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DOMINGO DE PASCUA DE LA RESURRECCIÓN DEL SEÑOR (C)

MISA DEL DÍA

EVANGELIO

Él había de resucitar de entre los muertos (cf. Jn 20, 1-9)

Lectura del santo Evangelio según san Juan.

EL primer día de la semana, María la Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro.

Echó a correr y fue donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, a quien Jesús amaba, y les dijo:

«Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto».

Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; e, inclinándose, vio los lienzos tendidos; pero no entró.

Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio los lienzos tendidos y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no con los lienzos, sino enrollado en un sitio aparte.

Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó.

Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que Él había de resucitar de entre los muertos.

Palabra del Señor.

 

 

LECTURA ESPIRITUAL Y HOMILÍA

San León Magno

Resurrección del Señor

En nuestro discurso anterior, oh carísimos, os hablábamos, no sin causa, a lo que pienso, de la participación en la cruz de Cristo, a fin de que los misterios pascuales tengan vida para los fieles, y lo que en la fiesta se honra con santas costumbres se celebre. La utilidad de tal sistema vosotros mismos la habéis experimentado, y vuestra misma devoción os ha enseñado lo mucho que aprovechan así al alma como al cuerpo los prolongados ayunos, las plegarias frecuentes, las limosnas espléndidas. Difícil será que exista alguien que con tales ejercicios no adelante y, que en el fondo de su conciencia no esconda con qué poder regocijarse. Más tales ganancias hay que guardarlas con perseverante vigilancia, no pase que al convertirse en desidia el trabajo, lo que nos dio la gracia divina, nos lo arrebate la envidia del diablo. Siendo nuestro objeto en la guarda del ayuno de los cuarenta días sentir algo de la cruz al tiempo de la Pasión del Señor, también ahora debemos esforzarnos para hacernos participantes de la resurrección de Cristo, y pasar así de la muerte a la vida, mientras estemos sujetos a este cuerpo. Cada hombre se propone al pasar, mediante un cambio, de una cosa a otra, dejar lo que era y transformarse en lo que no era; aunque importa saber a qué vamos a morir o cuál vida vamos a tomar, porque existen muertes que son el origen de la vida y vidas que producen muerte. Y precisamente en este mundo ambas cosas pueden sobrevenir y de la diversa clase de nuestras acciones temporales depende el premio de la vida eterna. Hay que morir al diablo y vivir para Dios, renunciar a la iniquidad para resucitar a la justicia. Húndase lo viejo y surja lo nuevo, y puesto que dice la Verdad que nadie puede servir a dos señores (Mt 6, 24), sea para nosotros el Señor no quien empuja a los que están de pie para que caigan, sino el que ayuda a los caídos para subir a la gloria.

Al decir el Apóstol: El primer hombre por ser de la Tierra era terreno, y el segundo hombre que es del Cielo, es celestial; como es el terreno así son los otros terrenos y como lo es el celestial así son los celestiales; como hubimos llevado la imagen del hombre terreno así llevemos la imagen de aquel que es del Cielo (1 Co 15, 47): justo es que muchos nos alegremos de semejante cambio, por el que de la ignominia terrena pasamos a la dignidad celestial gracias a la inefable misericordia de quien, para llevarnos consigo, bajó hasta nosotros, no tomando únicamente nuestra naturaleza, sino también la condición pecadora de nuestro ser, hasta sufrir tales cosas la divina impasibilidad que únicamente el hombre mortal experimenta en su miseria. Al objeto de que una prolongada tristeza no se apoderase de los ánimos desconsolados de los discípulos, de tal manera supo abreviar los tres días de la tardanza predicha, que al juntarse al día segundo, que fue entero, la última parte del primero y la primera del último fue posible quitar algo al tiempo señalado sin que por eso desapareciera el número de tres. La resurrección del Salvador no dejó por mucho tiempo su alma en el infierno (seno de Abraham), ni su cuerpo en el sepulcro; y fue tan rápida la vuelta a la vida de la carne incorrupta que más puede compararse a sueño que a muerte, porque la Divinidad, que nunca llegó a estar separada de ninguna de las dos sustancias que integran al hombre (alma y cuerpo), lo que con su poder separó con su mismo poder volvió a juntar.

