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I DOMINGO DE CUARESMA (C)

 

EVANGELIO

El Espíritu lo fue llevando por el desierto, mientras era tentado (cf. Lc 4, 1-13)

Lectura del santo Evangelio según san Lucas.

EN aquel tiempo, Jesús, lleno del Espíritu Santo, volvió del Jordán y el Espíritu lo fue llevando durante cuarenta días por el desierto, mientras era tentado por el diablo.

En todos aquellos días estuvo sin comer y, al final, sintió hambre. Entonces el diablo le dijo:

«Si eres Hijo de Dios, di a esta piedra que se convierta en pan».

Jesús le contestó:

«Está escrito: “No solo de pan vive el hombre”».

Después, llevándole a lo alto, el diablo le mostró en un instante todos los reinos del mundo y le dijo:

«Te daré el poder y la gloria de todo eso, porque a mí me ha sido dado, y yo lo doy a quien quiero. Si tú te arrodillas delante de mí, todo será tuyo».

Respondiendo Jesús, le dijo:

«Está escrito: “Al Señor, tu Dios, adorarás y a Él solo darás culto”».

Entonces lo llevó a Jerusalén y lo puso en el alero del templo y le dijo:

«Si eres Hijo de Dios, tírate de aquí abajo, porque está escrito: “Ha dado órdenes a sus ángeles acerca de Ti, para que te cuiden”, y también: “Te sostendrán en sus manos, para que tu pie no tropiece contra ninguna piedra”».

Respondiendo Jesús, le dijo:

«Está escrito: “No tentarás al Señor, tu Dios”».

Acabada toda tentación, el demonio se marchó hasta otra ocasión.

Palabra del Señor.

 

LECTURA ESPIRITUAL Y HOMILÍA

S. Gregorio Magno

Homilía XVI sobre el Evangelio

Suelen algunos dudar sobre qué espíritu fue el que llevó a Jesús al desierto, a causa de que luego se añade: le transportó el diablo a la ciudad santa, y después: le subió el diablo a un monte muy encumbrado; pero en realidad, y sin cuestión alguna, comúnmente se conviene en creer que fue llevado al desierto por el Espíritu Santo; de manera que su Espíritu le llevaría allí donde le hallaría el espíritu maligno para tentarle.

Mas he aquí que la mente se resiste a creer y los oídos humanos se asombran cuando oyen decir que Dios Hombre fue transportado por el diablo, ora a un monte muy encumbrado, ora a la ciudad santa. Cosas, no obstante, que conocemos no ser increíbles si reflexionamos sobre ello y sobre otros sucesos.

Es cierto que el diablo es cabeza de todos los inicuos y que todos los inicuos son miembros de tal cabeza. Pues qué, ¿no fue miembro del diablo Pilatos? ¿No fueron miembros del diablo los judíos que persiguieron a Cristo y los soldados que lo crucificaron? ¿Qué extraño es, por tanto, que permitiera ser transportado al monte por aquel a cuyos miembros permitió también que le crucificaran?

No es, pues, indigno de nuestro Redentor, que había venido a que le dieran muerte, el querer ser tentado; antes bien, justo era que, como había venido a vencer nuestra muerte con la suya, así venciera con sus tentaciones las nuestras.

Debemos, pues, saber que la tentación se produce de tres maneras: por sugestión, por delectación y por consentimiento. Nosotros, cuando somos tentados, comúnmente nos deslizamos en la delectación y también hasta el consentimiento, porque, engendrados en el pecado, llevamos además con nosotros el campo donde soportar los combates. Pero Dios, que, hecho carne en el seno de la Virgen, había venido al mundo sin pecado, nada contrario soportaba en sí mismo. Pudo, por tanto, ser tentado por sugestión, pero la delectación del pecado ni rozó siquiera su alma; y así, toda aquella tentación diabólica fue exterior, no de dentro.

Ahora bien, mirando atentos al orden en que procede en Él la tentación, debemos ponderar lo grande que es el salir nosotros ilesos de la tentación.

El antiguo enemigo se dirigió altivo contra el primer hombre, nuestro padre, con tres tentaciones; pues le tentó con la gula, con la vanagloria y con la avaricia; y tentándole le venció, porque él se sometió con el consentimiento. En efecto, le tentó con la gula cuando le mostró el fruto del árbol prohibido y le aconsejó comerle. Le tentó con la vanagloria cuando dijo: Seréis como dioses. Y le tentó con la avaricia cuando dijo: sabedores del bien y del mal; pues hay avaricia no sólo de dinero, sino también de grandeza; porque propiamente se llama avaricia cuando se apetece una excesiva grandeza; pues, si no perteneciera a la avaricia la usurpación del honor, no diría San Pablo refiriéndose al Hijo unigénito de Dios (Flp 2, 6): no tuvo por usurpación el ser igual a Dios. Y con esto fue con lo que el diablo sedujo a nuestro padre a la soberbia, con estimularle a la avaricia de grandezas.

