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Hna. Pilar

 

«¡Mira, déjate de historias que mañana tenemos examen!»

 

Ofrecemos en esta ocasión a nuestros lectores un testimonio conmovedor, como lo son todos los de conversión por el amor.
Luz Amparo mostraba con dulzura esa enseñanza a todas las personas que se acercaban a ella. Sencillamente, enseñaba a amar, a darse sin medida y sin objeciones a los demás por amor a Dios.

 

El título de este artículo fue la respuesta que di cuando me hablaron, por primera vez, de las apariciones de El Escorial. Estábamos estudiando, teníamos examen en la Facultad y lo último que en ese momento nos interesaba era que nuestra amiga nos hablara de apariciones. Nuestra mente, demasiado científica, no aceptaba un hecho de estas características y mucho menos, antes de un examen, claro. La dejamos hablar y, tras dos horas ininterrumpidas, no pude menos que decir: «¿Has terminado? Pues, ¡hala! A estudiar, que mañana lo que seguro no nos preguntan es de esto».

La insistencia de nuestra amiga fue tal que, tras aquella primera conversación, y sin por supuesto creernos nada, nos convenció para acercarnos un primer sábado a El Escorial. Y pensé: «¡Cuanto antes terminemos con esta historia, mejor!». No podía imaginar que aquello sería un comienzo y no un final.

Fuimos a Prado Nuevo un primer sábado, en el que vi girar el sol durante bastante tiempo, olí a rosas… Pero yo solo pensé: «Qué comedura de coco, y encima los hombres rezando de rodillas el Rosario; ¡que ridículo!».

 

Encuentro con Luz Amparo

Y llegó el momento de conocer a Amparo. Fue en el antiguo local, donde recibía a los peregrinos. Yo no tenía ninguna intención de encontrarme con ella, y menos en ese momento. Por cierto, los amigos que me acompañaban me recordaron que acababa de dejar a uno de los múltiples novios que tenía, y me puse a llorar sin parar. Lo que menos me apetecía, por supuesto, era hablar con una vidente.

Amparo ya se había ausentado del local, pero, de repente, volvió, y mis amigos, que la conocían, le pidieron que me dijera algo; a lo que ella contestó: «¿Yo?, ¿qué le va a decir a esta niña una vieja gorda y fea como yo?». Y pensé: «¡Que no me diga nada, solo me faltaba eso!». Con una gran dulzura me preguntó: «Esas lágrimas, ¿son de amor?…». «Pues ¡claro!», le respondí. «Pues son las que más le agradan a Dios», añadió. Y como si de alguien muy cercano a mí se tratase, continuó hablándome de mis amigos, de mi familia —que no conocía, por supuesto—, de mis preocupaciones —que sólo yo sabía—. Mis amigos, enseguida, me preguntaron: «Pero, ¿qué te ha dicho?». «Nada», respondí. «¿De qué habéis hablado?», me insistían. «De cosas mías que sólo yo sé…».

En ocasiones posteriores, recordando aquel encuentro con ella, me contó que había percibido en mí unos deseos enormes de encontrar a Dios —cosa que yo no tenía ni idea—. Lo que sí experimenté fue una gran paz, algo que nunca había sentido hasta entonces, y una enorme confianza y seguridad a su lado.

 

«Ahora sí que puedes amar a Dios»

No practicaba casi nada y ni me acordaba cómo se rezaba el Rosario ni otras oraciones. Mi vida era una total y absoluta entrega a todos los placeres del mundo y, aunque había tenido muy buena educación religiosa por parte de mis padres y de los colegios por los que pasé, el mundo me «venció» y me entregué a él. Ahora, después de conocer a Amparo, quería acercarme a Dios, pero no sabía cómo. Me acordé del ángel de la guarda, que tanto «sufriría» a mi lado en esos años; él me enseñó a querer a la Virgen y, poco a poco, comencé a enamorarme de Dios. Pero había un problema: mi madre. No la quería, porque siempre intentaba que dejara la vida que llevaba, y eso para mí era inaceptable. Hasta que intervino Amparo, a la que ya veía con frecuencia: «No puedes amar a Dios si no amas a tu madre», me aseguró. El tema se me complicaba, pero hice lo que ella me dijo: un día fregué los platos, y mi madre me comentó: «Qué buena eres, hija». Otro día, salí con ella de compras, y por fin, le di un beso. Comencé a querer a mi madre tanto que nos hicimos unas amigas impresionantes; disfrutábamos juntas, como Amparo me refería. Y así, una tarde en el famoso local, me animó: «Ahora, sí que puedes amar a Dios».

