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XIV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO (B)

 

EVANGELIO

No desprecian a un profeta más que en su tierra (cf. Mc 6, 1-6)

Lectura del santo Evangelio según san Marcos.

EN aquel tiempo, Jesús se dirigió a su ciudad y lo seguían sus discípulos. Cuando llegó el sábado, empezó a enseñar en la sinagoga; la multitud que lo oía se preguntaba asombrada:

«¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es esa que le ha sido dada? ¿Y esos milagros que realizan sus manos? ¿No es este el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón? Y sus hermanas ¿no viven con nosotros aquí?».

Y se escandalizaban a cuenta de Él.

Les decía:

«No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa».

No pudo hacer allí ningún milagro, solo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos. Y se admiraba de su falta de fe.

Y recorría los pueblos de alrededor enseñando.

Palabra del Señor.

 

LECTURA ESPIRITUAL Y HOMILÍA

Ningún profeta es bien recibido en su patria

  1. Jesús, impulsado por el Espíritu, se volvió a Galilea.

En este pasaje se cumple la profecía de Isaías que dice: La tierra de Zabulón y la tierra de Neftalí, a lo último, llenará de gloria el camino del mar y la otra ribera del Jordán, la Galilea de las gentes; el pueblo que andaba en tinieblas vio una gran luz (Is 9, 1-2). ¿Cuál es esta gran luz, sino Cristo, «que viniendo a este mundo ilumina a todo hombre»? (Jn 1, 9).

  1. Después tomó el libro, para mostrar que Él es el que ha hablado en los profetas y atajar las blasfemias de los pérfidos que dicen que hay un Dios del Antiguo Testamento y otro del Nuevo, o bien que Cristo comenzó a partir de la Virgen: ¿cómo pudo tomar origen de la Virgen si antes de la Virgen hablaba Él?
  2. El Espíritu Santo está sobre mí.

Ve aquí la Trinidad perfecta y coeterna. La Escritura nos afirma que Jesús es Dios y hombre, perfecto en lo uno y en lo otro; también nos habla del Padre y del Espíritu Santo. Pues el Espíritu Santo nos ha sido mostrado cooperando, cuando en la apariencia corporal de una paloma descendió sobre Cristo en el momento en que el Hijo de Dios era bautizado en el río y el Padre habló desde el cielo. ¿Qué testimonio podemos encontrar más grande que el de Él mismo, que afirma haber hablado en los profetas? Él fue ungido con un óleo espiritual y una fuerza celestial, a fin de inundar la pobreza de la naturaleza humana con el tesoro eterno de la resurrección, de eliminar la cautividad del alma, iluminar la ceguera espiritual, proclamar el año del Señor, que se extiende sobre los tiempos sin fin y no conoce las jornadas de trabajo, sino que concede a los hombres frutos y descanso continuos. Él se ha entregado a todas las tareas, incluso no ha desdeñado el oficio de lector, mientras que nosotros, impíos, contemplamos su cuerpo y rehusamos creer en su divinidad, que se deduce de sus milagros.

  1. En verdad os digo que ningún profeta es bien recibido en su patria.

La envidia no se traiciona medianamente: olvidada del amor entre sus compatriotas, convierte en odios crueles las causas del amor. Al mismo tiempo, ese dardo, como estas palabras, muestra que esperas en vano el bien de la misericordia celestial si no quieres los frutos de la virtud en los demás; pues Dios desprecia a los envidiosos y aparta las maravillas de su poder a los que fustigan en los otros los beneficios divinos. Los actos del Señor en su carne son la expresión de su divinidad, y lo que es invisible en Él nos lo muestra por las cosas visibles (Rm 1, 20).

