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María, Madre nuestra y «Mediadora» (Lumen Gentium 62)

 

Mensaje del 11 de Diciembre de 1981

En la segunda parte del mensaje, cuyo comentario iniciamos el número anterior, es la Virgen quien se manifiesta a Luz Amparo. Recuerda su maternidad espiritual para toda la Humanidad: hombres y mujeres, mayores y niños, de toda raza, cultura y nación caben bajo su manto protector, que extiende para protegernos de los peligros, sobre todo morales, que acechan nuestras almas. Así reza una oración, que se encuentra entre las primeras compuestas en honor de María: «Bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios; no desoigas la oración de tus hijos necesitados. Líbranos de todo peligro, ¡oh, siempre Virgen gloriosa y bendita!».

«Sí, hija mía, aquí tienes a tu Madre, hija mía. No podía faltar tu Madre y Madre de todos mis hijos; ya lo dijo mi Hijo al pie de la Cruz: Madre mía, he ahí a mis hermanos, cuídalos y ámalos. Y también dijo: no estáis solos vosotros por quienes he dejado mi vida, tenéis ahora una Madre a la que podéis recurrir en todas vuestras necesidades».

Jesucristo, en cuanto hombre, es Mediador entre Dios y los hombres. San Pablo lo refiere varias veces en sus cartas; escribe, por ejemplo, en la primera epístola a Timoteo: «Pues Dios es uno, y único también el mediador entre Dios y los hombres: el hombre Cristo Jesús, que se entregó en rescate por todos; éste es un testimonio dado a su debido tiempo» (1 Tm 2, 5-6). Otras citas son claras también en este aspecto; veamos dos que pertenecen a la Carta a los Hebreos:

  • «Mas ahora a Cristo le ha correspondido un ministerio tanto más excelente cuanto mejor es la alianza de la que es mediador» (Hb 8, 6).
  • «…¡cuánto más la sangre de Cristo, que, en virtud del Espíritu eterno, se ha ofrecido a Dios como sacrificio sin mancha, podrá purificar nuestra conciencia de las obras muertas, para que demos culto al Dios vivo! Por esa razón, es mediador de una alianza nueva: en ella ha habido una muerte que ha redimido de los pecados cometidos durante la primera alianza; y así los llamados pueden recibir la promesa de la herencia eterna» (Hb 9, 14-15).

Hay un precioso texto de san Agustín que confirma esta doctrina: «Entre la Trinidad y la debilidad del hombre y su iniquidad fue hecho mediador un hombre, no pecador, sino débil (en cuanto a que fue semejante a nosotros en todo, excepto en el pecado[1]), para que por la parte que no era pecador te uniera a Dios y por la parte que era débil se acercara a ti; y así, para ser mediador entre el hombre y Dios, el Verbo se hizo carne, es decir, el Verbo fue hecho hombre»[2].

María Mediadora (Elis Romagnoli, Santuario de Collevalenza [Italia])

No obstante, podemos añadir que la mediación principal y universal de Cristo no impide que haya otros mediadores secundarios que dependen de Él; nos referimos a los santos en general y, particularmente, a la Santísima Virgen, Corredentora de la Humanidad y Mediadora universal de todas las gracias. Ella estuvo asociada a la obra redentora de su Hijo; Jesús es el nuevo Adán, y María, la nueva Eva. La sangre de Jesucristo derramada en su Pasión y los padecimientos de su Madre, la Virgen de los Dolores, obtuvieron la salvación para el género humano. Esta enseñanza fue definida por un número importante de Santos Padres y la han corroborado los Papas más recientes. A «María, Mediadora» dedica el Concilio Vaticano II el nº 62 de la constitución Lumen Gentium.

Está escrito en el libro de Isaías: «Y saldrá un renuevo del tronco de Jesé y de su raíz se elevará una flor, y reposará sobre él el espíritu del Señor» (Is 11, 1); palabras que explica así san Buenaventura: «El que desea conseguir la gracia del Espíritu Santo, busque la flor en la vara, es decir, a Jesús en María; porque por la vara se llega a la flor y por la flor hallamos a Dios»[1]. Sobre otro texto, esta vez de san Mateo («Y hallaron al Niño con María, su Madre» [Mt 2, 11]), sentencia el Doctor Seráfico: «Jamás se hallará a Jesús sino con María y por medio de María. Y en vano lo buscará el que no lo busca en compañía de María»[2].

Hace mención el mensaje, enseguida, de los ministros, los obispos, los gobernantes, las sociedades y las familias, y utiliza una imagen del Apocalipsis (12, 4) para identificar la situación moral de algunos de los primeros: «Han llegado a ser esas estrellas errantes que la vieja serpiente arrastrará con su cola para destruirlos». La visión que le pide explicar, seguidamente, a Luz Amparo parece corresponder al Infierno:

 

«Estoy viendo un planeta oscuro lleno de cieno, que huele muy mal; veo muchos seres abominables luchando unos contra otros, blasfemando; están metidos hasta la cintura; ahora huele a azufre; se oyen gemidos por todas partes; es horrible».

En cambio, la descripción siguiente hecha por la Virgen corresponde a un estado completamente diferente de dicha y felicidad eternas:

«Mira qué separación hay tan inmensa de la Tierra; mira qué lagos tan inmensos de colores; mira qué almas más puras; mira qué prados más llenos (…) de bellas flores; mira qué árboles de bellos frutos, como jamás has visto en ninguna parte de la Tierra. Yo creo que vale la pena sufrir para gozar aquí toda una eternidad, hija mía».

Las frases finales, que culminan el mensaje, contienen recomendaciones, avisos, enseñanzas… de gran valor:

«Hija mía, tu miseria no te debe desanimar, reconócela con humildad; pero no pierdas ánimo (…). Mucha humildad, pero ten mucha confianza (…). Diles a mis hijos que hagan más oración; que empiecen una nueva fase de su vida; que se marquen un horario para su trabajo y les dará tiempo a hacer oración (…). Adiós, hija mía; rezad el santo Rosario todos los días; meditad un ratito cada misterio (…), pues en cada rosario se salvan muchas almas».

«Mucha humildad, pero ten mucha confianza». El verdadero humilde reconoce las miserias propias hasta humillarse, pero no deja de elevar, por eso, su corazón a Dios con suma confianza. Refiriéndose al Señor, escribe santa Teresa de Jesús: «Mas considerando en el amor que me tenía, tornaba a animarme, que de su misericordia jamás desconfié; de mí, muchas veces» (Vida, 9, 3).

 

[1] Cf. Hb 4, 15.

[2] Enarrat. in Ps.: ML 36, 216.

[3] S. Alfonso Mª de Ligorio, Las glorias de María I, c. 5, 10.

[4] Ibíd.

(Revista Prado Nuevo nº 22. Comentario a los mensajes) 

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