Pero por los mismos modos por los que derrocó al primer hombre, por esos mismos modos quedó el tentador vencido por el segundo hombre. En efecto, le tienta por la gula, diciendo: di que esas piedras se conviertan en pan; le tentó por la vanagloria cuando dijo: si eres el Hijo de Dios, échate de aquí abajo; y le tentó por la avaricia de la grandeza cuando, mostrándole todos los reinos del mundo, le dijo: todas estas cosas te daré si, postrándote delante le mí, me adorares. Mas, por los mismos modos por los que se gloriaba de haber vencido al primer hombre, es él vencido por el segundo hombre, para que, por la misma puerta por la que se introdujo para dominarnos, por esa misma puerta saliera de nosotros aprisionado.

Pero en esta tentación del Señor hay, hermanos carísimos, una cosa que nosotros debemos considerar, y es que el Señor, tentado por el diablo, responde alegando los preceptos de la divina palabra, y Él, que con esa misma Palabra, que era Él, el Verbo divino, podía sumergir al tentador en los abismos, no ostenta la fuerza de su poder, sino que sólo profirió los preceptos de la Divina Escritura para ofrecernos por delante el ejemplo de su paciencia, a fin de que, cuantas veces sufrimos algo de parte de los hombres malos, más bien que a la venganza, nos estimulemos a practicar la doctrina. Ponderad, os ruego, cuán grande es la paciencia de Dios y cuán grande es nuestra impaciencia. Nosotros, cuando somos provocados con injurias o con algún daño, excitados por el furor, o nos vengamos cuanto podemos, o amenazamos lo que no podemos. Ved cómo el Señor soportó la contrariedad del diablo y nada le respondió sino palabras de mansedumbre: soporta lo que podía castigar, para que redundase en mayor alabanza suya el que vencía a su enemigo, sufriéndole, por entonces y no aniquilándole.

Es de notar lo que sigue: que, habiéndose retirado el diablo, los ángeles le servían (a Jesús). ¿Qué otra cosa se declara aquí sino las dos naturalezas de una sola persona, puesto que simultáneamente es hombre, a quien el diablo tienta, y el mismo es Dios, a quien los ángeles sirven? Reconozcamos, pues, en Él nuestra naturaleza, puesto que, si el diablo no hubiera visto en Él al hombre, no le tentara; y adoremos en Él su divinidad, porque, si ante todo no fuera Dios, tampoco los ángeles en modo alguno le servirían.

Ahora bien, como la lección coincide en estos días en que hemos oído referir el ayuno de nuestro Redentor por espacio de cuarenta días, ya que también nosotros iniciamos el tiempo de Cuaresma, debemos examinar por qué esta abstinencia se guarda durante cuarenta días. Y hallamos que Moisés, para recibir la Ley la segunda vez, ayunó cuarenta días; Elías ayunó en el desierto cuarenta días; el mismo Creador de los hombres, cuando vino a los hombres, durante cuarenta días no tomó en absoluto alimento alguno. Procuremos también nosotros, en cuanto nos sea posible, mortificar nuestra carne por la abstinencia durante el tiempo cuaresmal de cada año. ¿Por qué también se observa el número cuarenta sino porque la virtud del Decálogo se completa por los cuatro libros del santo Evangelio? Pues como el número diez, multiplicado por cuatro, suma cuarenta, así, cuando observamos los cuatro evangelios, entonces cumplimos perfectamente los preceptos del Decálogo.

También esto puede entenderse en otro sentido: este cuerpo mortal está compuesto de cuatro elementos, y por las concupiscencias de este mismo cuerpo nos oponemos a los preceptos del Señor, y los preceptos del Señor están consignados en el Decálogo; luego, ya que por las concupiscencias de la carne hemos despreciado los preceptos del Decálogo, justo es que mortifiquemos esa misma carne cuatro veces diez veces (…).