  1. No sin motivo se disculpa el Señor de no haber hecho milagros en su patria, a fin de que nadie pensase que el amor a la patria ha de ser en nosotros poco estimado: amando a todos los hombres, no podía dejar de amar a sus compatriotas; mas fueron ellos los que por su envidia renunciaron al amor de su patria. Pues el amor no es envidioso, no se infla (1 Co 13, 4). Y, sin embargo, esta patria no ha sido excluida de los beneficios divinos. ¿Qué mayor milagro que el nacimiento de Cristo en ella? Observa qué males acarrea el odio; a causa de su odio, esta patria es considerada indigna de que Él, como ciudadano suyo, obrase en ella, después de haber tenido la dignidad de que el Hijo de Dios naciese en ella. (S. Ambrosio, Tratado sobre el Evangelio de San Lucas (I), L.4, 43-47 [BAC, Madrid, 1966] pp. 210-12).

P. Alfredo Sáenz, S.J.

La Kénosis

El Evangelio de hoy relata una visita de Jesús a Nazaret, pueblo donde habitaba la parentela del Señor. Su predicación en la sinagoga había llamado la atención de muchos porque en ella se manifestaba la profundidad de su sabiduría. Todos estaban asombrados. Sin embargo, ese asombro no culminó —como hubiese sido lógico— en un acto de glorificación del Señor sino que fue, por el contrario, motivo de escándalo. Porque tenían en cuenta tan sólo lo humano de Jesús: «¿No es acaso carpintero…; y sus parientes no viven aquí entre nosotros?». Se cumplió allí, a la letra, lo que en otra ocasión dijo Jesús, a saber, que el profeta es generalmente despreciado en el círculo de su familia y de su pueblo. Y además el pueblo judío era especialmente impermeable a la voz del Señor, como nos lo recuerda el mismo Dios en la primera lectura de hoy, al anunciar su decisión de enviar un profeta a ese pueblo, testarudo y obstinado, «sea que escuchen o se nieguen a hacerlo». Dios haría el gesto salvador. Tocaría a los hombres aceptarlo en la admiración o negarlo en el escándalo.

Nos dice el Evangelio que Jesús quedó impresionado por la falta de fe de sus compatriotas. Y que no hizo allí muchos milagros, no porque no pudiera, ya que era omnipotente, sino porque ese pueblo no estaba dispuesto a recibir la fe que le ofrecía. Hizo, sí, algunos milagros, para que no fuesen inexcusables, pero no muchos, por causa de su incredulidad.

Aparentemente, el hecho que hoy se relata en el Evangelio no es más que una anécdota banal en la vida de Jesús. Pero nos equivocaríamos si así lo juzgásemos. En este episodio se contiene un tema central del cristianismo: aquello que San Pablo llama la kénosis, palabra griega de difícil traducción, que aproximadamente significa vaciamiento, despojo, abajamiento, humillación.

  1. Kénosis de Jesús

Kénosis, ante todo, de Jesús, proceso humillante asumido por amor a los hombres. El proceso de abajamiento comienza en su Encarnación, salto mortal, acto de humildad fundamental que significó para el Hijo de Dios hacerse hijo de hombre; el Verbo se despojó de la gloria de su divinidad, se vació de su esplendor, y sin dejar el seno de su Padre, se sumergió en el seno de María. Dicho proceso se continúa cuando el Señor, ya adulto, se humilla en el Jordán, entrando en sus aguas purificadoras como si fuese un pecador. Intensifícase luego, cuando en la Cruz es burlado, abandonado, renegado, escupido y abofeteado. Kénosis que culmina en su descenso a los infiernos, misterio importante de nuestra fe, al cual asignamos tan poca trascendencia, pero que sin embargo profesamos siempre solemnemente en el Credo: Descendió a los infiernos, es decir, descendió a aquel lugar de los muertos, donde aguardaban los justos del Antiguo Testamento en espera de la redención. El Señor muerto descendió allí con su alma para predicar a aquellos hombres el Evangelio y anunciarles la llegada del día de salvación. En esa zona lóbrega, inferior, culminó el gran proceso de descenso, de kénosis, de humillación y de anonadamiento de Jesús, iniciado en el instante de su Encarnación.

A partir de allí, de esa profundidad, comenzaría el movimiento inverso, un movimiento de ascenso, incoado el día de su Resurrección gloriosa, en que el Señor se erguiría sobre la tumba fría. Y que continuaría en su Ascensión, cuando subiría a las alturas y se sentaría para siempre a la diestra de su Padre.