A continuación vinieron muchas pruebas con que poder autorizar la fe que iba a ser predicada por todo el mundo. Y aunque la piedra quitada, el sepulcro vacío, los lienzos doblados y los mismos Ángeles con la narración del hecho prueban sobradamente la verdad de la resurrección del Señor, quiso además dejarse ver de las mujeres y aparecerse a los Apóstoles, no sólo hablando con ellos, sino también conviviendo y comiendo y llegando a permitir que le tocaran con diligencia y curiosidad aquellos que eran presa de la duda. Por eso entraba con las puertas cerradas donde estaban los Apóstoles, y con su soplo les daba el Espíritu Santo, y proporcionándoles la luz a su inteligencia les abría el sentido oculto de la Escritura, y nuevamente les mostraba la llaga del costado, las desgarraduras de las manos y las otras más recientes señales de su Pasión, para que reconociesen que permanecía intacta en Él la propiedad de ambas naturaleza (divina y humana), y supiésemos que el Verbo no es igual que la carne (que la naturaleza humana), y que en el Hijo de Dios hay que admitir al Verbo y al hombre.

No disiente de esta creencia, mis amados, el Maestro de los gentiles, el Apóstol Pablo, cuando dice: Aunque conocimos según la carne a Cristo, mas ya no le vemos (2 Co 5, 16). La resurrección del Señor no fue el fin de su carne (de su humanidad), sino su transformación, ni por adquirir mayor virtud se destruyó la sustancia humana. Las apariencias son las que pasan, pero la naturaleza no se destruye: y se convirtió en cuerpo impasible el que antes pudo ser crucificado, se cambió en inmortal el que pudo ser muerto, se hizo incorruptible el que pudo ser llagado. Y con razón se dice (por San Pablo) que la carne de Cristo en aquel primitivo estado en que existió, actualmente no está, por que nada hay ya en ella posible, nada quedó en la misma de debilidad, siendo la misma por su esencia, y no la misma por la gloria. ¿Qué extraño, pues, que proclame esto del cuerpo de Cristo, quien dice de todos los cristianos: Así ya nosotros desde ahora a nadie conocemos según la carne? (2 Co 5, 16). Desde ahora, dice, ha tenido comienzo nuestra resurrección en Cristo, desde que nos precedió la forma de nuestra esperanza, en aquel que murió por todos nosotros. No dudamos con desconfianza ni estamos pendientes con incierta expectación, sino que habiendo recibido ya los comienzos de nuestra promesa con los ojos de la fe empezamos a ver las cosas futuras, y alegrándonos de la exaltación de nuestra naturaleza, lo que creemos ya es como si lo tuviéramos.

No nos distraigan, por tanto, las apariencias de las cosas temporales, ni nos deleite la contemplación de lo terreno apartándonos de lo celestial. Demos aquellas cosas por pasadas, ya que muchas en gran parte ni existen, y el alma englobada en los bienes permanentes, allí fije su deseo donde es eterno lo que se le promete. Aunque por la fe hemos alcanzado la salvación y aunque todavía llevemos esta carne mortal y corruptible, rectamente decimos que no vivimos en carne humana si los afectos carnales no nos dominan, y bien podemos dejar el nombre de aquella cosa, de la cual no seguimos el querer. Cuando dice el Apóstol: No tengáis cuidado de la carne conforme a todos sus deseos (Rm 13, 14), entendemos que no se nos prohíben aquellos que ayudan a la salvación y que la humana flaqueza precisa. Mas como no podemos servir a todos los deseos ni lo que la carne ansía podemos satisfacerlo, hemos de estar avisados para usar de una razonable templanza, no concediendo a la carne, que debe estar sometida al juicio de la razón, cosas superfluas ni negándole las necesarias. Por donde el mismo Apóstol dice en otro lugar: Ninguno tuvo jamás odio a su carne, sino que la alimenta y favorece (Ef 5, 29), pero es lógico que se la deba proteger y recrear no para los vicios, ni para la lujuria, sino para que sirva razonablemente, para que guarde el orden que tiene asignado con renovado fervor, sin prevalecer pervertida y deshonrosamente las potencias inferiores sobre las superiores o sucumbiendo éstas ante aquellas, mas venciendo el alma a los vicios, comenzando allí la carne a servir donde la razón debe dominar.

