sino división. Desde ahora estarán divididos cinco en una casa: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra su nuera y la nuera contra la suegra».

Palabra del Señor.

 

LECTURA ESPIRITUAL Y HOMILÍA

San Juan Crisóstomo

Homilía 35

No penséis que he venido a traer paz a la Tierra; no he venido a traer paz, sino espada. Porque he venido a separar al hombre de su padre, y a la madre de su hija, y a la nuera de su suegra. Y los enemigos del hombre, los de su propia casa (cf. Mt 10, 34ss).

No vine a traer paz, sino espada

Nuevamente presenta el Señor cosas duras, y con mucha energía por cierto, saliendo al paso de la objeción que podía ponérsele. Podían, en efecto, haberle dicho sus oyentes: ¿Luego Tú has venido para matarnos a nosotros y a quienes nos sigan y llenar de guerra al mundo? Mas es Él quien les dice primero: no he venido a traer paz a la Tierra. Entonces, ¿cómo es que les manda que al entrar en cualquier casa saluden con saludo de paz? ¿Cómo es también que los ángeles cantaron: gloria a Dios en lo más alto y en la Tierra paz? ¿Cómo es, en fin, que todos los profetas la anunciaron como noticia buena? Porque la paz principalmente consiste en cortar lo enfermo y en separar lo rebelde. Sólo a este precio se puede unir el Cielo con la Tierra. De este modo, cortando lo ya incurable, el médico salva el resto del cuerpo, y apartando los elementos de discordia, salva el general al ejército. Tal sucedió también en la torre famosa. Una paz mala la deshizo una saludable discordia, y de ahí vino la verdadera paz. De este modo también Pablo trató de disociar a los que estaban muy de acuerdo contra él. En el caso de Naboth, la concordia entre Acab y Jezabel fue peor que cualquier guerra. No siempre la concordia es buena; pues muy concordes entre sí andan también los bandoleros. La guerra, pues, no es obra que el Señor intente, sino que viene de la disposición de los hombres. Él ciertamente querría que todos los hombres tuvieran un sentir único en orden a la religión; mas como los sentires están en desacuerdo, de ahí la guerra. Sin embargo, no se lo dijo así. ¿Qué les dijo, pues? No he venido a traer la paz. Era un modo de consolarlos. No penséis —viene a decirles— que tenéis vosotros la culpa de esta guerra; soy yo quien la preparo, por estar los hombres en tales disposiciones. No os turbéis, pues, como si aconteciera algo inesperado. Yo he venido justamente para traer la guerra. Ésta es mi voluntad. No os turbéis, pues, de que la Tierra arda en guerras e insidias. Cuando lo malo quede separado, entonces se unirá el Cielo con lo bueno. Todo esto les decía, preparándolos contra la mala sospecha de que el vulgo les haría blanco. Y notad que no usó la palabra «guerra», sino otra más enérgica: la espada. Y si esto suena con dureza y desagradablemente, no hay por qué maravillarse. El Señor quería ejercitar el oído de sus discípulos con la aspereza de las palabras, a fin de que, puestos en la dificultad de las cosas, no se volvieran atrás, y conforme a eso modela sus sentencias. Que no viniera luego nadie diciendo que los había convencido a fuerza de halagos y echando un velo sobre lo difícil. De ahí que lo mismo que podía haberles dicho de otro modo, se lo explica de éste, más desagradable y espantoso. Más valía, en efecto, que la realidad se mostrara un poco más blanda que no las palabras respecto a la realidad.