Como se ve, trátase de una especie de círculo: Cristo desciende al mundo y luego asciende al Cielo; deja la eternidad para entrar en el tiempo, y después deja el tiempo para ingresar en la eternidad. Tal es el núcleo, la quintaesencia del Misterio Pascual. Muerte y Resurrección.

Pero hoy nos interesa de manera especial su proceso de descenso y abajamiento, que se manifiesta en el Evangelio de este domingo en un episodio de apariencia insignificante. Al contemplar la humildad de Jesús, los circunstantes se decían: «¿Qué sabiduría es ésa que le ha sido dada y esos grandes milagros que se realizan por sus manos? ¿No es acaso el carpintero…?». Resulta, por cierto, arduo aceptar a un Dios que se ha encarnado, a un Dios con ropaje humano. Es una verdadera proeza reconocer al Artesano del mundo en el hijo del carpintero. Fue la gran prueba —prueba insoslayable— para los contemporáneos de Jesús. Para superarla, no bastaban los ojos materiales. Se requerían ojos de fe, ojos que supiesen leer a través del carpintero la realidad del Verbo de Dios. Lo que no sucedió en este caso: como nos dice el Evangelio, Jesús fue para aquellos hombres incrédulos no una ocasión de fe sino «un motivo de escándalo».

  1. Kénosis de la Iglesia

Pero aún no hemos dicho todo. Esa prueba de la fe que Dios exigió a los contemporáneos de Jesús para hacerse dignos de su gracia, subsiste actualmente, amados hermanos, se continúa hoy en el tiempo de la Iglesia. La Iglesia es el Cuerpo de Cristo, la Esposa del Señor, el Templo de la Trinidad. Todas cosas grandiosas, impresionantes, y llenas de majestad. Pero tales cosas las sabemos por la fe. Los ojos nuestros, estos pobres ojos de carne que tenemos, sólo ven en la Iglesia cosas humanas, llenas de defectos a veces, empañadas por el pecado de los hombres.

Y así como aquellas personas del terruño de Jesús se escandalizaron frente a la humildad del Señor encarnado, así muchos hombres de hoy se escandalizan de la humildad de la Iglesia, también encarnada en hechos concretos y en personas determinadas, y no rinden su inteligencia tributando a Dios el obsequio de la fe. ¡Son tantas las cosas que en la Iglesia requieren nuestra fe! Empezando por la misma recepción de la revelación, como Dios nos lo pide. Para aceptarla cual conviene, se necesita una buena dosis de humildad, hay que reconocer la autoridad del Dios que se nos revela y que destruye las vallas de nuestra suficiencia. Los orgullosos de hoy no aceptan algo semejante. Son racionalistas: todo debe ser probado, científicamente, como dicen. Estos hombres se juzgan demasiado suficientes como para aceptar limitaciones a su presunta dignidad, que creen avasallada por la intervención de un Dios que pretende imponerles determinadas reglas de juego.

También los sacramentos requieren una actitud de humildad. Aceptar que un poco de agua derramada sobre la cabeza de un niño, junto con determinadas palabras, hagan de éste un hijo de Dios, resulta escandaloso para un espíritu soberbio. ¡Si Dios fuera «distinguido», no recurriría a esas cosas despreciables para comunicarnos su grandeza! Son los mismos que se escandalizaron al ver a Dios con ropa de obrero, a Dios hecho carne. Se niegan a aceptar que también la gracia se haga carne en los sacramentos, a través de cosas y de palabras.

Asimismo aceptar a los sacerdotes como a ministros de Cristo es algo que supone humildad. ¡Yo soy demasiado importante para que Dios me hable por un tercero! ¡Qué tiene de más ese sacerdote que no tenga yo! ¡Con qué derecho me dice: Yo te absuelvo, cuando me voy a confesar! Prefiero entendérmelas directamente con Dios. No acepto personeros. Así habla el hombre orgulloso. Se escandaliza del modo de obrar de Dios. Se escandaliza al ver que el eterno sacerdocio de Cristo se ha encarnado en sacerdotes terrenos, a veces tan débiles y miserables.