Reconozca, pues, el pueblo de Dios que es nueva criatura en Cristo, y entienda con claridad por quién ha sido elevado y a quién se ha consagrado. Lo que ha sido creado de nuevo no vuelva ya a la caduca vejez, ni abandone su obra quien puso la mano en el arado, sino más bien esté atento a su oficio de sembrador sin preocuparse de aquello que dejó. Nadie recaiga en aquello de lo cual ya resucitó; aunque si por la debilidad corporal yace postrado a causa de algunas enfermedades, desee sobre todo levantarse cuanto antes. Este es el camino de la salvación, y la manera de imitar la resurrección comenzada en Cristo, y puesto que en el resbaladizo itinerario de esta vida no faltan las caídas y los tropezones, las pisadas de los caminantes vayan progresando del sendero fangoso al seguro, porque, según está escrito, el Señor dirige los pasos del hombre y busca su bien; tanto que al caerse el justo no se dañará, porque el Señor le sostendrá con su mano (Sal 36, 23). Este pensamiento, queridos hermanos, hemos de rumiarlo no sólo con motivo de la solemnidad pascual, sino que debemos conservarlo para santificar toda nuestra vida y dirigirlo a nuestra diaria lucha, a fin de que habiendo deleitado el ánimo de los fieles con la experiencia de su breve observancia, se convierta después en costumbre, guardándolo sin tacha, y de introducirse alguna sombra de culpa, borrarla con ligero arrepentimiento. Mas como es difícil y lenta la curación de las enfermedades arraigadas, tanto más rápidamente hay que tomar los remedios, cuanto más recientes son las heridas, para poder levantarnos siempre por completo de cualquier caída y merecer llegar a la incorruptible resurrección de la carne glorificada en Cristo Jesús Señor nuestro, que vive y reina con el Padre y el Espíritu Santo por los siglos de los siglos. Amén (San León Magno, Sermones Escogidos, Sermón I: De la Resurrección del Señor. (71) [Apostolado Mariano, Sevilla, 1990] pp. 77-80).

Papa Francisco

Mensaje Urbi et Orbi

Pascua-2013

Domingo, 31 de marzo de 2013

Queridos hermanos y hermanas de Roma y de todo el mundo: ¡Feliz Pascua! ¡Feliz Pascua!
Es una gran alegría para mí poderos dar este anuncio: ¡Cristo ha resucitado! Quisiera que llegara a todas las casas, a todas las familias, especialmente allí donde hay más sufrimiento, en los hospitales, en las cárceles…

Quisiera que llegara sobre todo al corazón de cada uno, porque es allí donde Dios quiere sembrar esta Buena Nueva: Jesús ha resucitado, hay la esperanza para ti, ya no estás bajo el dominio del pecado, del mal. Ha vencido el amor, ha triunfado la misericordia. La misericordia de Dios siempre vence.

También nosotros, como las mujeres discípulas de Jesús que fueron al sepulcro y lo encontraron vacío, podemos preguntarnos qué sentido tiene este evento (cf. Lc 24,4). ¿Qué significa que Jesús ha resucitado? Significa que el amor de Dios es más fuerte que el mal y la muerte misma, significa que el amor de Dios puede transformar nuestras vidas y hacer florecer esas zonas de desierto que hay en nuestro corazón. Y esto lo puede hacer el amor de Dios.