Qué guerra trae el Señor

De ahí que ni aun con eso se contentara, sino que, desenvolviendo más particularmente qué clase de guerra venía a traer, les hace ver que era más dura que una guerra civil, y así les dice: he venido a separar al hombre de su padre, y a la hija de su madre, y a la nuera de su suegra. No sólo los amigos —dice—, no sólo los ciudadanos, los parientes mismos, se levantarán unos contra otros y la naturaleza misma se escindirá contra sí misma. Porque yo he venido —dice— a separar al hombre de su padre, y a la hija de su madre, y a la nuera de su suegra. Porque no es ya que la guerra sea entre domésticos, sino que se enciende entre los más queridos y allegados. Ahí tenéis una buena prueba del poder del Señor, pues oyéndole decir tales cosas, las aceptaron sus discípulos, y éstos persuadieron a otros a que también las aceptaran. Sin embargo, no era Él autor de ellas, sino la propia maldad de los hombres. Ahora, que Él diga ser quien lo hace, es modo ordinario de hablar de la Escritura. Así dice en otra parte: Dios les dio ojos para que no vieran. De modo semejante se expresa aquí el Señor. Es que quería, como antes he dicho, que, meditando sus discípulos en sus palabras, no se turbaran cuando fueran insultados y maltratados. Ahora bien, si hay quienes piensan que estas palabras son demasiado duras, acuérdense de la historia antigua. En los pasados tiempos acontecieron hechos que demuestran perfectamente el parentesco entre uno y otro Testamento y cómo el que ahora dice esto es el mismo que antaño mandara lo otro (…). De ahí justamente que para hacer ver que es el mismo que el que ordenó lo antiguo, recuerda el Señor una profecía, que, si bien no se dijo a este propósito, viene, sin embargo, a expresar lo mismo. ¿Qué profecía es ésa? Los enemigos del hombre, los de su propia casa. Porque también entre los judíos aconteció algo semejante a lo que aquí dice el Señor. Había entre ellos profetas y pseudo-profetas. El pueblo andaba dividido y las familias estaban escindidas. Unos se adherían a unos y otros a otros. De ahí la exhortación del profeta: No creáis a los amigos, no os fieis de vuestros guías. Guárdate de la propia compañera de tu lecho y no le confíes secreto alguno, pues los enemigos del hombre son sus propios domésticos. Así hablaba el Señor, porque quería que el que había de recibir su palabra estuviera por encima de todas las cosas. Porque lo malo no es el morir, sino el mal morir. Por eso dijo también: fuego he venido a traer a la Tierra. Palabras con que nos significa la vehemencia y ardor del amor que nos exige. Como Él nos ha amado tanto, así quiere también ser amado de nosotros. Estas palabras tenían que templarlos para la lucha y levantarlos por encima de todo. Porque si los otros —les viene a decir— tendrán que menospreciar parientes, hijos y padres, considerad qué tales habremos de ser nosotros maestros de ellos. Porque las cosas arduas de mi doctrina no han de terminar en vosotros, sino que pasarán también a los que después de vosotros vinieren. Porque, como yo he venido a traer grandes bienes, también exijo grande obediencia y resolución.

Amor sobre todo amor

El que ama a su padre o a su madre por encima de mí, no es digno de mí. Y el que ama a su hijo o a su hija por encima de mí, no es digno de mí. Y el que no toma su cruz y viene en pos de mí, no es digno de mí. Mirad la dignidad del Maestro. Mirad cómo se muestra a sí mismo hijo legítimo del Padre, pues manda que todo se abandone y todo se posponga a su amor. Y ¿qué digo —dice—, que no améis a amigos ni parientes por encima de mí? La propia vida que antepongáis a mi amor, estáis ya lejos de ser mis discípulos. —¿Pues qué? ¿No está todo esto en contradicción con el Antiguo Testamento? —¡De ninguna manera! Su concordia es absoluta (…). De ahí que diga Lucas: el que viene a mí y no aborrece a su padre, y a su madre, y a su mujer, y a sus hijos, y a sus hermanos, más aún, a su propia vida, no puede ser mi discípulo. Sin embargo, no nos manda el Señor que los aborrezcamos de modo absoluto, pues ello sería sobremanera inicuo. Si quieren —dice— ser amados por encima de mí, entonces, sí, aborrécelos en eso. Pues eso sería la perdición tanto del que es amado como del que ama (Homilías sobre Mateo (1), Homilía 35, 1-2 [BAC, Madrid, 1955] pp. 696-701).

 

P. Alfredo Sáenz, S. J.

La tibieza

El Evangelio que acabamos de escuchar nos presenta a Jesucristo como queriendo invadir el mundo de los hombres con el fuego que trae de lo alto. Enseña san Ambrosio que el Redentor nos exhorta aquí a «desear poseer a Dios», ya que el fuego es Dios mismo que se entrega a los hombres en la exuberancia de su amor infinito. Dios es fuego consumidor, y devorador, nos enseña la Escritura. Fuego divino de verdad absoluta, sagrada doctrina que purifica las inteligencias de los que creen, con la fuerza del Espíritu Santo, y las ilumina para que puedan penetrar siempre más en el misterio de Dios. Fuego capaz de comunicar a los corazones los mismos incendios de amor en que la Trinidad vive desde siempre y para siempre, haciendo que los hombres ardan en deseos de una vida santa. Fuego purificador de la misericordia divina que consume con la fuerza sobrenatural del perdón las escorias del pecado en el alma. No pongamos obstáculo a la voracidad enamorada de Jesucristo: «Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor». Abramos las puertas del alma al amor divino que quiere brindarnos su luz y su santidad para asociarnos a la vida trinitaria, ya que la vida misma de Dios es el amor, como dice San Juan.

