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VIII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO (C)

 

EVANGELIO

De lo que rebosa el corazón habla la boca (cf. Lc 6, 39-45)

Lectura del santo Evangelio según san Lucas.

EN aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos una parábola:

«¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo? No está el discípulo sobre su maestro, si bien, cuando termine su aprendizaje, será como su maestro. ¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: “Hermano, déjame que te saque la mota del ojo”, sin fijarte en la viga que llevas en el tuyo? ¡Hipócrita! Sácate primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la mota del ojo de tu hermano.

Pues no hay árbol bueno que dé fruto malo, ni árbol malo que dé fruto bueno; por ello, cada árbol se conoce por su fruto; porque no se recogen higos de las zarzas, ni se vendimian racimos de los espinos.

El hombre bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal; porque de lo que rebosa el corazón habla la boca».

Palabra del Señor.

 

LECTURA ESPIRITUAL Y HOMILÍA

P. Miguel A. Fuentes, IVE

Comentario al Evangelio de San Lucas

Un jaraz (cf. Lc 6, 39-45)

(i) El término jaraz lo tomo de Barclay, quien dice que era un modo de enseñanza típicamente judío. Jaraz significa ensartar perlas, es decir, hacer un collar con pequeñas y magníficas enseñanzas. Los rabinos decían que un predicador no debe detenerse más de dos minutos en cada asunto, pasando pronto de uno a otro tema para mantener el interés. A nosotros, formados en otro modo de estructurar nuestra oratoria, nos puede resultar deshilvanado. No sabemos, de todos modos, si Jesús apeló en algunas oportunidades a este estilo, o simplemente, en esta ocasión, fue san Lucas quien juntó diversas enseñanzas del Señor.

(ii) La parábola del guía ciego que termina por caer en el hoyo junto al que pretende conducir, significa que no puede uno esperar de un maestro mayor formación que la que este mismo tiene. En consecuencia, si uno toma por mentor a un tuerto, tuerto aprenderá a mirar, y si se pone bajo la tutela de un ciego, caminará a tientas como su tutor. No puede ser el discípulo mayor al maestro, y será lo que este mismo sea. Hasta aquí la idea desnuda que encontramos en el texto evangélico. Cae de maduro que debemos entenderla en sus justos términos a riesgo de hacer decir a Jesús una falsedad. Nuestro Señor no niega aquí que un pichón pueda volar por su cuenta después de las primeras lecciones de su madre… y terminar por superarla. Indudablemente los grandes maestros de la Humanidad han dejado, de vez en cuando, discípulos que han llegado a ser más grandes que sus propios maestros, como Aristóteles superó a Platón, y Tomás de Aquino a Alberto Magno (…). Los errores más graves de la Humanidad han sido vuelos de alumnos en la misma falsa línea que les enseñaron sus malos maestros; no hicieron más que llevar un paso más lejos las consecuencias de sus malos principios. Tenemos un ejemplo notable en la filosofía moderna, que es una larga lista de autores que fueron dando, cada uno, un paso más hacia el vacío.

(iii) De todos modos, ¿debemos entender la frase de Jesús exclusivamente en el sentido de que un discípulo no puede superar a un maestro «ciego»? No; pienso que en cierto sentido vale también para los maestros lúcidos. ¿Cómo así? ¿Acaso no hemos dicho que destaca Platón sobre Sócrates, Aristóteles sobre Platón y Tomás de Aquino con más fulgor que todos sus predecesores? ¿Se puede negar que existan discípulos que llegan más lejos que sus maestros? No… y sí. Llegan más lejos, pero no sin sus maestros. El buen maestro que pone el amor de la verdad en el corazón del discípulo y le muestra el sendero para hacerle cantar a aquella, la verdad, todos sus secretos escondidos, sube con su discípulo (…).

