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V DOMINGO DE CUARESMA (C)

 

EVANGELIO

El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra (cf. Jn 8, 1-11)

Lectura del santo Evangelio según san Juan.

EN aquel tiempo, Jesús se retiró al monte de los Olivos. Al amanecer se presentó de nuevo en el templo, y todo el pueblo acudía a Él, y, sentándose, les enseñaba.

Los escribas y los fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio, y, colocándola en medio, le dijeron:

«Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; Tú, ¿qué dices?».

Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo.

Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo:

«El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra».

E inclinándose otra vez, siguió escribiendo.

Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos, Y quedó solo Jesús, con la mujer en medio, que seguía allí delante.

Jesús se incorporó y le preguntó:

«Mujer, ¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado?».

Ella contestó:

«Ninguno, Señor».

Jesús dijo:

«Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más».

Palabra del Señor.

 

 

LECTURA ESPIRITUAL Y HOMILÍA

San Agustín

Sermón 16 A, 4-7

Jesús viene como Redentor no como condenador

¡Señor, escucha mi oración! De esa calaña eran los judíos aquellos que leemos en el Evangelio. Su propia lengua les condujo a la muerte. Lo acabamos de escuchar en el Evangelio. Se nos narra que los judíos presentaron a Jesús a una meretriz para tentarle diciendo: Maestro, esta mujer fue sorprendida hace un instante en adulterio. Conforme a la ley de Moisés hay que lapidar a cualquier mujer sorprendida en adulterio. Tú, ¿qué dices? La lengua hablaba así, pero no conocía a su Creador. Aquellos judíos no querían orar y decir: libera mi alma de la lengua mentirosa. Se habían acercado a Jesús de manera dolosa, intentando llevar a efecto su propósito. El Señor no había venido a derogar la ley, sino a cumplirla y a perdonar los pecados. Se dijeron los judíos entre sí: «Sí dijere que hay que apedrearla le diremos: ¿dónde está el que perdona los pecados? ¿No eres tú el que dices: Perdonados te son tus pecados? Y si dijere: désele la libertad, diremos: ¿Cómo es que viniste a cumplir la ley y no a destruirla?». Contemplad una lengua mentirosa ante Dios. Jesús, que había venido como redentor, no como condenador —había venido a redimir lo que había perecido—, se apartó de ellos como no queriendo verlos. No carece de sentido este alejamiento de ellos; algo especial se transparenta en esta acción. Como si dijera: « ¡Vosotros, pecadores, me traíais una pecadora! Si pensáis que debo condenar los pecados, comenzaré por vosotros mismos». Y el que vino a perdonar los pecados dice: El que de vosotros crea estar sin pecado, que lance la primera piedra contra ella. ¡Oh respuesta! Si hubiesen intentado lanzar la piedra contra la pecadora, en ese mismo instante se les hubiera dicho: Con el juicio que habéis juzgado seréis también juzgados. Condenáis, luego seréis condenados. Los judíos, sin embargo, aunque no conocían al Creador, conocían su propia conciencia. Por eso, volviéndose la espalda mutuamente, ya que avergonzados no querían ni verse a sí mismos, se fueron marchando todos, comenzando por los más ancianos hasta los más jóvenes, según se nos narra en el Evangelio. El Espíritu Santo había dicho: Todos se descarriaron; ya no hay quien haga bien, no queda siquiera uno.

