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III DOMINGO DE PASCUA (B)

 

EVANGELIO

Así está escrito: el Mesías padecerá y resucitará de entre los muertos al tercer día (cf. Lc 24, 35-48)

Lectura del santo Evangelio según san Juan.

EN aquel tiempo, los discípulos de Jesús contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.

Estaban hablando de estas cosas, cuando Él se presentó en medio de ellos y les dice:

«Paz a vosotros».

Pero ellos, aterrorizados y llenos de miedo, creían ver un espíritu. Y Él les dijo:

«¿Por qué os alarmáis?, ¿por qué surgen dudas en vuestro corazón? Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona. Palpadme y daos cuenta de que un espíritu no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo».

Dicho esto, les mostró las manos y los pies. Pero como no acababan de creer por la alegría, y seguían atónitos, les dijo:

«¿Tenéis ahí algo de comer?».

Ellos le ofrecieron un trozo de pez asado. Él lo tomó y comió delante de ellos.

Y les dijo:

«Esto es lo que os dije mientras estaba con vosotros: que era necesario que se cumpliera todo lo escrito en la Ley de Moisés y en los Profetas y Salmos acerca de mí».

Entonces les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras. Y les dijo:

«Así está escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día y en su nombre se proclamará la conversión para el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de esto».

Palabra del Señor.

 

LECTURA ESPIRITUAL Y HOMILÍA

Tocar a Cristo

169. Al punto los discípulos, aturdidos, creían que era un espíritu, y por eso el Señor, para mostrarnos el carácter de su resurrección, dijo: Tocad y ved que un espíritu no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo. Y no fue que Él penetró las paredes de por sí impenetrables con una naturaleza incorpórea, sino con el estado de su cuerpo resucitado. Pues lo que se puede tocar y palpar es corpóreo; y también nosotros resucitaremos con el cuerpo, pues se siembra un cuerpo animal y surge un cuerpo espiritual (1 Co 15, 44); el uno es ágil, el otro pesado, puesto que está todavía bajo la acción de la condición de su enfermedad terrena.

170. Porque ¿cómo, en verdad, no iba a ser un cuerpo, si tenía todas las señales de sus heridas, la marca de las cicatrices, las cuales se las mostró el Señor para que las palpara? Con ese detalle, no sólo los robustece en la fe, sino que también les excita a la devoción, puesto que las heridas que recibió por nosotros prefirió, sin suprimirlas, llevárselas al Cielo, para presentárselas a Dios Padre como rescate de nuestra libertad. Por lo cual, el Padre le asignó como trono su derecha, abrazando los trofeos de nuestra salvación, la diadema de sus cicatrices pasó a ser el testimonio que adujo allí en favor nuestro.

171. Y, puesto que nuestra exposición ya ha llegado al momento oportuno, consideremos qué motivo, según el sentir de Juan, tuvieron las apóstoles para llegar a creer, puesto que se alegraron y, según Lucas, fueron increpados de incredulidad; tal vez es que, según el primero, acababan de recibir el Espíritu Santo y, según el otro, estaban cumpliendo el mandato de permanecer en la ciudad hasta que fueran revestidos con la virtud de lo alto (…).

180. Por lo que respecta al Espíritu Santo, o bien se lo inspiró a los once como a hombres más perfectos, haciendo la promesa de que se lo comunicaría después a los demás, o bien se lo infundió allí mismo donde se lo prometió. No parece que haya contradicción alguna, puesto que hay diversidad de dones; pues a uno le da la palabra de la sabiduría, a otro la palabra de la ciencia, según el mismo Espíritu; a otro fe en el mismo Espíritu, a otro la gracia de curar, a otro la variedad de lenguas (1 Co 12, 4.8-10) (…).

182. Y ¿por qué, según Mateo (25, 32) y Marcos (14, 28), les dice a los discípulos: Yo os precederé en Galilea, allí me veréis, y, sin embargo, según Lucas y Juan se presenta dentro del cenáculo para que le vean? No cabe la menor duda de que se presentó con frecuencia para que le vieran, como nos lo confirma el mismo apóstol al afirmar que fue visto por más de quinientos hermanos (1 Co 15, 5.7) y por Pedro y Santiago, que es lo mismo que nos enseñó Lucas en los Hechos de los Apóstoles cuando nos dice que se manifestó a los discípulos aún en vida después de su Pasión en muchas ocasiones, y les hablaba del reino de Dios (Hch 1, 3) (…).

183. En fin, Juan nos presenta a los discípulos reunidos en el cenáculo, con las puertas cerradas por temor a los judíos y, al parecer, no eran, según el sentir de Lucas, sólo los once, sino más. Sin embargo, Mateo no calla el dato de que sólo los once se habían reunido en Galilea. Y así puedes leer: Los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado, y, al verlo, lo adoraron; aunque algunos vacilaron (Mt 28, 16). Y entonces les hizo entrega de la potestad de enseñar y bautizar. También Marcos describe que, al fin, se apareció a los once discípulos congregados, y fue cuando les dio el encargo de predicar por toda la Tierra.

