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Jesús en presencia de Pilatos y de Herodes. Es pospuesto a Barrabás (S. Alfonso María de Ligorio)

 

CAPÍTULO VIII

Venida la mañana, los príncipes de los sacerdotes tuvieron consejo contra Jesús, y, declarándole reo de muerte, le condujeron atado y le entregaron al presidente Poncio Pilato[1] para que le condenara a muerte. El gobernador, tras muchas preguntas hechas, tanto a los judíos como a nuestro Salvador, llegó a convencerse de la inocencia de Jesús y de la falsedad de las acusaciones que le dirigían; por lo cual salió por segunda vez a la presencia de los judíos y les dijo: Yo no hallo delito alguno en este hombre[2]. Mas viendo que los judíos proseguían pidiendo la muerte de Jesús, y entendiendo que el Salvador era galileo, para salir del paso, lo envió a Herodes, quien se holgó mucho de ver a Jesús en su presencia, esperando que haría uno de tantos prodigios como la fama pregonaba del insigne Taumaturgo. Con este fin le hizo muchas preguntas; mas Jesús calló y no le contestó, reprendiendo con su silencio la vana curiosidad de aquel rey malvado. ¡Desventurada el alma a la cual el Señor le niega el habla de sus inspiraciones!

¡Oh Jesús mío!, éste era el castigo que tenía yo merecido después de haberme hecho sordo a vuestras amorosas voces y ya que rehusé escucharos, merecía ser abandonado de Vos; pero no, amadísimo Redentor mío, tened compasión de mí y habladme, que vuestro siervo os escucha[3]. Decid qué queréis de mí, pues en todo quiero obedeceros y agradaros.

Viendo Herodes que Jesús no le respondía, lo despreció con todos los de su séquito y, para burlarse de él, lo vistió de una ropa blanca y lo volvió a enviar a Pilato[4]. Ved, pues, a Jesús vestido con aquella ropa de burla y paseado por las calles de Jerusalén.

¡Oh despreciado Salvador mío!, sólo os faltaba pasar por la ignominia de ser tratado como loco y falto de razón. Mirad, cristianos, cómo trata el mundo a la sabiduría eterna. ¡Dichoso el que se complace en los menosprecios del mundo y el que puede decir con San Pablo: No me he preciado de saber otra cosa entre vosotros sino a Jesucristo, y éste crucificado![5]

Conservaba el pueblo judío el derecho de pedir al gobernador romano la libertad de un preso en las fiestas de Pascua. Pilato, pues, propuso al pueblo que escogiera entre Jesús y Barrabás. ¿A quién de los dos queréis que os suelte, a Jesús o a Barrabás? Esperaba Pilato, a buen seguro, que el pueblo pediría la libertad de Jesús, porque Barrabás era un malvado, un homicida y ladrón público y, por tanto, de todos aborrecido. Mas, instigado el pueblo por los jefes de la sinagoga, sin vacilar un momento, a gritos, contestó: No a Jesús, sino a Barrabás. Sorprendido Pilato e indignado al mismo tiempo al ver un inocente pospuesto a un criminal por todos detestado, pregunta: Pues ¿qué he de hacer de Jesús? Dicen todos. Sea crucificado. -Y el presidente: Pero ¿qué mal ha hecho?- Mas ellos comenzaron a gritar más diciendo: Sea crucificado[6].

De la misma manera he obrado yo, Señor mío, cada vez que he pecado; entonces se me daba a escoger entre Vos y el vil placer, y yo he dicho: Quiero el placer y no me importa perder a Dios. Así hablaba entonces, Dios mío; mas ahora os digo que prefiero vuestra gracia a todos los placeres y a todas las riquezas del mundo. ¡Oh Jesús mío! ¡oh bien infinito!, os amo sobre todos los demás bienes; sólo a Vos quiero amar, y nada más. Así como Jesús y Barrabás fueron propuestos a la elección del pueblo, así también el Padre Eterno tuvo que elegir entre la vida del Hijo y la muerte del pecador. Y el Eterno Padre contestó: Muera mi Hijo para que se salve el pecador. Así lo atestigua San Pablo cuando dice: Ni a su propio Hijo perdonó, sino que lo entregó a la muerte por nosotros[7]. Sí, dice el mismo Redentor, Dios amó tanto al mundo, que no paró hasta darle a su Unigénito Hijo[8] y entregarle a los tormentos y a la muerte. Por eso exclama la Iglesia: «¡Oh admirable dignación de vuestra misericordia, Dios mío!; ¡oh inapreciable fineza de amor!, puesto que para libertar al esclavo habéis condenado al Hijo»[9] ¡Oh fe santa!, el alma que cree estas verdades, ¿cómo podrá vivir sin inflamarse y consumirse en el amor de un Dios que tanto ama a los hombres? ¡Ojalá que jamás se cayera de nuestra consideración este prodigio infinito del amor divino!

[1] Mt 27, 1-2.

[2] .Jn 18, 38.

[3] 1 R 3, 10.

[4] Lc 23, 11.

[5] 1 Co 2, 2.

[6] Mt 27, 17-23

[7] Rm 8, 32.

[8] Jn 3, 16.

[9] Praecon. Pasch., Sab. Scto.

(Texto de San Alfonso María de Ligorio sobre la Pasión del Señor)

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