Otros hay que se niegan a escuchar el magisterio de la Iglesia. Ellos querrían escuchar directamente a Dios en sus corazones. Sin intermediarios. ¡Además, esas encíclicas que parecieran ignorar el progreso del hombre de hoy, del hombre de la civilización moderna que ha llegado a su madurez! ¡Cuántas veces se oyen objeciones similares! Y sin embargo Cristo es terminante: «El que a vosotros oye, a mí me oye».

Finalmente no son pocos los espíritus fuertes que se escandalizan al ver cómo las personas humildes practican su religión, quizás de manera un poco primitiva. Espíritus fuertes que se burlan de las viejitas que rezan Rosario tras Rosario, de los hombres que van en peregrinación a Luján, llenos de confianza en la Santísima Virgen. Se burlan de los chicos que juntan sus manos para pedir a Dios el favor de pasar un examen. ¡Ellos están por encima de esas cosas propias de personas despreciables! Y sin embargo, amados hermanos, cuántas veces los sacerdotes quedamos deslumbrados cuando penetramos un poco en el interior de esas almas de apariencia primitiva, y encontramos en ellas una fe capaz de mover montañas, una fe que nos avergüenza a nosotros, sacerdotes, que deberíamos ser los profesionales de la fe. Esas personas, de apariencia tosca, son aquellas a las que a veces la Escritura llama «los pobres», no en el sentido de «proletarios» sino de «humildes», es decir, de personas abiertas a la acción de Dios, receptivas, acogedoras de Dios. Sin orgullos ni suficiencias.

Podemos, pues, decir que así como Cristo se continúa en la Iglesia, así el desprecio a Cristo, ese hijo del carpintero, que advertimos en el Evangelio de este domingo, se prolonga en el desprecio a la Iglesia que, a pesar de ser sublime en sí, se muestra humilde, e incluso exhibe tantas miserias en sus miembros. Recordemos la preciosa confidencia que el Apóstol nos hace en la segunda lectura de esta Misa. Allí nos cuenta cómo, para que no se envaneciese con la grandeza de las revelaciones recibidas, Dios había permitido que Satanás lo tentase; por tres veces había pedido al Señor que lo librara, pero Él le respondía: «Te basta mi gracia, porque mi poder triunfa en la debilidad». ¡Qué notables palabras! Nuestra debilidad es como una excusa para que Dios obre las maravillas de su poder. Por eso, como sigue diciendo el Apóstol, «más bien, me gloriaré de todo corazón en mi debilidad, para que resida en mí el poder de Cristo; por eso, me complazco en mis debilidades, en los oprobios, en las privaciones, en las persecuciones y en las angustias soportadas por amor de Cristo; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte».

Pronto nos acercaremos a recibir el Cuerpo de Jesús. El vendrá a nosotros con la misma apariencia humilde con que se presentó en Nazaret, envuelto en las sencillas especies del pan y del vino. Humildemente, como humilde es el pan, como humilde es el vino. Pidámosle la gracia de nunca escandalizamos de Él, de nunca escandalizarnos de la Iglesia. Sin duda que, en ocasiones, experimentaremos legítimo escándalo ante la actitud de algunos miembros de la Iglesia. Pero que quede siempre a salvo nuestra total confianza en la Iglesia como tal, que es santa, que es pura, que es noble, que es la Esposa inmaculada de Cristo. El Señor acreciente nuestra fe para que, así como los pastores y los Magos supieron reconocer al Hijo de Dios encarnado a través de los pañales de su humildad, así también nosotros, gracias sobre todo a la Eucaristía, nunca nos separemos de Dios y de la Iglesia por causa de las miserias y pequeñeces que vemos en los cristianos, cualquiera sea su jerarquía. Que el Señor nos lo conceda. Así sea (cf. homiletica.iveargentina.org).

NOTA: Las palabras en negrita han sido resaltadas por la web de Prado Nuevo.

 

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