web analytics
Sin comentarios aún

XXXII Domingo del Tiempo Ordinario (A)

 

EVANGELIO

¡Que llega el esposo, salida su encuentro! (cf. Mt 23, 1-13)

Lectura del santo Evangelio según san Mateo.

EN aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos esta parábola:

«Se parecerá el reino de los cielos a diez vírgenes que tomaron sus lámparas y salieron al encuentro del esposo.

Cinco de ellas eran necias y cinco eran prudentes.

Las necias, al tomar las lámparas, no se proveyeron de aceite; en cambio, las prudentes se llevaron alcuzas de aceite con las lámparas.

El esposo tardaba, les entró sueño a todas y se durmieron.

A medianoche se oyó una voz:

“¡Qué llega el esposo, salid a su encuentro!”.

Entonces se despertaron todas aquellas vírgenes y se pusieron a preparar sus lámparas.

Y las necias dijeron a las prudentes:

“Dadnos de vuestro aceite, que se nos apagan las lámparas”.

Pero las prudentes contestaron:

“Por si acaso no hay bastante para vosotras y nosotras, mejor es que vayáis a la tienda y os lo compréis”.

Mientras iban a comprarlo, llegó el esposo, y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de bodas, y se cerró la puerta.

Más tarde llegaron también las otras vírgenes, diciendo:

Señor, señor, ábrenos.

Pero él respondió:

“En verdad os digo que no os conozco”.

Por tanto, velad, porque no sabéis el día ni la hora».

Palabra del Señor.

 

LECTURA ESPIRITUAL Y HOMILÍA

Sin obras es imposible salvarse

1. Esta parábola de las vírgenes y la siguiente de los talentos se asemejan a la anterior del criado fiel y del otro ingrato y consumidor de los bienes de su señor. En conjunto son cuatro las comparaciones que, en términos diferentes, nos dirigen la misma recomendación, es decir, el fervor con que hemos de dar limosna y ayudar al prójimo en todo cuanto podamos, como quiera que de otro modo no es posible salvarse. Pero en la parábola de los criados se habla, de modo más general, de todo género de ayuda que hemos de prestar a nuestro prójimo; a esta de las vírgenes nos encarece el Señor particularmente la limosna, y de modo más enérgico que en la parábola pasada. Porque en ésta castiga al mal siervo aquel que golpea a sus compañeros y se emborracha y dilapida los bienes de su señor; en esta otra, al que no aprovecha ni da generosamente de lo suyo a los necesitados. Porque las vírgenes fatuas llevaban, sin duda, aceite; pero no abundante, y por eso son castigadas.

Más ¿por qué motivo nos presenta el Señor esta parábola en la persona de unas vírgenes y no supuso otra cualquiera? Grandes excelencias había dicho sobre la virginidad: Hay eunucos que se castraron a sí mismos por amor del reino de los cielos. Y: el que pueda comprender, que comprenda[1]. Por otra parte, sabe el Señor que la mayoría de los hombres tienen una alta idea sobre la misma virginidad. Y a la verdad, cosa es por naturaleza grande, como se ve claro por el hecho de que en el Antiguo Testamento no fue practicada por aquellos santos y grandes varones y en el Nuevo no llegó a imponerse por necesidad de ley. En efecto, no la mandó el Señor, sino que dejó libre voluntad de sus oyentes practicarla o no. De ahí que diga también Pablo: Acerca de las vírgenes, no tengo mandamiento del Señor[2]. Alabo ciertamente a quien la guarde, pero no obligo al que no quiera ni hago de ella un mandato. Ahora bien, puesto que tan grande cosa es la virginidad y de tanta gloria goza entre los hombres, porque nadie al practicarla se imaginara haberlo ya hecho todo y anduviera tibio y descuidado en las demás virtudes, pone el Señor esta parábola, que basta para persuadirnos que la virginidad, y aun todos los otros bienes, sin el bien de la limosna, es arrojada entre los fornicadores, y entre éstos pone el Señor al hombre cruel y sin misericordia.

Y ello con mucha razón, pues el uno se dejó vencer del amor de la carne, y el otro del amor del dinero. Y no es igual el amor de la carne que el dinero. El de la carne es más ardiente y más tiránico. De ahí que cuanto el adversario es más débil, menos perdón merecen los derrotados. De ahí también que llame el Señor fatuas a aquellas vírgenes, pues, habiendo pasado el trabajo mayor, lo perdieron todo por el menor. Por lo demás, lámparas llama aquí al carisma mismo de la virginidad, a la pureza de la castidad, y aceite, a la misericordia, a la limosna, a la ayuda de los necesitados.

