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XXV Domingo del Tiempo Ordinario (C)

 

EVANGELIO (forma larga)

No podéis servir a Dios y al dinero (cf. Lc 16, 1-13)

Lectura del santo Evangelio según san Lucas.

EN aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:

«Un hombre rico tenía un administrador, a quien acusaron ante él de derrochar sus bienes.

Entonces lo llamó y le dijo:

“¿Qué es eso que estoy oyendo de ti? Dame cuenta de tu administración, porque en adelante no podrás seguir administrando».

El administrador se puso a decir para sí:

“¿Qué voy a hacer, pues mi señor me quita la administración? Para cavar no tengo fuerzas; mendigar me da vergüenza. Ya sé lo que voy a hacer para que, cuando me echen de la administración, encuentre quien me reciba en su casa”.

Fue llamando uno a uno a los deudores de su amo y dijo al primero:

“¿Cuánto debes a mi amo?”.

Este respondió:

“Cien barriles de aceite”.

Él le dijo:

“Toma tu recibo; aprisa, siéntate y escribe cincuenta”.

Luego dijo a otro:

“Y tú, ¿cuánto debes?”.

Él contestó:

“Cien fanegas de trigo”.

Le dice:

“Toma tu recibo y escribe ochenta”.

Y el amo alabó al administrador injusto, porque había actuado con astucia. Ciertamente, los hijos de este mundo son más astutos con su propia gente que los hijos de la luz.

Y yo os digo: ganaos amigos con el dinero de iniquidad, para que, cuando os falte, os reciban en las moradas eternas.

El que es fiel en lo poco, también en lo mucho es fiel; el que es injusto en lo poco, también en lo mucho es injusto.

Pues, si no fuisteis fieles en la riqueza injusta, ¿quién os confiará la verdadera? Si no fuisteis fieles en lo ajeno, ¿lo vuestro, quién os lo dará?

Ningún siervo puede servir a dos señores, porque, o bien aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero».

Palabra del Señor.

 

LECTURA ESPIRITUAL Y HOMILÍA

«Haceos amigos con las riquezas de iniquidad»

«Para expresarlo en nuestra lengua, esto es lo que dice nuestro Señor Jesucristo: Haceos amigos con las riquezas de iniquidad. Algunos, entendiendo mal esta sentencia, roban lo ajeno y de lo robado reparten a los pobres, pensando que así cumplen lo mandado. Dicen, pues: la mammona de iniquidad consiste en robar las cosas ajenas; dar algo de ello especialmente a los santos necesitados, equivale a hacerse amigos con la mammona de iniquidad. Esta manera de entender el texto ha de corregirse; más aún, ha de borrarse totalmente de las tablas de vuestro corazón. No quiero que lo comprendáis de ese modo. Haced limosnas con lo ganado en vuestros dignos trabajos; dad de aquello que poseéis justamente. No podréis corromper al juez Cristo de modo que sólo os oiga a vosotros y no también a los pobres a quienes se lo arrebatáis. Si tú, más fuerte y poderoso, robases a un inválido y aquí en la Tierra fueseis los dos a cualquier juez humano con cierta potestad para juzgar y aquél quisiera encausarte; si de lo robado al pobre dieses algo al juez para que sentenciase a favor tuyo, ¿sería tal juez de tu agrado? Ciertamente sentenció a favor tuyo y, sin embargo, es tan grande la fuerza de la justicia, que también a ti te desagrada el hecho. No te imagines así a Dios; no coloques tal ídolo en el templo de tu corazón. Tu Dios no es tal cual no debes ser ni tú. Aunque tú no juzgares de ese modo, sino que actuases rectamente, aun así tu Dios es mejor que tú; no te es inferior; es más justo, es la fuente de la justicia (…).

Pero si ya lo hicisteis y conserváis tales riquezas y con ellas llenasteis vuestras carteras y amontonasteis tesoros, lo que poseéis procede del mal. No añadáis otro mal; haceos amigos con la mammona de iniquidad. ¿Acaso Zaqueo poseía justamente sus riquezas? Leed y ved. Era el jefe de los publicanos, es decir, aquel a quien se entregaban los tributos públicos. De allí sacó sus riquezas. Había oprimido a muchos; a muchos se las había quitado, mucho había almacenado. Entró Cristo en su casa y le llegó la salvación, pues así dice el Señor: Hoy llegó la salvación a esta casa (…).