(v) El estilo oriental de Nuestro Señor salta a la vista en la imagen de la brizna y la viga en los ojos: «¿Cómo miras la brizna que hay en el ojo de tu hermano, y no reparas en la viga que hay en el tuyo?». Jesús quiere decir que a menudo nuestra vista pretende descubrir defectos y males en los demás que no son sino cosa de poco peso moral, mientras que hacemos, como suele decirse, «la vista gorda» a males harto grandes en nosotros mismos. Y concluye que, por un lado, quien es ciego a sus propios males, no puede pretender sacar los males ajenos; y, por otro, que el orden exige que se comience primero por limpiar el propio ojo, para poder ver bien y ser capaz, luego, de sacar el mal de prójimo. Notemos que pretender lo contrario es juzgado por el Señor hipocresía. No debemos llevar esto al extremo pensando que Jesús solo autoriza que el santo y al puro corrijan y ayuden al pecador. A menudo quienes tenemos muchas faltas y defectos debemos ofrecer una mano a otros que padecen problemas menores que los nuestros. La hipocresía comienza cuando queremos colocarnos de parámetro para los demás, o de modelo de pureza; o cuando pretendemos corregir al prójimo basándonos en la autoridad de lo que hemos logrado sobre nuestra propia personalidad; o, finalmente, cuando limitamos nuestra presunta caridad a sanar los males de los demás descuidando enderezar nuestras propias torceduras. Por eso el Señor insiste en que primero pongamos los medios para enderezarnos nosotros mismos y luego hagamos otro tanto con los hermanos. En general, la realidad de los santos nos revela que estos han dado una mano a sus hermanos sin descuidar en ningún momento el trabajo sobre sí mismos.

(vi) «No hay árbol bueno que dé fruto malo y, a la inversa, no hay árbol malo que dé fruto bueno». Para que esta sentencia del Señor no sea una exagerada simplificación de la conducta humana, es necesario que entendamos el concepto de «bondad» aquí empleado como referido a la bondad moral perfecta. La bondad moral perfecta es la que implica no solo una bondad ontológica (que toda realidad creada tiene por el hecho de existir, porque el ser es ontológicamente bueno, incluso el del hombre condenado en el Infierno), ni solo una bondad moral natural (la que posee toda obra materialmente honesta hecha con buena intención), sino además una bondad sobrenatural, que proviene de la gracia y de la caridad. En efecto, si nos detenemos solo en la bondad natural, el principio no tiene un valor universal, porque, a veces, personas malas hacen actos buenos, y así el asesino del prójimo puede sacrificarse por sus propios hijos, y el ladrón puede apiadarse de un mendigo; estos son frutos buenos naturales de un mal árbol; porque en esta vida la corrupción del pecado nunca penetra tan hondo que no deje destellos de bondad en algún ángulo del corazón; pero esto se entiende solo del orden natural. Esos mismos actos, en cambio, carecen de bondad sobrenatural, porque no nacen de la gracia ni de la caridad infusa. El pecador ama a sus consanguíneos con amor ardiente, pero natural; no con amor de caridad sobrenatural. El árbol malo, es decir, el tronco pecaminoso de quien no está divinizado por la gracia, es incapaz de dar frutos sobrenaturalmente buenos. Y lo mismo se diga del árbol sanado por la gracia: todos sus actos buenos, si proceden de la caridad, tienen ese sello sobrenatural. Aunque en este último sentido, no podemos universalizar, porque también el justo, como dice la Escritura, peca siete veces al día, es decir, con faltas leves que no destruyen la gracia. Estos frutos no son buenos frutos, pero no corrompen el estado fundamental del justo. Por eso no debemos olvidar nunca que Jesús generaliza al estilo oriental.

