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IV DOMINGO DE CUARESMA (B)

 

EVANGELIO

Dios envió a su Hijo para que el mundo se salve por Él (cf. Jn 3, 14-21)

Lectura del santo Evangelio según san Marcos.

Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en Él tenga vida eterna.

Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna.

Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él.

El que cree en Él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Unigénito de Dios.

Este es el juicio: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra el mal detesta la luz, y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras.

En cambio, el que obra la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios».

 

Palabra del Señor.

 

LECTURA ESPIRITUAL Y HOMILÍA

Pues no envió Dios su Hijo al mundo para que condene al mundo, sino para que el mundo sea salvado por Él (Jn 3, 17).

 

Para este tal Cristo abrió las puertas de la penitencia y le dio muchos medios de lavar sus culpas, si él quiere. Quiero yo que ponderes cuán firme argumento de la divina clemencia es el perdonar gratuitamente; y que tras de semejante favor no castigue Dios al pecador con la pena que merecía, sino que le dé tiempo de hacer penitencia. Por tal motivo Cristo dijo a Nicodemo: No envió Dios su Hijo al mundo para que condene al mundo, sino para que el mundo sea salvado por Él. Porque hay dos venidas de Cristo: una que ya se verificó; otra que luego tendrá lugar. Pero no son ambas por el mismo motivo. La primera fue no para condenar nuestros crímenes, sino para perdonarlos; la segunda no será para perdonarlos sino para juzgarlos.

Por lo cual de la primera dice: Yo no he venido para condenar al mundo, sino para salvarlo. De la segunda dice: Cuando venga el Hijo del Hombre en la gloria de su Padre, separará las ovejas a la derecha y los cabritos a la izquierda. E irán unos a la vida, otras al eterno suplicio[1]. Sin embargo, también la primera venida era para juicio, según lo que pedía la justicia. ¿Por qué? Porque ya antes de esa venida existía la ley natural y existieron los profetas y también la ley escrita y la enseñanza y mil promesas y milagros y castigos y otras muchas cosas que podían llevar a la enmienda. Ahora bien: de todo eso era necesario exigir cuentas. Pero como Él es bondadoso, no vino a juzgar sino a perdonar. Si hubiera entrado en examen y juicio, todos los hombres habrían perecido, pues dice: Todos pecaron y se hallan privados de la gloria de Dios[2]. ¿Adviertes la suma clemencia? El que cree en el Hijo no es condenado. Mas quien no cree, queda ya condenado. Dirás: pero, si no vino para condenar al mundo ¿cómo es eso de que el que no cree ya queda condenado? Porque aún no ha llegado el tiempo del juicio. Lo dice o bien porque la incredulidad misma sin arrepentimiento ya es un castigo, puesto que estar fuera de la luz es ya de por sí una no pequeña pena; o bien como una predicción de lo futuro. Así como el homicida, aun cuando aún no sea condenado por la sentencia del juez, está ya condenado por la naturaleza misma de su crimen, así sucede con el incrédulo.

Adán desde el día en que comió del árbol quedó muerto; porque así estaba sentenciado: En el día en que comiereis del árbol, moriréis[3]. Y sin embargo, aún estaba vivo. ¿Cómo es pues que ya estaba muerto? Por la sentencia dada y por la naturaleza misma de su pecado. Quien se hace reo de castigo, aunque aún no esté castigado en la realidad, ya está bajo el castigo a causa de la sentencia dada. Y para que nadie, al oír: No he venido a condenar al mundo, piense que puede ya pecar impunemente y se torne más desidioso, quita Cristo ese motivo de pereza añadiendo: Ya está juzgado. Puesto que aún no había llegado el juicio futuro, mueve a temor poniendo por delante el castigo. Y esto es cosa de gran bondad: que no sólo entregue su Hijo, sino que además difiera el tiempo del castigo, para que pecadores e incrédulos puedan lavar sus culpas.

Quien cree en el Hijo no es condenado. Dice el que cree, no el que anda vanamente inquiriendo; el que cree, no el que mucho escruta. Pero ¿si su vida está manchada y no son buenas sus obras? Pablo dice que tales hombres no se cuentan entre los verdaderamente creyentes y fieles: Hacen profesión de conocer a Dios, mas reniegan de Él con sus obras[4]. Por lo demás, lo que aquí declara Cristo es que no se les condena por eso, sino que serán más gravemente castigados por sus culpas; y que la causa de su infidelidad consistió en que pensaban que no serían castigados (…).

Por tal motivo en otra parte dice, acusándolos: Me odiaron de valde; y también: Si no hubiera venido y no les hubiera hablado no tendrían pecado[5]. Quien falto de luz permanece sentado en las tinieblas, quizá alcance perdón; pero quien a pesar de haber llegado la luz, permanece sentado en las tinieblas, da pruebas de una voluntad perversa y contumaz. Y luego, como lo dicho parecía increíble a muchos —puesto que no parece haber quien prefiera las tinieblas a la luz—, pone el motivo de hallarse ellos en esa disposición. ¿Cuál es? Dice: Porque sus obras eran perversas. Y todo el que obra perversamente odia la luz y no se llega a la luz para que no le echen en rostro sus obras.