Se puede entender también de otra manera. No la callaré. La mammona de iniquidad son las riquezas del mundo, procedan de donde procedan. De cualquier forma que se acumulen, son riquezas de iniquidad. ¿Qué significa «son riquezas de iniquidad»? Es al dinero a lo que la iniquidad llama con el nombre de riquezas. Si buscas las verdaderas riquezas, son otras. En ellas abundaba Job aunque estaba desnudo, cuando tenía el corazón lleno de Dios y, perdido todo, profería alabanzas a Dios, cual piedras preciosas. ¿De qué tesoro si nada poseía? Esas son las verdaderas riquezas. A las otras sólo la iniquidad las denomina así. Si las tienes, no te lo reprocho: llegó una herencia, tu padre fue rico y te las legó. Las adquiriste honestamente. Tienes tu casa llena como fruto de tus sudores; no te lo reprocho. Con todo, no las llames riquezas, porque, si lo haces así, las amarás y, si las amares, perecerás con ellas. Piérdelas, para no perecer tú; dónalas, para adquirirlas; siémbralas, para cosecharlas. No las llames riquezas, porque no son las verdaderas. Están llenas de pobreza y siempre sometidas a infortunios. ¿Cómo llamar riquezas a lo que te hace temer al ladrón, te lleva a sentir temor de tu siervo, temor de que te dé muerte, las coja y huya? Si fueran verdaderas riquezas, te darían seguridad.

Por tanto, son auténticas riquezas aquellas que, una vez poseídas, no podemos perder. Y para no temer al ladrón por causa de ellas, estén allí donde nadie las arrebata. Escucha al Señor: Acumulad vuestros tesoros en el cielo, a donde el ladrón no tiene acceso. Entonces serán auténticas riquezas: cuando las cambies de lugar. Mientras están en la Tierra, no son riquezas. Pero el mundo, la iniquidad, las denomina riquezas. Por eso Dios las llama mammona de iniquidad, porque es la iniquidad quien las denomina riquezas (…).

Acabas de escuchar cuáles son las auténticas riquezas; haz amigos con la mammona de iniquidad y serás el pueblo dichoso cuyo Dios es el Señor. A veces pasamos por un camino, vemos fincas frondosísimas y fértiles y preguntamos de quién es tal finca. De su propietario se dice y decimos nosotros también: «Dichoso ese hombre». Estamos hablando vanidad. Dichoso el dueño de aquella casa, de aquella finca, de aquel ganado; dichoso el amo de aquel siervo, dichoso quien tiene aquella familia. Elimina la vanidad si quieres escuchar la verdad. Es dichoso aquel cuyo Dios es el Señor. No lo es aquel que posee esta finca, sino quien posee a Dios. Más para proclamar manifiestamente la felicidad que producen las cosas, dices que aquella finca te hizo feliz. ¿Por qué? Porque vives de lo que te da ella. Cuando quieres alabar sobremanera tu finca, dices: «De ella me alimento, de ella traigo mi sustento». Mira de dónde traes tu sustento. Lo traes de aquel a quien dices: En ti está la fuente de la vida. Dichoso el pueblo cuyo Dios es el Señor. ¡Oh Señor, Dios mío! ; ¡Oh Señor, Dios nuestro!; para que lleguemos a ti, haznos felices con tu felicidad. No queremos la que procede del oro, ni de la plata, ni de las fincas; no queremos la que procede de estas cosas terrenas, vanísimas y pasajeras, propias de esta vida caduca. Que nuestra boca no hable vanidad. Haznos dichosos de no perderte a ti. Si te poseemos a ti, ni te perdemos, ni perecemos. Haznos dichosos con la dicha que procede de ti, porque dichoso el pueblo cuyo Dios es el Señor» (S. Agustín, Sobre los Evangelios Sinópticos [Sermón 113, 2-6], BAC, Madrid, 1983).

 

Benedicto XVI

Homilía

Plaza San Clemente, Segni (23-9-2007)

papa-b-xviEn los domingos pasados, san Lucas, el evangelista que más se preocupa de mostrar el amor que Jesús siente por los pobres, nos ha ofrecido varios puntos de reflexión sobre los peligros de un apego excesivo al dinero, a los bienes materiales y a todo lo que impide vivir en plenitud nuestra vocación y amar a Dios y a los hermanos. También hoy, con una parábola que suscita en nosotros cierta sorpresa porque en ella se habla de un administrador injusto, al que se alaba (cf. Lc 16, 1-13), analizando a fondo, el Señor nos da una enseñanza seria y muy saludable. Como siempre, el Señor toma como punto de partida sucesos de la crónica diaria: habla de un administrador que está a punto de ser despedido por gestión fraudulenta de los negocios de su amo y, para asegurarse su futuro, con astucia trata de negociar con los deudores. Ciertamente es injusto, pero astuto: el Evangelio no nos lo presenta como modelo a seguir en su injusticia, sino como ejemplo a imitar por su astucia previsora. En efecto, la breve parábola concluye con estas palabras: “El amo felicitó al administrador injusto por la astucia con que había procedido” (Lc 16, 8).

Pero, ¿qué es lo que quiere decirnos Jesús con esta parábola, con esta conclusión sorprendente? Inmediatamente después de esta parábola del administrador injusto, el evangelista nos presenta una serie de dichos y advertencias sobre la relación que debemos tener con el dinero y con los bienes de esta tierra. Son pequeñas frases que invitan a una opción que supone una decisión radical, una tensión interior constante.

