Los descendientes de Abraham formaron el Pueblo de Dios, cuando salieron de la esclavitud de Egipto. Fue el pueblo adquirido por Dios para sí, como estandarte ante las naciones (Dt. 5, 6; 14, 2; Ex. 19, 6). Muchas veces fueron infieles a la Alianza, que celebraron con Dios a modo de tratado bilateral o de desposorio (Ex. CC. 19 y 20).
Israel se comportó como una esposa infiel, que abandonó a su Esposo (Dios) para irse con otros amantes, los ídolos, (Os. 2, 1-15; Ez. 16, 15-43; Jr. 2, 2; 3, 6-13). El destierro era más que un castigo, una prueba, para que el Pueblo recapacitara y volviera al primer amor de su Esposo.
Desde el destierro, el Pueblo añora su tierra, especialmente Jerusalén, la ciudad del Dios Vivo, su Templo y su Liturgia. Allí están deportados y lloran al constatar su situación actual (Sal. 136). Suspiran por recuperar su libertad y regresar del exilio, en que se ven más vulnerables y pequeños porque su dignidad ha quedado reducida a ser esclavos y siervos del opresor, que los deportó y humilló. Piden y gritan por un libertador.
Esperaban un Mesías, hijo de David, guerrero y militar, que rompiera sus cadenas y les retornara a la Tierra Prometida, que mana leche y miel, a la tierra que repartió Josué entre las tribus de Israel (Jos. CC. 13-19).
María, como piadosa israelita, también esperaba un Salvador. Curiosamente, nació de sus entrañas virginales (Mt. 1, 25; Lc. 2, 6-7). Le concibió virginalmente, por obra del Espíritu Santo, sin concurso de varón (Lc. 1, 30-37) y virginalmente le alumbró en Belén, convirtiéndose así en la Madre del Verbo Encarnado, de Dios hecho hombre.
Pocos repararon en el mensaje profético de Zacarías (Za. 9, 9-10) y de Sofonías (So. 3, 11-18). Habían profetizado que el Mesías sería manso y humilde; pobre y pacífico. Por su parte, el profeta Miqueas habló del Rey Pastor (Mi. 5, 1-4). Isaías dedicó cuatro cantos al Siervo de Yahveh; el cuarto es especialmente dramático (Is. 52, 13 - 53, 12). Algunos dicen que es el evangelista de piedra, porque vio proféticamente la Pasión de Cristo ocho siglos antes. Ahí se describe al Siervo de Yahveh (Cristo) como Cordero llevado al matadero, como oveja ante el esquilador, muere por su Pueblo.
Todo estaba dicho, pero el pueblo no lo entendió. Su miopía espiritual le hacía mirar hacia la fuerza de la guerra y de las armas, como medio de quedar libres y ser poderosos, y así retornar a su Tierra. La paz es fruto de la justicia, había dicho Isaías (Is. 32, 17). Los hijos de Abraham habían pecado, olvidando a Yahveh (Dios) y practicando la idolatría, rompiendo así la Alianza que sellaron a modo de desposorio y de tratado con Dios en el Sinaí (Ex. CC. 19-20).
María es el icono de la Iglesia
María es el icono de la Iglesia, esposa de Jesucristo, Santa e Inmaculada, sin mancha y sin arruga, a quien el Salvador lavó en el baño del agua en virtud de la palabra (Ef. 5, 25-27.32). Ella nos da unas pautas para la preparación de todos los miembros del pueblo de Dios en la recepción de Cristo, Salvador del Pueblo adquirido con su sangre (Hech. 20, 28).
La actitud humilde de María preguntando a las diferentes criaturas, es la apertura de cada persona a la llegada del Salvador, a su propia vida. Fue sencilla y firme en su fe ante el arcángel Gabriel (Lc. 1, 26-38). Siendo virgen en su cuerpo y virgen en su fe, porque ésta nunca fue contaminada por la duda. (LG 63). Aunque esa fe fue puesta a prueba por Cristo en el templo, ante Simeón (Lc. 2, 34-35); en Caná (Jn. 2, 1-11) y en la Cruz (Jn. 19, 25-27). Siempre su fe fue una entrega total a Dios y a su Palabra.
El soliloquio de María, preguntando a la creación y al mismo José, es la contemplación de Dios, en las cosas y personas, acontecimientos y circunstancias a las que viene a redimir su Hijo encarnado (Col. 1, 20).
La actitud humilde de María nos lleva a recibir la gracia de Dios - LUZ Y AMOR – a través de quienes nos rodean. Así, comulgar la Luz y el Amor, que el mismo Dios nos ofrece, por medio de cada hermano, a quien nosotros ofrecemos -LA LUZ Y EL AMOR- que tenemos, como un regalo de Dios (Rom. 5, 5), porque Dios es LUZ (Jn. 9, 5; 1 Jn. 1, 5) y AMOR (1 Jn. 4, 8). Así se origina un torrente de comunión en Cristo, a través de su Espíritu Santo, que nos aglutina a todos en la unidad trinitaria.