(vii) La sentencia también admite una lectura más general, especialmente en cuanto a lo que sigue (cada árbol se conoce por sus frutos: la higuera por los higos, el espino por las espinas, la vid por las uvas), pero debe ser interpretada a partir de este principio oriental generalizador, que vale, sin embargo, para conocer la mayoría de las personas. Y debe ser entendido a partir de la conclusión: «por la boca nos sale aquello que rebosa en nuestro corazón». Es decir, sin negar que podemos lograr ocultar muchas veces nuestros sentimientos y fingir palabras y hechos distintos de los pensamientos y afectos que se anidan en nuestra alma, esto tiene un límite, porque nadie puede fingir indefinidamente, y el buen observador termina por percatarse de lo que llevamos dentro. El hombre misericordioso que se finge enojado por un razonable motivo, es, sin embargo, incapaz de verdadera crueldad o dureza de alma, como el verdadero iracundo. El avaro que se finge desinteresado no puede ocultar indefinidamente el brillo de sus ojos ante el oro; el lujurioso que se muestra pudoroso difícilmente podrá esconder sus malos deseos todo el tiempo… y el olfato de una mujer honesta pronto lo percibe. La sentencia de Jesús debe ser entendida, pues, no considerando los actos aislados de la persona, sino el conjunto de su actuación, pues es ahí donde las personas se revelan como son (M. A. Fuentes, IVE, Comentario al Evangelio de San Lucas [Apostolado Bíblico, San Rafael, 2015] pp. 139-144).

S. Cirilo de Alejandría

Homilía: Los discípulos llamados a ser los iniciadores y maestros del mundo entero

«El discípulo no está por encima de su maestro» (Lc 6,40)

Un discípulo no es más que su maestro, si bien cuando termine el aprendizaje, será como su maestro. Los bienaventurados discípulos estaban llamados a ser los iniciadores y maestros del mundo entero. Por eso era conveniente que aventajasen a los demás en una sólida formación religiosa: necesitaban conocer el camino de la vida evangélica, ser maestros consumados en toda obra buena, impartir a sus alumnos una doctrina clara, sana y ceñida a las reglas de la verdad; como quienes ya antes habían fijado su mirada en la Verdad y poseían una mente ilustrada por la luz divina. Sólo así evitarían convertirse en ciegos, guías de ciegos. En efecto, los que están envueltos en las tinieblas de la ignorancia, no podrán conducir al conocimiento de la verdad a quienes se encuentran en idénticas y calamitosas condiciones. Pues de intentarlo, ambos acabarán cayendo en el hoyo de las pasiones.

A continuación y para cortar de raíz el tan difundido morbo de la jactancia, de modo que en ningún momento intenten superar el prestigio de los maestros, añade: Un discípulo no es más que su maestro. Y si ocurriera alguna vez que algunos discípulos hicieran tales progresos, que llegaran a equipararse en mérito a sus antecesores, incluso entonces deben permanecer dentro de los límites de la modestia de los maestros y convertirse en sus imitadores.

Es lo que atestiguará Pablo, diciendo: Seguid mi ejemplo, como yo sigo el de Cristo. Por tanto, si el maestro se abstiene de juzgar, ¿por qué tú dictas sentencia? No vino efectivamente a juzgar al mundo, sino para usar con él de misericordia. Cuyo sentido es éste: si yo —dice— no juzgo, no juzgues tú tampoco, siendo como eres discípulo. Y si por añadidura, eres más culpable que aquel a quien juzgas, ¿cómo no se te caerá la cara de vergüenza? El Señor aclara esto mismo con otra comparación. Dice: ¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo?

Con silogismos que no tienen vuelta de hoja trata de persuadirnos de que nos abstengamos de juzgar a los demás; examinemos más bien nuestros corazones y tratemos de expulsar las pasiones que anidan en ellos, implorando el auxilio divino. El Señor sana los corazones destrozados y nos libra de las dolencias del alma. Si tú pecas más y más gravemente que los demás, ¿por qué les reprochas sus pecados, echando al olvido los tuyos? Así pues, este mandato es necesariamente provechoso para todo el que desee vivir piadosamente, pero lo es sobre todo para quienes han recibido el encargo de instruir a los demás.

Y si fueren buenos y capaces, presentándose a sí mismos como modelos de la vida evangélica, entonces sí que podrán reprender con libertad a quienes no quieren imitar su conducta, como a quienes, adhiriéndose a sus maestros, no dan muestras de un comportamiento religioso (Capítulo 6: PG 72, 602-603 [Liturgia de las Horas]; cf. deiverbum.org).

NOTA: Las palabras en negrita han sido resaltadas por la web de Prado Nuevo.