184. Por eso me parece más conveniente que el Señor mandara a los discípulos que se reunieran en Galilea, pero, como por causa del miedo permanecían encerrados dentro del cenáculo, la primera vez se presentó ante ellos, y después, una vez fortificado su espíritu, se dispersaron los once a través de toda Galilea. Y así no veo ninguna contradicción —pues me doy cuenta que es ésta precisamente la interpretación preferible para los escritores más ponderados— en la afirmación de que unos pocos estaban en el cenáculo, y otros, más numerosos, en el monte (S. Ambrosio, Tratado sobre el Evangelio de San Lucas (I), L.10, 169-171. 180. 182-184 [BAC, Madrid, 1966).

 

P. Alfredo Sáenz, S. J.
Nueva aparición de Cristo resucitado

1. Realmente resucitó

El Evangelio de este domingo nos refiere otra de las apariciones de Jesús resucitado. Pareciera como si Jesús hubiese querido dejar sólidamente asentada la realidad de su resurrección. Su testimonio tiene total vigencia aun para la actualidad. Como es sabido, hay teólogos —o pseudoteólogos— que se refieren en términos ambiguos a la resurrección de Cristo, como si Jesús hubiese resucitado tan sólo en el corazón de los apóstoles, en la fe de los apóstoles, y no en la realidad de su cuerpo, el mismo que tenía en la Cruz, aunque ahora glorificado. En la aparición de hoy, el Señor se esmera por demostrar el verismo de su resurrección a los discípulos atónitos: «Un espíritu —les dice— no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo». Y para convencerlos les pidió de comer.

¿Por qué tanta insistencia? Porque Cristo quiso de antemano afirmar bien nuestra fe, ya que su resurrección es el fundamento de nuestra fe. Nosotros no nos hemos adherido a una idea, a una doctrina, sino ante todo a una persona. Es cierto que esa persona trae consigo una idea, una doctrina, pero nuestra fe recae en primer lugar sobre la persona de Cristo. No sobre una persona desaparecida en las brumas de la historia, como serían Alejandro Magno o Sócrates, cuyo recuerdo uno puede venerar y cuyas enseñanzas seguir, sino sobre una persona que vive y que ya no conocerá el sabor de la muerte. Si no fuese así, nuestra religión, nuestra fe, no tendrían sentido alguno. Lo dice San Pablo: si Cristo no resucitó, vana sería nuestra fe. Porque habríamos creído en alguien que ya no existe, porque nos habríamos entregado a alguien que no nos puede acoger, porque oraríamos a alguien incapaz de escucharnos.

Ponderemos, hermanos, esta verdad de nuestra fe. No deja de resultar admirable que la carne del Señor, esa carne que pertenece también al dominio de la creación terrena, participe de la gloria de Dios, y esto por una eternidad. Ese trozo de creación, que es su carne, no se encuentra perdido: Dios la respeta, la tiene junto a sí, y no la quema el contacto de su fuego divino. Es suya; ella es Él, carne de Dios. Tal es el fundamento de nuestra propia resurrección, de aquello que afirmamos siempre de nuevo en el Credo: creo en la resurrección de la carne.

2. Cristo resucitado, plenitud de la historia

Digámoslo sin trepidar: Cristo vive. Su Misterio Pascual es el momento culminante de la historia, el momento preanunciado a lo largo de todas las Escrituras. Lo afirma el mismo Jesús en el Evangelio de hoy: «Cuando todavía estaba con vosotros yo os decía: Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito de mí en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos». Entonces, agrega el evangelista, «les abrió la inteligencia para que pudieran comprender las Escrituras».

¿Qué significa esto? Significa que todo el Antiguo Testamento había sido una gran profecía de la encarnación, muerte y resurrección de Jesús. Una profecía en acción, ante todo, porque en los grandes acontecimientos del Antiguo Testamento, Dios bosquejaba los hechos fundamentales del Nuevo: cuando creaba a Adán, por ejemplo, Dios ya pensaba en la nueva cabeza de la Humanidad que sería Jesús; cuando derramaba el maná del cielo para alimentar a su pueblo en el desierto, Dios pensaba ya en el cuerpo glorificado de Cristo y en su sangre victoriosa que en la Eucaristía se derramaría por nuestras venas en orden a fortalecernos para nuestra peregrinación por este mundo. Fue sobre todo San Juan quien elaboró su Evangelio a partir de esas figuras bíblicas del Antiguo Testamento: allí Cristo es presentado como el nuevo cordero pascual, la nueva columna de fuego, la nueva serpiente de bronce elevada en alto, el nuevo maná, la nueva roca que derrama agua.

