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II DOMINGO DE CUARESMA (C)

 

EVANGELIO

Mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió (cf. Lc 9, 28b-36)

Lectura del santo Evangelio según san Lucas.

EN aquel tiempo, tomó Jesús a Pedro, a Juan y a Santiago y subió a lo alto del monte para orar. Y, mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió y sus vestidos brillaban de resplandor.

De repente, dos hombres conversaban con Él: eran Moisés y Elías, que, apareciendo con gloria, hablaban de su éxodo, que Él iba a consumar en Jerusalén.

Pedro y sus compañeros se caían de sueño, pero se espabilaron y vieron su gloria y a los dos hombres que estaban con Él.

Mientras estos se alejaban de Él, dijo Pedro a Jesús:

«Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Haremos tres tiendas: una para Ti, otra para Moisés y otra para Elías».

No sabía lo que decía.

Todavía estaba diciendo esto, cuando llegó una nube que los cubrió con su sombra. Se llenaron de temor al entrar en la nube.

Y una voz desde la nube decía:

«Este es mi Hijo, el Elegido, escuchadlo».

Después de oírse la voz, se encontró Jesús solo. Ellos guardaron silencio y, por aquellos días, no contaron a nadie nada de lo que habían visto.

Palabra del Señor.

 

LECTURA ESPIRITUAL Y HOMILÍA

P. Miguel A. Fuentes, IVE

Comentario al Evangelio de San Lucas

La Transfiguración (cf. Lc 9, 28b-36)

(i) El episodio de la transfiguración es colocado por san Lucas una semana más tarde de la confesión de Pedro. Tuvo lugar sobre «el monte», al que el Señor subió a orar. Ya el mero hecho de comenzar intentando identificar el monte al que Jesús sube con sus discípulos implica tomar una postura respecto de este episodio. No debemos pasar por alto que la mayoría de los exégetas no cree en el hecho histórico de la transfiguración del Señor, o a lo sumo lo reduce a un núcleo histórico rodeado de un ropaje «maravillosista» atribuible a la interpretación que los primeros cristianos habrían hecho de… ¿De qué? Pues de un «algo» que quizá sucedió o no. Algunos de los «más serios» se limitan a decir que «no podemos saber si ocurrió en realidad o no». En el fondo no les interesa. A mí sí. No veo ninguna dificultad en que Jesús se haya transfigurado realmente ante sus íntimos. Y no entiendo por qué tenga que atribuir a Lucas un «género redaccional» que en el fondo no sería más que un invento suyo o de la misteriosa y «camelera» comunidad primitiva, eterna acusada de habernos vendido un hermoso cuento jamás ocurrido. Quizá la reticencia a aceptar este episodio de parte de algunos, se deba a que evoca demasiado las realidades escatológicas que les amargan el hígado. Por el contrario, muchos Padres de la Iglesia vieron en este prodigio un elemento central de la vida de Cristo, precisamente por el mismo motivo: es un adelanto de lo que nos espera en el futuro. Así, por ejemplo, Orígenes: «La Transfiguración es el símbolo de lo que acontecerá después del mundo presente». O san Cirilo de Alejandría: «Puesto que habíamos escuchado que nuestra carne resucitaría, pero ignorábamos de qué manera, transfigura (el Señor) su carne para proponernos el ejemplo de su cambio y para reforzar nuestra esperanza». La liturgia bizantina de la fiesta se dirige al Señor con estas palabras: «Para indicar la mutación que harán los mortales con vuestra gloria, ¡oh Salvador!, al momento de vuestra segunda y temible venida, os transformasteis en el monte Tabor». Por tanto, la gloria del Tabor es un anticipo de las realidades escatológicas, de la vida futura, de la resurrección y de la transformadora Segunda Venida de Cristo. No debe extrañarnos que frente a este acontecimiento de la vida terrena de Cristo, las aguas se dividan entre los que esperan con ansia su Regreso y los que no tienen ningún interés en él.