Cada cual, conforme sus fuerzas lo consientan, atormente su carne y mortifique los apetitos de ella y dé muerte a las concupiscencias torpes para hacerse, como dice San Pablo, hostia viva. Porque la hostia se ofrece y está viva cuando el hombre ha renunciado a las cosas de esta vida y, no obstante, se siente importunado por los deseos carnales. La carne nos llevó a la culpa; tornémosla, pues, afligida, al perdón. El autor de nuestra muerte, comiendo el fruto del árbol prohibido, traspasó los preceptos de la vida; por consiguiente, los que por la comida perdimos los gozos del paraíso, levantémonos a ellos, en cuanto nos es posible, por la abstinencia.

Mas nadie crea que puede bastarle la sola abstinencia, puesto que el Señor dice por el profeta (Is 58, 6): ¿acaso el ayuno que yo estimo no consiste más bien en esto?; y agrega (v.7): que partas tu pan con el hambriento; y que a los pobres y a los que no tienen hogar los acojas en tu casa, y vistas al que veas desnudo, y no desprecies a tu propia carne. Luego el ayuno que Dios aprueba es el que le ofrece una mano limosnera, el que se hace por amor del prójimo, el que está condimentado con la piedad. Da, pues, al prójimo aquello de que tú te privas, de modo que, de donde tu carne se mortifica, se alivie la carne del prójimo necesitado; que por eso dice el Señor por el profeta (Za 7, 5): cuando ayunabais y plañíais…, ¿acaso ayunasteis por respeto mío? Y cuando comíais y bebíais, ¿acaso no lo hacíais mirando por vosotros mismos? Come, pues, y bebe para sí quien toma para sí, sin atender a los indigentes, los alimentos corporales, que son dones comunes del Creador; y cada cual ayuna para sí cuando lo de que por algún tiempo se priva no lo da a los pobres, sino que lo reserva para ofrecerlo después a su cuerpo. De ahí lo que se dice por Joel: santificad el ayuno; porque santificar el ayuno es ofrecer a Dios una digna abstinencia de la carne junto con otras obras buenas. Cese la ira; apláquense las disensiones, pues en vano se atormenta la carne si el alma no se reprime en sus malos deseos, puesto que el Señor dice por el profeta (Is 58, 3-5): es porque en el día de vuestro ayuno hacéis todo cuanto se os antoja, y ayunáis para seguir los pleitos y contiendas y herir con puñadas a otro sin piedad, y apremiáis a todos vuestros deudores.

Cierto que quien reclama de su deudor lo que le dio, nada injusto hace; pero digno es que quien se mortifica con la penitencia se prive también de lo que justamente le corresponde. Así, así es como a nosotros, afligidos y penitentes, perdona Dios lo que injustamente hemos hecho, si, por amor a Él, perdonamos lo que justamente nos corresponde (S. Gregorio Magno, Homilías sobre el Evangelio, Homilía XVI [BAC, Madrid, 1958] pp. 596-600).

P. Alfredo Sáenz, S. J.

La victoria del Rey sobre el príncipe de este mundo

La Iglesia propone a nuestra meditación, en este domingo con que iniciamos el tiempo de Cuaresma, el relato de las tentaciones de Nuestro Señor Jesucristo en el desierto. De entre la plétora de enseñanzas que se desprenden del relato evangélico, nos proponemos poner de relieve unas pocas.

  1. Primacía de lo interior

No deja de ser sorprendente el que, después de treinta años de vida oculta, en un pequeño pueblo de Palestina, el Hijo de Dios Encarnado se retire en soledad al desierto para abocarse a la oración y a la penitencia.

Para nosotros, hombres de este siglo XX en el que tanto se abusa de las palabras, hasta vaciarlas de su real contenido, el silencio del Verbo Divino, de aquel que por antonomasia es la Verdad que puede salvarnos y librarnos de la tiniebla del espíritu, porque posee en sí todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia, resulta un escándalo. Que aquel que tiene poder para sanar toda enfermedad y dolencia, se aparte del trato con la gente y se sumerja en la soledad, no puede no parecer para muchos un verdadero contrasentido, máxime en un mundo como el nuestro en que sólo cuenta la eficacia práctica, el dominio de la materia, fuente de riqueza, poder y soberbia del hombre que adora la creación de sus propias manos.

Sin duda que al comportarse de esta manera el Señor ha querido enseñarnos la primacía de lo interior, es decir, que aquello que hace bueno o mal a un ser humano se plasma ante todo en la intimidad de su corazón, y no fuera de él. El mal no hay que buscarlo primordialmente en el marco que rodea al hombre, sino dentro de él. Toda empresa de verdadera liberación de las lacras que ensombrecen la vida del individuo y de la sociedad debe pues comenzar por una seria reforma interior.