Preanuncios en acciones, ante todo. Pero también preanuncios en palabras, gracias sobre todo a los profetas, que describieron por adelantado los principales hechos y misterios de la vida de Cristo: así Isaías profetizó que un justo sería castigado y que luego volvería a la vida; Jeremías anunció que un nuevo templo sucedería al antiguo. Y también los Salmos preanunciaron a Cristo, por ejemplo el salmo 21, que describe hasta el detalle la pasión de Aquel que, de sufrimiento en sufrimiento, fue descendiendo hasta los abismos, para luego ascender victorioso y comunicar su nueva vida a los demás.

Esto es lo que Jesús reveló a sus apóstoles: «Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito de mí en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos». De este modo les abrió el entendimiento para que comprendiesen el sentido último de las Escrituras.

3. Resurrección y misión

«Así estaba escrito —prosiguió Jesús—: el Mesías debía sufrir, y resucitar de entre los muertos al tercer día, y comenzando por Jerusalén, en su nombre debía predicarse en todas las naciones la conversión para el perdón de los pecados». La Resurrección está, pues, en el punto de partida de la misión apostólica. Recordemos aquello que dijo el Señor a Tomás y que leímos el domingo pasado: Bienaventurados los que crean sin haber visto. Al día siguiente de la Resurrección, los Apóstoles son enviados a predicar a la gran multitud que llena los marcos de la historia, a esa multitud que «no ha visto» pero que debe «creer». Porque la Resurrección de Cristo es el comienzo de una gran cosecha apostólica.

Inicialmente la fiesta de Pascua era entre los judíos una fiesta agraria, la fiesta del ofrecimiento de las nuevas espigas, primicias de la cosecha; en ese día comían pan ázimo, no mezclado con nada de la cosecha precedente. A este sentido primitivo se agregó luego el recuerdo del paso por el Mar Rojo. Cuando Cristo celebró su última Pascua, su Paso al Padre, llevó a su plenitud los dos aspectos significados en la fiesta judía de la Pascua. Su muerte y su resurrección, ante todo, constituyeron un nuevo paso por el Mar que dejó rojas de sangre sus vestiduras, y de cuyas aguas sepulcrales emergió con nueva vida. Cristo es también el nuevo grano de trigo que cayó en el surco de la muerte para luego fructificar, la nueva espiga, el comienzo de la nueva cosecha. Acá cobra todo su vigor la expresión del Apóstol: «Purificaos de la vieja levadura, para que seáis una masa nueva, puesto que sois ázimos. Porque Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado. Celebremos, pues, la fiesta, no con la vieja levadura, ni con levadura de malicia y perversidad, sino con los ázimos de pureza y de verdad». En Cristo no hay nada de levadura decrépita, es ázimo puro.

La carne de Cristo, que refloreció en la resurrección, produce ahora frutos de vida eterna. El leño glorioso de la Cruz es el tronco del árbol de la Iglesia. Porque el Misterio Pascual de Cristo dio nacimiento a la Iglesia. Cristo es la Cabeza del Cuerpo. Lo es por ser el primogénito, el que encabeza la caravana de los resucitados, el primero en la victoria, el que con su resurrección abre para la Humanidad la brecha de la vida. Dice San Pablo que la Iglesia es el cuerpo de Cristo. No la compara simplemente con un cuerpo, no dice tan sólo que es un cuerpo, sino que es el cuerpo de Cristo. Es tal porque está unida, en todos sus fieles, al cuerpo resucitado del Salvador. «¿No sabéis que vuestros cuerpos son los miembros de Cristo?». Los cuerpos de los fieles —y no sólo los fieles— son miembros de Cristo. Hasta en su cuerpo el cristiano es miembro de Cristo.

Tal es el gran resultado de la resurrección del Señor: el nacimiento de la Iglesia, la obra misionera, la propagación del mensaje apostólico. Es lo que leíamos en el evangelio de hoy: en el nombre de Cristo resucitado «debía predicarse a todas las naciones la conversión para el perdón de los pecados». La resurrección de Cristo es, así, la cuna de la predicación, del apostolado, de la Iglesia. Se podría decir que el cuerpo muerto de Cristo no sólo resucitó en su realidad física, sino que también resucitó en cuerpo místico, en Iglesia.

Pronto nos vamos a acercar a recibir el Cuerpo del Señor. En la Eucaristía recibimos el cuerpo glorioso de Cristo, el cuerpo que nunca más conocerá el ataúd, el cuerpo glorificado y radiante, dominado por la divinidad, transparente a Dios, hermoso como ninguno, victorioso. Ese es el Cristo de la Eucaristía, el que muestra y anuncia el sacerdote antes de darlo a comulgar: «el Cuerpo de Cristo». Siempre el Señor está dando su cuerpo a la Iglesia de todos los siglos —y hoy a nosotros— para que aquélla se adhiera cada vez más a Él, para que sus miembros se hagan cada vez más miembros de Cristo. Pidámosle la gracia de adherirnos también nosotros cada vez más al Señor resucitado (Palabra y Vida, Ciclo B, Ediciones Gladius, Buenos Aires, 1993).

NOTA: Las palabras en negrita han sido resaltadas por la web de Prado Nuevo.

 

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