Como tardara, pues, el esposo, dormitaron todas y se durmieron. Aquí da nuevamente a entender el Señor que no había de ser breve el tiempo intermedio, disuadiendo así a sus discípulos a que no esperaran la inmediata aparición del reino de Dios. En realidad, eso es lo que ellos esperaban, por lo que constantemente está el Señor quitándoles tal esperanza. Después de eso pone de manifiesto que la muerte es un sueño. Porque se durmieron —dice—. Pero hacia la media noche se oyó un grito… Aquí, o es que el Señor quería seguir el hilo de la parábola, o nuevamente nos significa que la resurrección había de ser durante la noche. Del grito también hace mención Pablo cuando dice: A una voz de mando, a la voz del arcángel, con la última trompeta, bajará del cielo[3]. —¿Y qué significan las trompetas? ¿Y qué dice el grito? —¡E1 esposo viene!

Ya, pues, que las vírgenes apercibieron sus lámparas, las fatuas les dijeron a las prudentes: Dadnos de vuestro aceite. De nuevo las llama el Señor fatuas, con lo que nos da a entender que no hay fatuidad mayor que la de quienes se dedican a hacer dinero en la Tierra y se van desnudos al otro mundo, donde más necesidad tendremos de caridad y misericordia. Y no son sólo por eso fatuas, sino porque se imaginaron que de allí iban a recibir aceite, y lo buscaron fuera de tiempo. Realmente, nadie más compasivo que las vírgenes prudentes, como que ello era su más señalada gloria. Por otra parte, tampoco las fatuas les piden todo su aceite: Dadnos —les dicen— de vuestro aceite. Y les manifiestan juntamente su necesidad: Porque se nos apagan las lámparas. Y ni aun así consiguieron nada. Ni la compasión de las rogadas, ni lo fácil del ruego que se les hacía, ni el premio de la necesidad fueron parte para que aquellas pobres fatuas lograran un poco de aceite.

¿Qué lección sacamos de ahí? Que en el otro mundo, a quienes sus propias obras falten, nadie los podrá socorrer, no porque no quiera, sino por ser imposible. Las vírgenes fatuas, a la verdad, se refugian en lo imposible. Esto puso también de manifiesto el bienaventurado Abrahán cuando dijo: Un gran abismo se abre entre vosotros y nosotros, de modo que ni aun los que quieren, pueden atravesarlo[4]. Marchad más bien a los que venden y compradlo. ¿Y quiénes son los que lo venden? Los pobres. ¿Y dónde están éstos? En la Tierra, y en la Tierra había que buscar el aceite, y no en aquel momento.

2. Mirad cómo con los pobres podemos hacer nuestro negocio. Si los quitáramos del mundo, habríamos suprimido una grande esperanza de salvación. Por eso, aquí, cuando el tiempo nos invita a ello, aquí es donde debemos recoger el aceite, porque allí nos aproveche. No aquél, sino éste, es el tiempo de la recolección. No consumáis, pues, vanamente vuestros bienes en placeres y ostentación, pues mucha necesidad tendréis allí de aceite. Oyendo las fatuas aquello, se fueron a comprar, pero no compraron nada. Esto lo pone el Señor, o por seguir la parábola y terminar su trama, o para darnos a entender que, aun cuando después de la muerte nos volvamos misericordiosos, de nada nos aprovechará ya esa misericordia para escapar al castigo. Consiguientemente, tampoco a las vírgenes fatuas les valió para nada su tardío fervor, pues aquí y no allí tenían que haber acudido a los vendedores. Como de nada tampoco le valió al otro rico haberse vuelto tan compasivo, que se preocupaba en el Infierno por sus familiares. Porque el que había pasado de largo sin mirar al pobre Lázaro tendido junto a su puerta, ése es el que ahora tiene tanta prisa por librar a sus hermanos del Infierno, a quienes ya ni veía, y suplica se les mande alguno que les anuncie lo que allí pasaba. Sin embargo, ni el rico ni las vírgenes consiguieron nada.

Porque, apenas oída la respuesta, se marcharon, vino el esposo, y las que estaban apercibidas entraron, y las otras se quedaron fuera. Después de tantos trabajos, después de tantos sudores, después de aquella insoportable lucha y de los trofeos levantados contra la naturaleza rabiosa, las vírgenes fatuas hubieron de retirarse avergonzadas, con sus lámparas apagadas y la cabeza baja. Nada hay, en efecto, más lúgubre que la virginidad si no va acompañada de la limosna. Así, el vulgo suele llamar sombríos a los inmisericordes. ¿Dónde está, pues, el orgullo de la virginidad, si no vieron al esposo ni, llamando a la puerta, lograron se les abriera, sino que oyeron la terrible palabra: Idos, no os conozco?