Pero hoy el Salvador se refiere también a un bautismo. El bautismo evoca un baño regenerador, una limpieza total, de pies a cabeza. El bautismo del que acá nos habla Cristo, y cuya realización anhela, no es sino el bautismo de la Cruz, el bautismo en su sangre. El amor infinito de Dios quiere derramarse sobre el mundo, al modo de un bautismo universal, alcanzando a todos los hombres a través de la Encarnación y de la Pasión del Hijo de Dios. El ansia redentora del Señor es tal que en su «impaciencia» por consumar nuestra salvación anhela desde ya los dolores de la cruz. El que dijo que no hay amor más grande que dar la vida por sus amigos, dirige hoy una mirada, a la vez anhelante y angustiosa, al bautismo del Calvario, que inundará el mundo entero con la sangre divina, soberanamente redentora.

Aquel que no conoció el pecado y está por encima de todo dolor o sufrimiento, ha querido entristecerse por nosotros y por nuestras desgracias, ha querido sepultar nuestras miserias con el manto santificador de su dolor victimal.

El fuego del cielo y la sangre de Cristo nos impelen hoy a sacudir la tentación de la tibieza. No hay lugar para ella en el fuego que consume y en la sangre que se derrama toda entera. La entrega debe ser total, como lo es también la purificación.

¿Seremos capaces de arrastrarnos en la mediocridad cuando el Señor se nos brinda en amor irrestricto? ¿Seremos capaces de dejarnos vencer por el egoísmo cuando Jesús no reservó nada para sí en el bautismo del Gólgota, entregándose hasta la última gota de sangre? ¿Seremos capaces de instalarnos en la comodidad y en el hedonismo mientras contemplamos los dolores atroces de la Pasión? Qué bien entendemos la repulsa de Jesús por los tibios cuando lo recordamos en los tormentos acerbísimos de su muerte, y cuánto nos impulsan a quemar nuestra vida sin ahorrarnos nada, por la gloria de Dios.

La tibieza obra en el alma al modo de un cáncer, tanto más peligrosa cuanto que, como aquella enfermedad, muchas veces va obrando subterráneamente sus efectos devastadores. Sin que lo advirtamos, la vida espiritual comienza un proceso de resquebrajamiento y destrucción, porque no tenemos solicitud y celo por las cosas de Dios. El temor al sacrificio, a la entrega, a lo que Dios nos pide, paraliza las fuerzas espirituales y va hipotecando el camino de la perfección. El Señor quiere que nuestra alma arda vigorosamente al contacto de la «llama de amor viva» de su amor, y nosotros preferimos quedamos en la tibieza, que sólo sirve para ablandar el espíritu, mereciendo la terrible condena dirigida al ángel de la Iglesia de Laodicea: «…porque eres tibio, te vomitaré de mi boca».

La tibieza se muestra a través de síntomas que aparecen de a poco, como la gota de agua que cayendo incesantemente va minando el muro más sólido hasta que se derrumba. Comencemos a preocuparnos cuando nos damos cuenta de que huimos fácilmente de las cosas espirituales y buscamos disminuir las exigencias de la verdadera devoción. Cuando soslayamos el trabajo necesario para la gloria de Dios, ahogando todo impulso de generosidad apostólica.

Pero por sobre todo debemos inquietarnos verdaderamente cuando el pecado venial nos deja indiferentes, ya que la neutralidad frente a estas faltas es el verdadero termómetro de la tibieza. Si advertimos en nuestro interior alguno de estos síntomas letales, reaccionemos vigorosamente, acerquémonos al que trajo fuego a la Tierra, y dejemos que esa divina combustión consuma las escorias de nuestra alma y la encienda en la verdadera caridad.