 

Vocación y primeros años

Mi vida dio un giro completo: lo que antes me gustaba, no me interesaba nada, la carrera que tanto había estudiado y el trabajo como químico que tanto me apasionaba, no tenían ahora interés alguno para mí. Y al cabo de un tiempo, decidí ingresar en el grupo de los que se reunían con Amparo cada semana, lo que, finalmente, terminó con mi ingreso como Hna. Reparadora en Peñaranda de Duero. Estuve entre las primeras jóvenes que iniciamos aquella experiencia. No disponíamos de ninguna de las comodidades a las que estábamos acostumbradas en nuestras casas, pero ¡éramos tan felices!… Compartíamos nuestros días con Amparo, siempre que ella podía desplazarse hasta allí. Nos enseñó todo: a ser mujeres en todos los aspectos, y luego, esposas de Cristo. Nos comentaba después muchas veces que, cuando nos vio, pensó: «Señor, ¿qué voy a hacer con ellas?, ¡no saben hacer nada!». Nuestras familias lo habían intentado, pero el mundo —como antes referí— pudo más. Estaba claro que sólo ella, con la guía de Dios y su Madre, podía enderezar estos torcidos árboles.

Hermanas Reparadoras en los primeros tiempos en Peñaranda de Duero (Burgos).

 

Enfermera y respuesta ante el dolor

Comenzaron a surgir las obras de amor y misericordia, las primeras residencias… Hubo, entonces, necesidad de formar enfermeras, y con otras hermanas fui a estudiar a Madrid. Durante tres años, acudimos a clases y prácticas en diferentes hospitales. Era una época en la que los medios de comunicación insistían mucho en que no podíamos salir, que nos habían «lavado el cerebro» y cosas parecidas. Nuestros compañeros de enfermería compartieron esta situación con nosotras, y no comprendían que propagasen esas falsedades: «¡Qué cantidad de mentiras! ¡Nosotros os vemos diariamente, convivimos con vosotras cada jornada, que nos pregunten!».

Porque el Señor así lo permitió después, mi ejercicio como enfermera me sirvió para vivir directamente la faceta del dolor cerca de Amparo, de su dolor, de cómo vivía el dolor de los demás y la incomparable caridad con la que trataba a todos, especialmente a los más necesitados. «La medicina cura el cuerpo, pero el amor cura las heridas del alma», nos enseñaba. La he visto muchas veces al lado de un anciano, de un necesitado, compartiendo su dolor, comprendiendo la causa de su sufrimiento, y arropándole con un manto de cariño, que les hacía sonreír cada vez que la veían.

 

«A quien te da a luz a la vida de la gracia, bien la puedes llamar madre»

Y aunque esta forma de actuar con los demás me impresionaba, lo que más me sorprendió siempre fue su increíble capacidad para el sufrimiento. Como enfermera, sé que el dolor no es cuantificable, porque, como decía ella, «¡sería entonces muy fácil poner soluciones!»; sin embargo, al estar en contacto continuo con las personas que sufren, sabes que cuando los valores de azúcar se alteran, o aumenta el pulso, o hay dolor precordial, eso puede ser signo de estar sufriendo un intenso dolor. Ella lo superaba constantemente, aguantaba el dolor, por los demás, tanto que muchas veces le decía: «Toma algo, el corazón no puede soportar esa situación mucho tiempo». Y junto a ese increíble sufrimiento, manifestaba un perfecto equilibrio en toda su persona que me sorprendía, porque sé que el dolor —lo he vivido de cerca muchas veces— puede desencadenar cualquier reacción que nunca, nunca vi en Amparo.

Vivir los últimos días cerca de ella no fue fácil; tenía ansias de estar con Dios, pero respetaba y amaba la vida que pertenecía al Señor. Quería que le explicásemos con verdad todo lo que le ocurría, y agradecía cada gesto que teníamos con ella; «gracias», pronunciaba constantemente.

Un día, estando en Peñaranda de Duero, nos dijo a las Hermanas: «Cuando muera, solo quiero que pongáis en mi tumba: “Es la persona que nos enseñó a amar”. Tomamos nota de ello, y así, en el sepulcro donde reposa su cuerpo, se grabó como epitafio.

Conocí a Dios por ella, y «a quien te da a luz a la vida de la gracia —nos decía—, bien la puedes llamar madre».

Hna. Pilar

 

(Revista Prado Nuevo nº 13. Testimonios)

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