Se marcharon todos. Quedaron solos Jesús y la pecadora. Permaneció el Creador con la criatura; permaneció la miseria con la misericordia; permaneció la que reconoció su pecado con el que se lo perdonó. Esto significa el escribir sobre la tierra. Cuando fue creado el hombre, se le dijo: Eres tierra. Cuando Jesús ofrecía el perdón a la pecadora, escribía sobre la tierra. Ofrecía el perdón; pero, al ofrecérselo, levantó hacia ella el rostro y le dijo: ¿Nadie te apedreó? Ante esto, ella no dijo: ¿Por qué? ¿Qué hice, Señor? ¿Acaso soy reo? No habló la pecadora de ese modo, sino que dijo: Nadie, Señor. Se acusó, pues, a sí misma. Los judíos no pudieron probar el delito; y se marcharon. Ella confesó el pecado que el Señor no ignoraba; pero el Señor, a la vez, buscaba la fe y la confesión. ¿Nadie te apedreó? —Nadie, Señor, respondió ella. Dijo nadie a causa de la confesión de los pecados; y dijo Señor a causa del perdón. Nadie, Señor. Conozco ambas cosas: quién eres tú y quién soy yo. Ante ti me confieso, ya que escuché: Confesad al Señor porque es bueno. Reconocí mi culpa y reconocí tu misericordia. Y dijo: Guardaré mis caminos para que mi lengua no sea falaz. Los judíos pecaron al obrar con dolo, pero la pecadora se liberó confesando. ¿Nadie te condenó? —Nadie, y calla. Jesús escribe de nuevo. Escribió dos veces, según se nos narra: Una, al otorgar el perdón; otra, al renovar los preceptos. Ambas cosas se hacen cuando recibimos el perdón. Firmó el emperador; y cuando se renueva esta formalidad, de nuevo se dan otros preceptos. Estos preceptos son aquellos que hemos escuchado en el Apóstol mandando observar la caridad. Anteriormente hemos escuchado esa lectura. Y el mismo Señor lo dice: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas; y amarás al prójimo como a ti mismo. En estos dos preceptos se encierra toda la ley y los profetas.

Para que no tuviéramos dificultad en entender fueron proclamadas solamente dos cosas: Dios y el prójimo; el que te hizo y con quien te hizo. Nadie te ha dicho: «Ama el Sol, ama la Luna, ama la Tierra y todo lo que se ha hecho». En todas estas cosas Dios ha de ser alabado, el Creador ha de ser bendecido. ¡Cuán grandiosas son tus obras; todas las cosas las hiciste sabiamente! Son tuyas; Tú las has hecho. ¡Gracias te sean dadas! Pero sobre todas las cosas nos hiciste a nosotros. ¡Gracias también! Somos tu imagen y tu semejanza. ¡Gracias! Hemos pecado y fuimos buscados por Ti. ¡Gracias! Te hemos abandonado, pero Tú no nos abandonaste. Para que no nos olvidásemos de tu divinidad y te perdiésemos, Tú tomaste nuestra humanidad. ¡Gracias te sean dadas! ¿Cuándo no hemos de darte gracias? Por eso dije: Guardaré mis caminos para que no caiga con mi lengua. Aquella mujer, presentada a Jesús como adúltera, acogió el perdón y fue absuelta. ¿Nos será a nosotros trabajoso recibir el perdón de todos nuestros pecados mediante el bautismo, mediante la confesión y mediante la gracia? Pero que nadie diga ahora: «Aquella mujer recibió el perdón. Yo todavía soy un catecúmeno. Cometeré adulterios, ya que recibiré también el perdón. Imagínate que soy como aquella mujer. Reconoció su pecado y fue absuelta. Nuestro Dios es bueno. Si llegare a pecar, se lo confesaré y me perdonará». Estás bien atento a su bondad, pero debes tener siempre presente su justicia; ya que, al igual que es bueno perdonando, es también justo condenando. Por eso dije: Guardaré mis caminos para que no caiga con mi lengua. Me gustaría saber si ahora, mientras estoy predicando, nadie ha pecado con su lengua. Posiblemente, en el tiempo que llevamos aquí, ninguno de vosotros ha hablado mal; pero tal vez alguno haya pensado mal. ¡Estad atentos! Guardaré mis caminos para que no caiga con mi lengua. Di de verdad: Puse un candado a mi boca cuando el pecador se presentó contra mí (S. Agustín, Sermones (1º) (t. VII). Sermón 16A, 4-7 [BAC, Madrid, 1981] pp. 261-65).

 

P.Alfredo Sáenz, S. J.