El hecho de que Jesucristo haya venido a traer el fuego purificador y a derramar la sangre de su bautismo, implica inevitablemente una tremenda lucha con los elementos contrarios. La sangre y el fuego han sido siempre signos de guerra. «¿Pensáis que he venido a traer paz a la Tierra? No, os digo que he venido a traer la división». La redención pondrá en juego las afecciones más delicadas, como lo son el amor humano de los padres y de los hijos. No es que el Señor quiera la división. Por el contrario, nadie anhela más que Él la unión de los hombres, «que todos sean uno», que se forme «un solo rebaño». Sin embargo, lo que aquí pretende es anunciar una consecuencia necesaria del designio salvador. El amor de Dios es inamovible, pero la adhesión o rechazo que despierta en los hombres producirá inevitablemente la separación, más todavía, el antagonismo perpetuo entre el bien y el mal. No temamos, pues, la división si ella es consecuencia de nuestra fidelidad a la verdad y a la gracia, ya que el mismo Salvador nos lo anuncia como un efecto ineludible.

La división a que el Señor se refiere no es una instancia pasiva, como si cada cual ocupara un lugar distante, o viviera dándole la espalda al otro. Trátase de una división agónica, militante: «el padre contra el hijo», «el hijo contra el padre», «la hija contra la madre…».

Esta lucha, repetimos, no es querida por el amor de Jesucristo, sino que proviene de la malicia de Satanás y sus secuaces. «No es del propósito de Cristo este combate, sino de sus enemigos», explica San Juan Crisóstomo, pero es necesario para el triunfo de la verdad y del bien, que sufren la oposición del mal y de las pasiones desordenadas, sus aliados. Como enseña San Jerónimo, «un combate beneficioso debía poner fin a una mala paz».

Lamentablemente existe en la Iglesia una corriente poderosa, en medios y en prestigio, que alimenta permanentemente la quimera pacifista, contra la enseñanza clara del Santo Evangelio. Olvidan que el magisterio eclesiástico, escuchando las palabras de Jesucristo: «Os doy mi paz… no como la del mundo», distingue entre una verdadera y una falsa paz, no escatimando exhortaciones a combatir a Satanás y a sus cómplices terrenos. S. Juan Pablo II nos dice, haciéndose eco de la enseñanza secular de la tradición: «Ser cristiano quiere decir vigilar, como vigila el soldado durante la guardia, la madre a su hijo y el médico al enfermo (…). Y cuidar con gran celo». Y más claramente aún: «La lucha es con frecuencia una necesidad moral, un deber. Manifiesta la fuerza del carácter, puede hacer florecer un heroísmo auténtico. “La vida del hombre sobre la tierra es un combate”, dice el libro de Job; el hombre tiene que enfrentarse con el mal y luchar por el bien todos los días. El verdadero bien moral no es fácil, hay que conquistarlo sin cesar, en uno mismo, en los demás, en la vida social e internacional».

La división que hoy anuncia Jesucristo nos debe impulsar al combate incansable por la verdad y el bien, hasta que toda la vida de los hombres, individual y social, pueda ser presentada al Padre como una ofrenda aceptable. Mientras este ideal no se encuentre realizado, será preciso que rechacemos la tentación de la cobardía y del cansancio, y luchemos denodadamente en pos del ideal cristiano.

Lejos de nosotros esa actitud pacata, ese catolicismo de sacristía que sólo concibe la vida cristiana como un asunto personal e íntimo con Dios. Sin duda que de la intimidad con el Señor saldrá el corazón pletórico de caridad, pero es necesario que ese impulso generoso se prolongue al exterior y refluya en la misma organización económica y política. Como acabamos de escuchar, san Juan Pablo II nos exhortaba a esta confesión plena del Evangelio, sin recortes ni timideces liberales, ya que no es el disimulo ni la «mesura» de la falsa prudencia lo que nos enseña hoy Aquel que dijo que quiere incendiar el mundo con el fuego que ha traído del Cielo.

Continuamos ahora el Santo Sacrificio de la Misa, que actualiza el bautismo de sangre del Calvario. Pidámosle a Jesucristo que, por la virtud de su purísima sangre, encienda nuestros corazones y nuestra vida toda en el fuego de su amor, al tiempo que nos comunique su fortaleza para que podamos sobrellevar sin desaliento el buen combate al que nos convoca el Evangelio de este domingo (Alfredo Sáenz, S. J., Palabra y Vida, ciclo C [Ed. Gladius, 1994] pp. 243-247).

NOTA: Las palabras en negrita has sido resaltadas por Prado Nuevo.

 

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