(ii) Aunque algunos abogan por el Hermon, el monte en que la tradición coloca este episodio es el Tabor, situado en la extremidad de la llanura de Esdrelón, a unos 20 km. al suroeste del lago de Tiberíades y a 7 km. al sureste de Nazaret. Se levanta solitario en la llanura a 660 m. de altitud. Si bien el texto no menciona su nombre, desde los primeros tiempos, los cristianos de Palestina ubicaron la escena sobre este aislado monte. Puede citarse como testimonio el apócrifo Tránsito de la Beata Virgen María, cuyo núcleo debe datarse en el II-III siglos d.C., que equipara la actitud de los que presencian el momento en que Cristo recibe el alma de su madre, a la de «los apóstoles cuando Cristo se transfiguró ante ellos en el monte Tabor». También el Apocalipsis apócrifo de san Juan el Teólogo. A partir del siglo IV, la tradición queda incorporada en la liturgia cristiana. Desde muy antiguo los cristianos construyeron en su cima tres capillas, allí mismo donde, como hace notar un peregrino del siglo V, Pedro, lleno de entusiasmo, había gritado al Señor: «Señor, qué bien se está aquí. Si quieres, hago aquí tres tiendas: una para Ti, otra para Moisés y otra para Elías». Destruidas varias veces a lo largo de los siglos, estas capillas están en nuestros días englobadas en la basílica construida a principios de siglo XX siguiendo los planos trazados por el arquitecto romano Barluzzi.

(iii) Según al relato lucano, Jesús subió al monte con el propósito de orar en un lugar retirado, como tenía por costumbre. Algunas veces lo hacía yendo solo, y otras, como en este caso y en Getsemaní, llevando consigo a algunos de sus discípulos. No sabemos si alguna vez llevó a otros fuera de los tres aquí mencionados, Pedro, Santiago y Juan, a quienes elegía habitualmente para que fueran testigos de algunos de sus hechos más notables (los vimos ya en la resurrección de la hija de Jairo).

(iv) El milagro debe haber ocurrido al caer la noche, puesto que san Lucas dice que los apóstoles, aunque permanecían despiertos, estaban cargados de sueño. El relato de lo ocurrido lo tenemos, obviamente, por los apóstoles, ya que Pedro lo enseñaba en sus catequesis, como vemos en la alusión que hace a este hecho en su segunda epístola. Al parecer la transformación afectó principalmente el rostro de Jesús, que es lo destacado por Lucas («su rostro se mudó»), pero envolvió incluso sus mismas vestiduras, que se hicieron de una «blancura fulgurante» (…). Es san Mateo quien expresa este fenómeno con una palabra del todo especial: μετεμoρφώση (metemorfóse). El verbo μεταμoρφόω (metamorfóo) significa pasar de una forma a otra, transformar o transformarse. En teología ha sido vertido de modo definitivo como transfiguración. Esto fue efecto de la luz, pero de una luz que emanaba del interior del Señor.

(v) San Lucas dice con toda claridad que los apóstoles «vieron su gloria (τὴν δόξαν αὐτοῦ, tèn dóxan autoú)», es decir, la gloria de Cristo. Es indudable que el evangelista tiene en mente la expresión veterotestamentaria de la «gloria de Yahvé». Su gloria alude a su poder divino, su resplandor divino, o simplemente un destello de su divinidad. A esto se refiere san Juan en el prólogo de su evangelio: «Y nosotros vimos su gloria (τὴν δόξαν αὐτοῦ): Gloria como (el que es) el Unigénito del Padre» (Jn 1,14). Fue, pues, una manifestación exterior y materializada de la gloria divina como para que pudiera ser percibida por los apóstoles. No es la visión de la divinidad ni de la esencia divina, que no puede ser percibida con los ojos corporales, como creyeron, erróneamente, algunos teólogos siguiendo a Gregorio Pálamas.

(vi) Al mismo tiempo se dejaron ver dos personajes, revestidos de gloria y hablando con Jesús. Los apóstoles los identificaron como Moisés y Elías. Es evidente que representaban, en sus personas, la Ley (mosaica) y los Profetas. «Hablaban de su salida (τὴν ἕοδο , tèn éxodon), que iba a cumplir en Jerusalén». Se trata de su muerte; su salida de este mundo. Santo Tomás iba a interpretar más tarde este episodio como la preparación de sus apóstoles para el momento trágico de la Pasión. De hecho, no deja de ser significativo que lleve consigo a los mismos apóstoles ante quienes se iba a mostrar, en Getsemaní, transfigurado al revés, es decir, encarnando toda la debilidad de la carne humana: triste, temeroso y en agonía ante el gran paso del dolor y de la muerte atroz que lo asechaba de modo inmediato.

(vii) Ante esto Pedro dijo a Jesús «Maestro, bueno es estarnos aquí. Vamos a hacer tres tiendas, una para Ti, otra para Moisés y otra para Elías». El evangelista aclara que Pedro «no sabía lo que decía». Es decir, estaba en éxtasis, fuera de sí, y no llegaba a hacerse realmente cargo de lo que estaba contemplando. Sus palabras evidencian el arrebato anímico y probablemente la dulzura experimentada en el momento.