Tirar la primera piedra

Este domingo es el último de Cuaresma, por lo que la Iglesia propone a nuestra consideración un relato evangélico que se sitúa en los días previos a los trágicos acontecimientos de la Semana Santa. Los miembros del Sanedrín seguían buscando la forma de matar a Jesús porque su presencia les resultaba insoportable. El Señor, como era su costumbre, especialmente a la vigilia de importantes eventos, se fue a orar al Monte de los Olivos. Este monte dista sólo un kilómetro de la ciudad, de la que lo separa el torrente Cedrón. Sin duda que desde ese punto elevado el Señor habrá contemplado, durante su oración nocturna, la Ciudad Santa en la que se consumaría pronto «su hora», la hora que tanto había deseado pero que al mismo tiempo lo llenaba de angustia. «Jerusalén, Jerusalén —había dicho un día el Señor—, tú que matas a los profetas y apedreas a los que te son enviados, ¡cuántas veces quise yo reunir a tus hijos, como la gallina reúne a sus polluelos bajo sus alas, y vosotros no lo habéis querido!». Al amanecer, Jesús volvió al Templo, donde ya eran seguramente muchos los peregrinos presentes, porque se acercaba la gran fiesta de la Pascua.

En este contexto, los escribas y fariseos seguían buscando algún pretexto que pudiese justificar lo injustificable, es decir, la condena del Justo. Como muchas veces ya lo habían hecho, tratan de poner a Jesús ante un dilema insoluble, la aparente contradicción entre un precepto bíblico y la enseñanza de Jesús mismo. Si Jesús elige dejar de lado el mandato bíblico podría ser acusado de quebrantar la ley de Dios y, por ende, condenado; si elige apartarse en este caso de lo que ha enseñado, contradiría sus propias enseñanzas, perdiendo así toda autoridad. Sin embargo, como a lo largo de todo el Evangelio, los enemigos se verán confundidos por la Sabiduría del Maestro que los deja sin respuesta y los pone ante la obligación de cambiar, ellos sí, de actitud ante la Verdad que les es anunciada.

La trampa que le es tendida a Jesús radica en la aparente oposición que existe entre el precepto divino que manda castigar con firmeza el pecado y su consabida misericordia hacia los pecadores. «Y Tú, ¿qué dices?». El precepto divino era aquel en que Moisés mandaba que la mujer sorprendida en delito de adulterio fuera lapidada. Conocedores de la misericordia de Jesús, con la imputación de amigo de publicanos y pecadores, juzgaron los escribas y fariseos que se inclinaría, contra lo establecido por la ley, por una sentencia absolutoria, con la que tendrían ya el motivo para acusarlo y condenarlo. «Decían esto para ponerlo a prueba, a fin de poder acusarlo». Si por el contrario, optaba por la pena de la lapidación, se pondría contra el procurador romano que se reservaba el derecho de condenar a muerte; y si aconsejaba llevar el caso ante el tribunal romano se lo vería como amigo de los enemigos del pueblo judío, con lo que se enajenaría su simpatía, que era la finalidad de toda la táctica farisaica.

En un primer momento, el Señor responde a la maldad de sus adversarios por la indiferencia. «Pero Jesús, inclinándose, comenzó a escribir en el suelo con el dedo». Ante la insistencia de sus acusadores, seguramente para salvar la vida de esa pobre mujer y enseñar la verdad a todos los allí presentes, Jesús da una habilísima respuesta que logra tres fines: ponerse del lado de la ley, con lo que no podrán acusarlo; perdonar a la pecadora, que es lo que su corazón quiere, y confundir la maldad de los hipócritas. «El que no tenga pecado, que arroje la primera piedra», les dijo con imperio.

Jesús los hace entrar dentro de sí mismos. Clavaban sus ojos en la adúltera pero no los clavaban en sí mismos. Siendo ellos transgresores de la ley, querían que se cumpliese la ley, y esto por medio de toda clase de astucias, no según las exigencias de la verdad. Todo el que dirige su vista al interior, se ve pecador. Quien es incapaz de juzgar con severidad sus propios pecados, será incapaz de juzgar con rectitud a los demás.