El Señor había pasado los primeros treinta años de su vida terrena en Nazaret, pequeño pueblo de Palestina, donde sus coterráneos lo vieron crecer en edad, sabiduría y gracia. Al terminar dicho período de preparación remota a su misión, se deja guiar dócilmente por el Espíritu de Dios que lo conduce al desierto para ser tentado. Él no lo necesitaba para sí, ya que no conoció el pecado, y ni siquiera la menor inclinación al pecado. Lo hizo para enseñarnos que toda obra exterior, aun la más santa, es vana y destinada al fracaso, si no ha sido precedida por aquella «obra» que Dios realiza en nosotros, liberándonos de la esclavitud del demonio, purificando nuestro corazón de las escorias del pecado, y elevándonos a la perfección de nuestra vocación de hijos de Dios.

«Nadie puede dar lo que no posee», nadie puede enseñar libertad alguna a los demás si primero no es libre en su corazón, nadie puede realizar bien alguno si primero el Bien no lo ha liberado de su propia maldad. La verdadera caridad no es fruto de un puro voluntarismo que piensa resolver todo problema a fuerza de buenas intenciones, sino capacidad de bien de un corazón renovado, que ha suprimido toda complicidad voluntaria con el mal.

En su retiro de cuarenta días en el desierto, el Señor vence al Príncipe de este mundo por todos nosotros, conquista nuestra propia victoria, nos amonesta acerca de la necesidad imperiosa que tenemos de ser salvados, liberados de la esclavitud del demonio, pues todos somos hijos de ira por naturaleza. Quien no se adentra en el desierto de su corazón para dejar que el Espíritu Santo, en el silencio de la oración y el combate ascético, lo purifique de toda maldad y lo modele según la imagen del hombre nuevo, no podrá realizar el bien en sí mismo ni contribuir a realizarlo en sus hermanos, los hombres.

Hoy no son pocos los que creen que podrán liberarse a sí mismos del mal, y contribuir a liberar de él a toda la Humanidad, sin necesidad de un Salvador, por sus propias fuerzas. Ilusión vana, pues el hombre no es «espectador» del misterio del mal sino que está plenamente incluido en él, y por ello la salvación no puede venir sino de Aquel en quien no hay sombra alguna de pecado, el Dios tres veces santo. «Sólo Dios es bueno», nos ha dicho Jesús.

En nuestro tiempo se ha vuelto moneda corriente el que muchos propongan soluciones diversas a los problemas que aquejan a la Humanidad sin hacer referencia alguna al Único que puede salvarnos, el Señor. Se cree poder solucionar multitud de problemas sin necesidad de mirar el propio corazón, proponiendo cambios de estructuras y leyes que prometen al hombre la superación de todo mal, tras el espejismo de un futuro paraíso terrenal construido por el hombre, sin necesidad de ayuda alguna proveniente de lo alto.

Escuchamos, hasta el hartazgo, las proposiciones de tantos pseudo-profetas que, sin considerarse ellos mismos como los primeros requeridos de salvación, prometen a los hombres el «secreto de la felicidad personal» y el remedio de todos los males sociales, en una utópica sociedad universal en la que el cordero vivirá en paz con el león, sin necesidad alguna de Redención.

Jesucristo va al desierto para enseñarnos que «sólo Dios es bueno», y que sólo Él tiene «palabras de vida eterna». Vence al demonio para que nosotros podamos vencer por Él, con Él y en Él. Todo paraíso que no pase por su mensaje de Redención y por la medicina de su gracia es pura utopía, espejismo propuesto por aquel que desde el principio es «padre de la mentira y homicida».

  1. El combate espiritual

Muchos son los males que conspiran contra la felicidad con que sueñan los hombres. Todos esos males son, en última instancia, consecuencia del pecado original, y este último tiene como principal artífice al demonio, que tentó al hombre para descargar sobre la creatura todo el odio que anidaba en sí mismo contra el Creador del universo.

Yendo al desierto, para prepararse a enfrentar las tentaciones del maligno, el Señor nos quiere hacer ver que nuestro combate no es contra enemigos y males puramente terrenos. El Apóstol San Pablo lo expresó de manera categórica en su Carta a los Efesios: «Nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino contra los principados y potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus malos que andan por los aires».

La dimensión en que se concreta nuestro combate por vivir el bien y extirpar toda complicidad con el mal, no es una dimensión de soledad, sino que estamos en constante interrelación con el mundo espiritual y sobrenatural. Dios, mediante su gracia, nos inspira permanentemente todo aquello que nos lleva a la verdadera consecución de nuestro destino de hijos de Dios; el demonio, por su parte, nos tienta para tratar de impedirnos, en la medida de sus posibilidades, la conquista de la felicidad eterna.