(viii) Los tres discípulos también observan, después de la desaparición de los testigos sobrenaturales, una «nube que los cubría», no solo a Jesús sino también a ellos, los apóstoles. Nuevamente aquí tenemos algo que evoca el Antiguo Testamento. Es el descenso de la «nube luminosa» que significaba, durante el tiempo del Éxodo (Ex 14,24; 16,10; 19,9…), la presencia de Dios en la Tienda del Arca. El verbo ἐπισκιάζω (episkiázo), que significa arrojar sombra, envolver en sombra, o también en un resplandor brillante, designa la acción divina que desciende, protege y actúa. Es el mismo verbo que usa el Ángel para decirle a la Virgen que el Espíritu Santo la iba a «cubrir con su sombra» (Lc 1,35) en la encarnación del Verbo. Por tanto, en este momento, Dios los envuelve. Por eso, los apóstoles «sintieron miedo», es decir, un temor sagrado que provenía del percibir la presencia divina (…).

(x) Después de esto volvieron a ver a Jesús solo. Ellos, dice san Lucas, no contaron a nadie, en aquellos días, lo que habían experimentado. San Mateo y san Marcos dicen que Jesús les ordenó no hablar de esto hasta después de su resurrección (M. A. Fuentes, IVE, Comentario al Evangelio de San Lucas [Apostolado Bíblico, San Rafael, 2015] pp. 200-204).

 

P. Alfredo Sáenz, S. J.

Por la cruz a la luz

El domingo pasado vimos cómo Jesús se dejó guiar al desierto por el Espíritu Santo para ser allí tentado, preparando de este modo su ministerio público. El Evangelio que hoy hemos leído se sitúa al final de dicho ministerio. El tiempo de la Pasión ya se aproxima. Jesús ha predicado incansablemente su buena nueva, confirmándola con milagros y refrendándola con la perfección de su conducta. Sin embargo, pocos son los que han escuchado su mensaje con docilidad de corazón. Los jefes religiosos del judaísmo lo han rechazado y comienzan a urdir planes para eliminarlo.

En este contexto, el Señor comienza a ocuparse con mayor intensidad de la formación de sus apóstoles, aquellos que llevarán su mensaje de salvación a todo el mundo cuando Él «vuelva al Padre». Es interesante destacar cómo Jesús amó con amor de predilección a tres de sus discípulos, a los cuales asoció de una manera especialmente íntima en los momentos culminantes de su vida. A ellos les revelaría los secretos más recónditos de su divino corazón. Son ellos: Pedro, Juan y Santiago. Estos tres apóstoles parecen poseer en común un especial componente en su carácter: son lo que ya los filósofos antiguos llamaban «almas grandes» o, en otras palabras, hombres magnánimos. Aspiran, como lo demuestran sendos pasajes evangélicos, a la «mejor parte», poseen una fuerte personalidad, desean ardientemente un lugar de privilegio en el Reino de Dios. Pedro responde afirmativamente y con gran seguridad ante la pregunta de Jesús que lo interroga: Pedro, ¿me amas más que éstos? Santiago y Juan piden a Jesús, por intermedio de su madre, ocupar los dos lugares de privilegio, a la derecha y a la izquierda, el futuro Reino que el Señor ha prometido instaurar; el Evangelio nos dice que por su carácter impetuoso y decidido eran llamados «hijos del trueno».

Almas grandes, pues, que aspiran a grandes empresas, dispuestas para ello a pasar por las mismas pruebas que el Señor deberá afrontar, hasta «beber su mismo cáliz». Ciertamente que estas aspiraciones están aún impregnadas de miserias humanas, de falsa confianza en las propias fuerzas y no en la gracia de Dios. Jesús purificará por el dolor y la humillación esas tendencias para transformarlas en oro acrisolado. Sin embargo, podemos retener como enseñanza que Dios ama a las almas generosas, capaces de aspirar a los bienes mayores, aborreciendo la chatura propia de la mediocridad. Hay quien no peca grandemente, ni ama tampoco con gran corazón. Jesús dice de María Magdalena: «Mucho se le ha perdonado porque mucho ha amado».