Este mismo amor por el que el Hijo de Dios se ha hecho hombre, y ha ido hasta el fondo por la senda de la humildad y de la entrega de sí, hasta descender a los infiernos, al abismo de la separación de Dios, este mismo amor misericordioso ha inundado de luz el cuerpo muerto de Jesús, y lo ha transfigurado, lo ha hecho pasar a la vida eterna. Jesús no ha vuelto a su vida anterior, a la vida terrenal, sino que ha entrado en la vida gloriosa de Dios y ha entrado en ella con nuestra humanidad, nos ha abierto a un futuro de esperanza.
He aquí lo que es la Pascua: el éxodo, el paso del hombre de la esclavitud del pecado, del mal, a la libertad del amor y la bondad. Porque Dios es vida, sólo vida, y su gloria somos nosotros: es el hombre vivo (cf. san Ireneo, Adv. haereses, 4,20,5-7).

Queridos hermanos y hermanas: Cristo murió y resucitó una vez para siempre y por todos, pero el poder de la resurrección, este paso de la esclavitud del mal a la libertad del bien, debe ponerse en práctica en todos los tiempos, en los momentos concretos de nuestra vida, en nuestra vida cotidiana. Cuántos desiertos debe atravesar el ser humano también hoy. Sobre todo el desierto que está dentro de él, cuando falta el amor de Dios y del prójimo, cuando no se es consciente de ser custodio de todo lo que el Creador nos ha dado y nos da. Pero la misericordia de Dios puede hacer florecer hasta la tierra más árida, puede hacer revivir incluso a los huesos secos (cf. Ez 37,1-14).

He aquí, pues, la invitación que hago a todos: acojamos la gracia de la Resurrección de Cristo. Dejémonos renovar por la misericordia de Dios, dejémonos amar por Jesús, dejemos que la fuerza de su amor transforme también nuestras vidas; y hagámonos instrumentos de esta misericordia, cauces a través de los cuales Dios pueda regar la tierra, custodiar toda la creación y hacer florecer la justicia y la paz.

Así, pues, pidamos a Jesús resucitado, que transforma la muerte en vida, que cambie el odio en amor, la venganza en perdón, la guerra en paz. Sí, Cristo es nuestra paz, e imploremos por medio de Él la paz para el mundo entero.

Paz para Oriente Medio, en particular entre israelíes y palestinos, que tienen dificultades para encontrar el camino de la concordia, para que reanuden las negociaciones con determinación y disponibilidad, con el fin de poner fin a un conflicto que dura ya demasiado tiempo. Paz para Irak, y que cese definitivamente toda violencia, y, sobre todo, para la amada Siria, para su población afectada por el conflicto y los tantos refugiados que están esperando ayuda y consuelo. ¡Cuánta sangre derramada! Y ¿cuánto dolor se ha de causar todavía, antes de que se consiga encontrar una solución política a la crisis?

Paz para África, escenario aún de conflictos sangrientos. Para Malí, para que vuelva a encontrar unidad y estabilidad; y para Nigeria, donde lamentablemente no cesan los atentados, que amenazan gravemente la vida de tantos inocentes, y donde muchas personas, incluso niños, están siendo rehenes de grupos terroristas. Paz para el Este la República Democrática del Congo y la República Centroafricana, donde muchos se ven obligados a abandonar sus hogares y viven todavía con miedo.
Paz en Asia, sobre todo en la península coreana, para que se superen las divergencias y madure un renovado espíritu de reconciliación.

Paz a todo el mundo, aún tan dividido por la codicia de quienes buscan fáciles ganancias, herido por el egoísmo que amenaza la vida humana y la familia; egoísmo que continúa en la trata de personas, la esclavitud más extendida en este siglo veintiuno: la trata de personas es precisamente la esclavitud más extendida en este siglo veintiuno. Paz a todo el mundo, desgarrado por la violencia ligada al tráfico de drogas y la explotación inicua de los recursos naturales. Paz a esta Tierra nuestra. Que Jesús Resucitado traiga consuelo a quienes son víctimas de calamidades naturales y nos haga custodios responsables de la creación.

Queridos hermanos y hermanas, a todos los que me escuchan en Roma y en todo el mundo, les dirijo la invitación del Salmo: «Dad gracias al Señor porque es bueno, / porque es eterna su misericordia. / Diga la casa de Israel: / “Eterna es su misericordia”» (Sal117,1-2) (cf. vatican.va).

NOTA: Las palabras en negrita han sido resaltadas por la web de Prado Nuevo.