Ciertamente no vino Cristo a condenar ni a pedir cuentas, sino a dar el perdón de los pecados y a donarnos la salvación mediante la fe. Entonces ¿por qué se le apartaron? Si Cristo se hubiera sentado en un tribunal para juzgar, habrían tenido alguna excusa razonable; pues quien tiene conciencia de crímenes suele huir del juez; en cambio suelen correr los pecadores hacia aquel que reparte perdones. De modo que habiendo venido Cristo a perdonar, lo razonable era que quienes tenían conciencia de infinitos pecados, fueran los que principalmente corrieran hacia Él, como en efecto muchos lo hicieron: Pecadores y publicanos se le acercaron y comían con Él.

Entonces ¿qué sentido tiene el dicho de Cristo? Se refiere a los que totalmente se obstinaron en permanecer en su perversidad. Vino Él para perdonar los pecados anteriores y asegurarlos contra los futuros. Mas como hay algunos en tal manera muelles y disolutos y flojos para soportar los trabajos de la virtud, que se empeñan en perseverar en sus pecados hasta el último aliento y jamás apartarse de ellos, parece ser que a éstos es a quienes fustiga y acomete. Como el cristianismo exige juntamente tener la verdadera doctrina y llevar una vida virtuosa, temen, dice Jesús, venir a Mí porque no quieren llevar una vida correcta. (S. Juan Crisóstomo, Explicación del Evangelio de San Juan, Homilía XXVIII (XXVII), pp. 228-35; cf. iveargentina.org).

Benedicto XVI

Ángelus

Plaza de San Pedro

IV Domingo de Cuaresma, 15 de marzo de 2015

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio de hoy nos vuelve a proponer las palabras que Jesús dirigió a Nicodemo: «Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito» (Jn 3, 16). Al escuchar estas palabras, dirijamos la mirada de nuestro corazón a Jesús Crucificado y sintamos dentro de nosotros que Dios nos ama, nos ama de verdad, y nos ama en gran medida. Esta es la expresión más sencilla que resume todo el Evangelio, toda la fe, toda la teología: Dios nos ama con amor gratuito y sin medida.

Así nos ama Dios y este amor Dios lo demuestra ante todo en la creación, como proclama la liturgia, en la Plegaria eucarística IV: «A imagen tuya creaste al hombre y le encomendaste el universo entero, para que, sirviéndote sólo a Ti, su Creador, dominara todo lo creado». En el origen del mundo está sólo el amor libre y gratuito del Padre. San Ireneo un santo de los primeros siglos escribe: «Dios no creó a Adán porque tenía necesidad del hombre, sino para tener a alguien a quien donar sus beneficios» (Adversus haereses, IV, 14, 1). Es así, el amor de Dios es así.

Continúa así la Plegaria eucarística IV: «Y cuando por desobediencia perdió tu amistad, no lo abandonaste al poder de la muerte, sino que, compadecido, tendiste la mano a todos». Vino con su misericordia. Como en la creación, también en las etapas sucesivas de la historia de la salvación destaca la gratuidad del amor de Dios: el Señor elige a su pueblo no porque se lo merezca, sino porque es el más pequeño entre todos los pueblos, como dice Él. Y cuando llega «la plenitud de los tiempos», a pesar de que los hombres en más de una ocasión quebrantaron la alianza, Dios, en lugar de abandonarlos, estrechó con ellos un vínculo nuevo, en la sangre de Jesús —el vínculo de la nueva y eterna alianza—, un vínculo que jamás nada lo podrá romper.

San Pablo nos recuerda: «Dios, rico en misericordia, —nunca olvidarlo, es rico en misericordia— por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho revivir con Cristo» (Ef 2, 4-5). La Cruz de Cristo es la prueba suprema de la misericordia y del amor de Dios por nosotros: Jesús nos amó «hasta el extremo» (Jn 13, 1), es decir, no sólo hasta el último instante de su vida terrena, sino hasta el límite extremo del amor. Si en la creación el Padre nos dio la prueba de su inmenso amor dándonos la vida, en la pasión y en la muerte de su Hijo nos dio la prueba de las pruebas: vino a sufrir y morir por nosotros. Así de grande es la misericordia de Dios: Él nos ama, nos perdona; Dios perdona todo y Dios perdona siempre.

Que María, que es Madre de misericordia, nos ponga en el corazón la certeza de que somos amados por Dios; nos sea cercana en los momentos de dificultad y nos done los sentimientos de su Hijo, para que nuestro itinerario cuaresmal sea experiencia de perdón, acogida y caridad (cf. vatican.va).

NOTA: Las palabras en negrita han sido resaltadas por la web de Prado Nuevo.

[1] Mt 25, 31.33.46.

[2] Rm 3, 23.

[3] Gn 2, 17.

[4] Tt 1, 16.

[5] Jn 15, 24-25.

 

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