No, el hombre no está solo en su peregrinar hacia la verdadera Patria, sino que múltiples influencias invisibles intervienen en su vida, inspiraciones de bien que provienen de Dios, inspiraciones de mal con las que el demonio intenta llevarlo hacia la frustración definitiva de su vocación eterna.

Nuestro combate va pues mucho más allá de la simple superación de dificultades que nos presenta el mundo en que vivimos. Las tentaciones del Señor nos aleccionan acerca de la existencia de un ser personal, el demonio, un ser «pervertido y pervertidor», como lo llamara el papa Pablo VI en una de sus alocuciones, que aplica toda su astucia, todo su poder angélico, todo su odio a Dios, en su intento por conducir a la frágil creatura humana a la rebelión contra su Creador.

Para llevarnos hacia la perdición, utiliza la sed infinita de felicidad que Dios mismo ha sembrado en nuestra alma al crearnos a su imagen y semejanza. Nos propone saciar esa sed de nuestro corazón por caminos y en tiempos radicalmente opuestos a los que Dios, en su Providencia, ha determinado para nosotros. Es la misma seducción a que sometiera a nuestros primeros padres en el paraíso: ser como dioses, es decir, no conformarse con la gratitud de la creatura que se goza de ser amada por Dios, quien la ha llamado al ser sin necesitar de ella, para hacerla participar de su misma felicidad. Ser capaces de determinar el bien y el mal, ser capaces de imponer la propia voluntad a la creación, manipulándola, si es necesario, dominar el universo como si fuesen reyes de todo y siervos de nadie.

Cuántos ejemplos de aquella soberbia satánica, de aquel deseo de independencia respecto de Dios, nos ofrece, queridos hermanos, este tiempo de la historia que nos toca vivir. El hombre pretende crear un paraíso aquí en la Tierra, edificado por sus propias manos, libre de todo mal físico porque es superado por el progreso técnico a que lo ha conducido su inteligencia, libre de todo mal moral porque es capaz de llamar bien a lo que es mal y mal a lo que es bien, capaz de evitar por sus propias fuerzas todo odio, guerra, codicia, egoísmo entre los hombres.

La técnica nos promete para el futuro el dominio pleno sobre la materia, la superación de toda enfermedad y dolencia, una perenne juventud, la manipulación de la genética que nos permitirá el control total de la raza, el uso abusivo de la sexualidad humana impidiendo con violencia que siga el curso que Dios le ha impuesto… Los parlamentos y los poderosos de las naciones dictan leyes que llaman bien a lo que Dios ha llamado mal, y mal a lo que Dios ha llamado bien; los organismos internacionales prometen superar toda división en el mundo mediante la difusión del progreso económico y el hedonismo inmanentista. El hombre repite el grito de rebelión: «¡No queremos que Éste reine sobre nosotros!». «No necesitamos de Jesucristo para alcanzar nuestro objetivo, no necesitamos de un Salvador venido de lo alto». La voluntad humana se siente capaz de modificar la realidad por el simple hecho de así haberlo decidido.

Amados hermanos, el Señor hoy ayuna en el desierto para que comprendamos que no depende de nosotros el determinar el bien y el mal, el sentido de nuestra existencia en este mundo. Somos creaturas de Dios, y creaturas cuya naturaleza está herida por el pecado original, herida de la cual sólo puede librarnos nuestro único Salvador: Jesucristo. El Señor va al desierto para darnos la certeza de que Él ya ha vencido al demonio, y de que de ahora en más todo aquel que «viva en Él» vencerá al maligno. Va al desierto para que podamos decir libremente que sí al bien, y erradicar el mal de nuestro corazón. Pero no sólo va allí para nosotros mismos, sino ante todo para dar gloria a Dios, humillando la soberbia del demonio que pensaba poder destruir todo vestigio divino en el hombre.

Vayamos también nosotros al desierto, impulsados por el Espíritu Santo, para que en el silencio de la oración y el combate espiritual que debe caracterizar este tiempo de Cuaresma, nos vayamos librando cada vez más de toda complicidad con el mal y podamos así adherirnos a Jesucristo, haciendo nuestra su victoria. (Sáenz, A., Palabra y Vida, Ciclo C [Ediciones Gladius, Buenos Aires, 1994] pp. 92-98).

NOTA: Las palabras en negrita han sido resaltadas por la web de Prado Nuevo.