Ahora bien, cuando el Señor dice eso, ya no queda otra cosa que el Infierno y el suplicio insoportable, o, más bien, esa palabra misma es más dura que el mismo Infierno. Es la palabra que había dicho a los obradores de iniquidad. Vigilad, pues, porque no sabéis el día ni la hora. Mirad cómo pone constantemente el mismo epílogo, dándonos a entender cuán provechosa nos es la ignorancia de nuestra salida del mundo. ¿Dónde están, pues, ahora esos que se pasan la vida entera en la tibieza y, cuando nosotros les reprendemos, nos replican: En la hora de mi muerte dejaré para los pobres? Escuchen esas palabras del Señor y corríjanse. A la verdad, muchos se vieron burlados en aquel momento, arrebatados que fueron repentinamente, sin dárseles tiempo a mirar por los mismos que hubieran querido (S. Juan Crisóstomo, Obras de San Juan Crisóstomo, homilía 78, 1-2, BAC, Madrid, 1956 [II]).

 

Benedicto XVI

Ángelus

Domingo, 6 de noviembre de 2011

Queridos hermanos y hermanas:

Las lecturas bíblicas de la liturgia de este domingo nos invitan a prolongar la reflexión sobre la vida eterna, iniciada con ocasión de la Conmemoración de todos los fieles difuntos. Sobre este punto es neta la diferencia entre quien cree y quien no cree, o —se podría igualmente decir— entre quien espera y quien no espera. San Pablo escribe a los Tesalonicenses: «No queremos que ignoréis la suerte de los difuntos para que no os aflijáis como los que no tienen esperanza» (1 Ts 4, 13). La fe en la muerte y resurrección de Jesucristo marca, también en este campo, un momento decisivo. Asimismo, san Pablo recuerda a los cristianos de Éfeso que, antes de acoger la Buena Nueva, estaban «sin esperanza y sin Dios en el mundo» (Ef 2, 12). De hecho, la religión de los griegos, los cultos y los mitos paganos no podían iluminar el misterio de la muerte, hasta el punto de que una antigua inscripción decía: «In nihil ab nihilo quam cito recidimus», que significa: «¡Qué pronto volvemos a caer de la nada a la nada!». Si quitamos a Dios, si quitamos a Cristo, el mundo vuelve a caer en el vacío y en la oscuridad. Y esto se puede constatar también en las expresiones del nihilismo contemporáneo, un nihilismo a menudo inconsciente que lamentablemente contagia a muchos jóvenes.

El Evangelio de hoy es una célebre parábola, que habla de diez muchachas invitadas a una fiesta de bodas, símbolo del reino de los cielos, de la vida eterna (cf. Mt 25, 1-13). Es una imagen feliz, con la que sin embargo Jesús enseña una verdad que nos hace reflexionar; de hecho, de aquellas diez muchachas, cinco entran en la fiesta, porque, a la llegada del esposo, tienen aceite para encender sus lámparas; mientras que las otras cinco se quedan fuera, porque, necias, no han llevado aceite. ¿Qué representa este «aceite», indispensable para ser admitidos al banquete nupcial? San Agustín (cf. Discursos 93, 4) y otros autores antiguos leen en él un símbolo del amor, que no se puede comprar, sino que se recibe como don, se conserva en lo más íntimo y se practica en las obras. Aprovechar la vida mortal para realizar obras de misericordia es verdadera sabiduría, porque, después de la muerte, eso ya no será posible. Cuando nos despierten para el juicio final, este se realizará según el amor practicado en la vida terrena (cf. Mt 25, 31-46). Y este amor es don de Cristo, derramado en nosotros por el Espíritu Santo. Quien cree en Dios-Amor lleva en sí una esperanza invencible, como una lámpara para atravesar la noche más allá de la muerte, y llegar a la gran fiesta de la vida.

A María, Sedes Sapientiae, pidamos que nos enseñe la verdadera sabiduría, la que se hizo carne en Jesús. Él es el camino que conduce de esta vida a Dios, al Eterno. Él nos ha dado a conocer el rostro del Padre, y así nos ha donado una esperanza llena de amor. Por esto, la Iglesia se dirige a la Madre del Señor con estas palabras: «Vita, dulcedo, et spes nostra». Aprendamos de Ella a vivir y morir en la esperanza que no defrauda (cf. vatican.va).

NOTA: Las palabras en negrita han sido resaltadas por la web de Prado Nuevo.

[1] Mt 19, 11-12.

[2] 1 Co 7, 25.

[3] 1 Ts 4, 16.

[4] Lc 16, 26.

 

Leer más “Liturgia dominical”

Publicar un comentario