Si nuestro corazón es ardiente y magnánimo como el de Pedro, Santiago y Juan, Dios nos hará partícipes de los secretos de su Reino, que ha reservado a quienes lo aman. También nosotros, muy probablemente, nos dejaremos muchas veces guiar por una falsa seguridad en nuestras propias fuerzas, nos declararemos dispuestos a beber el cáliz del Señor sin habernos retirado con Él al desierto al que el Espíritu Santo nos atrae para purificarnos de las escorias del pecado, pero si sabemos escuchar la voz de Dios y unir a la magnanimidad la humildad de corazón, el Señor no dejará de saciar la sed que Él mismo ha suscitado en nosotros. «Si alguno me ama, mi Padre lo amará también, vendremos a él y haremos morada en él». Aquella «alma grande», que era San Pablo, terrible perseguidor de la Iglesia primero y ardiente apóstol luego, nos dice: «Hermanos, aspirad a los bienes más perfectos».

Por el misterio de la Transfiguración, el Señor quiere preparar a sus discípulos predilectos a la gran prueba que se avecina. Todo el odio del demonio y del mundo están por abatirse sobre el Cordero que quita los pecados del mundo. La divinidad de Jesucristo quedará más que nunca invisible a los ojos demasiado humanos aún de sus apóstoles. ¿Cómo comprender que aquel que era capaz de curar a ciegos de nacimiento con una sola palabra de su boca, de resucitar a los muertos, de multiplicar pocos pedazos de pan y saciar a cinco mil hombres, deba morir escarnecido, escupido y aparentemente impotente en el suplicio reservado a los peores criminales? ¿Qué designios misteriosos pueden justificar aquello que para los judíos es un escándalo y para los paganos una locura?

Los apóstoles no están preparados para soportar la prueba de la Fe, de una noche oscura que se hará más cerrada que nunca. El Señor los dispone a dicho trance mostrando a sus ojos aún carnales, sólo por un momento, la gloria de la divinidad que se esconde tras el velo de su naturaleza humana. Les hace gustar un instante de gloria para prepararlos a la cruz, que es el único camino hacia la misma.

Por la cruz a la luz

La reacción de Pedro ante esta experiencia divina —«Maestro, ¡qué bien estamos aquí!»— es aquella que se verifica con frecuencia en cada uno de nosotros: «¿Por qué es necesaria la cruz? ¿Por qué no gozar desde ya de la visión cara a cara de Aquel que puede saciar los deseos más recónditos de nuestro corazón? ¿Por qué un Mesías sufriente que busca discípulos que lleven su cruz?». En estas preguntas que el hombre se hace ante el misterio del dolor se esconde toda la nostalgia que tenemos de aquella presencia divina para la cual Dios ha creado nuestro corazón.

El evangelista San Lucas, que al escribir este Evangelio ya había sido iluminado por la venida del Espíritu Santo en Pentecostés, comenta: «Él no sabía lo que decía». Como advertimos en el Evangelio del domingo pasado, es propio del demonio proponer la gloria sin la cruz, prometer la felicidad sin pasar por el Calvario, por la purificación interior, por la noche oscura de la Fe.

Queridos hermanos, también a nosotros Jesucristo nos muestra su gloria para que comprendamos que lo que lo mueve a seguir caminando hacia Jerusalén es su deseo ardiente de glorificar a su Padre y de ganar nuestra salvación. Su muerte sería aceptada voluntariamente, su causa última no sería sino el amor. Un exceso de amor, como lo manifiesta su sed por tomar nuestro lugar en el altar del sacrificio.

El Señor nos invita a amarlo como Él nos amó primero, cuando aún éramos sus enemigos por el pecado. «Vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí», dice San Pablo. Amor con amor se paga. Sin embargo, Jesús sabe de la debilidad de nuestra fe, y por ello muchas veces, a lo largo de nuestro peregrinar en medio de las pruebas de esta vida terrena, nos ilumina con los resplandores de su gloria, hasta que por fin seamos semejantes a Él «porque lo veremos tal cual es».

Jesús nos ilumina de múltiples maneras. Lo hace en la oración, ofreciéndonos el regalo de su presencia, de su voz interior; en los sacramentos, concediéndonos su gracia; en la Sagrada Escritura, que esclarece el camino de nuestra vida; en la mano tendida de un hermano en la fe, que nos conforta con su testimonio de vida y nos aconseja con su palabra; en el amor de una familia cristiana; en el inocente resplandor de los ojos de un niño; en la maravilla de una obra de arte o de una puesta de sol. Demos gracias a Dios por todo ello. No le pidamos el reposo antes del buen combate. Pidámosle tan sólo su gracia hasta que nos llame para recibir de su misericordia la «corona de gloria». Amén. (Sáenz, A., Palabra y Vida, Ciclo C [Ediciones Gladius, Buenos Aires, 1994] pp. 99- 102).

NOTA: Las palabras en negrita han sido resaltadas por la web de Prado Nuevo.