En verdad, la vida es siempre una opción: entre honradez e injusticia, entre fidelidad e infidelidad, entre egoísmo y altruismo, entre bien y mal. Es incisiva y perentoria la conclusión del pasaje evangélico: “Ningún siervo puede servir a dos amos: porque, o bien aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se dedicará al primero y no hará caso del segundo”. En definitiva —dice Jesús— hay que decidirse: “No podéis servir a Dios y al dinero” (Lc 16, 13). La palabra que usa para decir dinero —”mammona”— es de origen fenicio y evoca seguridad económica y éxito en los negocios. Podríamos decir que la riqueza se presenta como el ídolo al que se sacrifica todo con tal de lograr el éxito material; así, este éxito económico se convierte en el verdadero dios de una persona.

Por consiguiente, es necesaria una decisión fundamental para elegir entre Dios y “mammona”; es preciso elegir entre la lógica del lucro como criterio último de nuestra actividad y la lógica del compartir y de la solidaridad. Cuando prevalece la lógica del lucro, aumenta la desproporción entre pobres y ricos, así como una explotación dañina del planeta. Por el contrario, cuando prevalece la lógica del compartir y de la solidaridad, se puede corregir la ruta y orientarla hacia un desarrollo equitativo, para el bien común de todos.

En el fondo, se trata de la decisión entre el egoísmo y el amor, entre la justicia y la injusticia; en definitiva, entre Dios y Satanás. Si amar a Cristo y a los hermanos no se considera algo accesorio y superficial, sino más bien la finalidad verdadera y última de toda nuestra vida, es necesario saber hacer opciones fundamentales, estar dispuestos a renuncias radicales, si es preciso hasta el martirio. Hoy, como ayer, la vida del cristiano exige valentía para ir contra corriente, para amar como Jesús, que llegó incluso al sacrificio de sí mismo en la Cruz.

Así pues, parafraseando una reflexión de san Agustín, podríamos decir que por medio de las riquezas terrenas debemos conseguir las verdaderas y eternas. En efecto, si existen personas dispuestas a todo tipo de injusticias con tal de obtener un bienestar material siempre aleatorio, ¡cuánto más nosotros, los cristianos, deberíamos preocuparnos de proveer a nuestra felicidad eterna con los bienes de esta tierra! (cf. Discursos 359, 10).

Ahora bien, la única manera de hacer que fructifiquen para la eternidad nuestras cualidades y capacidades personales, así como las riquezas que poseemos, es compartirlas con nuestros hermanos, siendo de este modo buenos administradores de lo que Dios nos encomienda. Dice Jesús: “El que es fiel en lo poco, lo es también en lo mucho; y el que es injusto en lo poco, también lo es en lo mucho” (Lc 16, 10).

De esa opción fundamental, que es preciso realizar cada día, también habla hoy el profeta Amós en la primera lectura. Con palabras fuertes critica un estilo de vida típico de quienes se dejan absorber por una búsqueda egoísta del lucro de todas las maneras posibles y que se traduce en afán de ganancias, en desprecio a los pobres y en explotación de su situación en beneficio propio (cf. Am 4, 5).

El cristiano debe rechazar con energía todo esto, abriendo el corazón, por el contrario, a sentimientos de auténtica generosidad. Una generosidad que, como exhorta el apóstol san Pablo en la segunda lectura, se manifiesta en un amor sincero a todos y en la oración.

En realidad, orar por los demás es un gran gesto de caridad. El Apóstol invita, en primer lugar, a orar por los que tienen cargos de responsabilidad en la comunidad civil, porque —explica— de sus decisiones, si se encaminan a realizar el bien, derivan consecuencias positivas, asegurando la paz y “una vida tranquila y apacible, con toda piedad y dignidad” para todos (1 Tm 2, 2). Por consiguiente, no debe faltar nunca nuestra oración, que es nuestra aportación espiritual a la edificación de una comunidad eclesial fiel a Cristo y a la construcción de una sociedad más justa y solidaria. (…).

Pongamos en manos de la Virgen de las Gracias, cuya imagen se conserva y venera en esta hermosa catedral, todos vuestros propósitos y proyectos pastorales. Que la protección maternal de María acompañe el camino de todos los presentes y de quienes no han podido participar en esta celebración eucarística. Que la Virgen santísima vele de modo especial sobre los enfermos, sobre los ancianos, sobre los niños, sobre aquellos que se sienten solos y abandonados, y sobre quienes tienen necesidades particulares.

Que María nos libre de la codicia de las riquezas, y haga que, elevando al cielo manos libres y puras, demos gloria a Dios con toda nuestra vida (cf. Colecta). Amén» (cf. vatican.va).

 

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