Nuevamente, el Señor pone de manifiesto el gran pecado de los escribas y fariseos: la soberbia. La ceguera de quienes negándose a entrar en su propio corazón, para no ver su propia miseria espiritual, rechazan la salvación que les es ofrecida. La desesperación de aquellos que siguen predicando una verdad que no creen posible de ser llevada a la práctica, escondiendo la propia impotencia en una justicia puramente exterior.

¡Qué gran lección para todos nosotros, queridos hermanos! Un día estaremos frente al Juez justo y veraz, que nos juzgará por lo que hay en nuestro corazón. Él no discrimina según las apariencias o según los criterios de los hombres. Nos da tiempo para la corrección. No abusemos, sin embargo, de la misericordia divina. Por dos cosas están en peligro los hombres, dice San Agustín comentando este texto: por la pseudo-esperanza y por la desesperación. Se engaña el que espera falsamente, diciendo en su corazón: Dios es bueno, puedo hacer lo que me plazca, porque es infinitamente misericordioso. Se engaña también aquel que, habiendo caído en graves pecados, cree que ya no hay perdón para ellos, aunque se arrepienta. El alma fluctúa entre la pseudo esperanza y la desesperación. Al que abusa de su misericordia, Dios le dice: «No demores tu conversión al Señor ni la difieras de un día para otro, porque pronto llegará la ira de Dios, y en el momento de la venganza será tu ruina» (Eclo. 5, 8); a los que están tentados por la desesperación, el Señor dice: «En el momento mismo en que el inicuo se convierta, olvidaré para siempre todas sus iniquidades» (Ez. 18, 27).

Los escribas y fariseos conocían la ley de memoria, pero no habían comprendido el espíritu del Legislador, no conocían el corazón ni las intenciones de Dios. Jesucristo es la Imagen visible del Dios invisible. Cuando lo vemos recibir con compasión a la pecadora, el corazón de Dios se nos manifiesta. Dios no promulgó su santa ley para complacerse en la perdición del pecador, sino para corregirlo como Padre y llevarlo a la vida. «Yo no quiero la muerte del pecador sino que se convierta y viva, dice el Señor».

Como se ve, los fariseos utilizaban la ley de Dios con una finalidad opuesta a la que Dios mismo le había dado. En el plan de Dios la ley era un remedio, un correctivo, para llamar al hombre a la reflexión, a la conversión. Era como una luz que iluminaba su camino para que su juicio moral no se desviase, para que no llamase bien al mal y mal al bien. La finalidad de la ley era —y es— la gloria de Dios y la salvación del hombre. Quien la aplica sin caridad, sin buscar que el pecador se arrepienta y llegue a la dignidad de hijo de Dios, contradice la voluntad de Dios mismo.

¡Ay de nosotros, queridos hermanos, si con la excusa de defender la causa de Cristo nos gozamos en la vergüenza del pecador, en su castigo! ¡Ay de nosotros si a costa del buen nombre de nuestro prójimo intentamos satisfacer las bajas pasiones, los celos, las envidias, las conquistas miserables del puesto, del honor, de los bienes! Y esto cubriéndonos con la máscara de la justicia y de la virtud… Al contrario; que el Espíritu Santo modele nuestro corazón en la fragua del corazón de Cristo: «Vete y no peques más en adelante». Inflexible con el pecado, y lleno de misericordia con el pecador. Considerando mucho más grave la simulación farisaica, tras un velo de observancia de la ley, que los pecados de aquellos que se dejan arrastrar por sus pasiones. Que este pasaje evangélico nos llene de confianza en el amor generoso de Jesús, y nos haga más misericordiosos con los demás, pero sin debilidad para con el pecado. Tal será la medida de nuestro propio juicio, como bien nos lo dice el mismo Jesús: «Porque con la medida con que medís se os medirá también» (Sáenz, A., Palabra y Vida, Ciclo C [Ediciones Gladius, Buenos Aires, 1994] pp. 114- 118).

NOTA: Las palabras en negrita han sido resaltadas por la web de Prado Nuevo.