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VII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO (C)

 

EVANGELIO

Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso (cf. Lc 6, 27-38)

Lectura del santo Evangelio según san Lucas.

EN aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:

«A vosotros los que me escucháis os digo: amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os calumnian. Al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite la capa, no le impidas que tome también la túnica. A quien te pide, dale; al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames. Tratad a los demás como queréis que ellos os traten. Pues, si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a los que los aman. Y si hacéis bien solo a los que os hacen bien, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores hacen lo mismo.

Y si prestáis a aquellos de los que esperáis cobrar, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a otros pecadores, con intención de cobrárselo.

Por el contrario, amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada; será grande vuestra recompensa y seréis hijos del Altísimo, porque Él es bueno con los malvados y desagradecidos.

Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso; no juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante, pues con la medida con que midiereis se os medirá a vosotros».

Palabra del Señor.

 

LECTURA ESPIRITUAL Y HOMILÍA

P. Miguel A. Fuentes, IVE

Comentario al Evangelio de San Lucas

Amar sobrenaturalmente (6, 27-30)

(…). Jesús, al exigirnos actitudes tan radicales y llevar el concepto del amor de una concepción puramente sentimental —el amor como pura emoción— y de una noción atrincherada en una vaga espiritualidad —el amor como oración por el enemigo abstracto, generalizado— lo conduce a un crudo realismo: al que debes amar es al que no te quiere, al que te insulta y te maldice en la calle, al que cuenta chismes de ti, al que te abandona, al que te hace pagar a ti los platos rotos por él o con culpas compartidas, al que te ha mentido, al que te violenta y maltrata, al que se deleita en avergonzarte y ponerte en ridículo, al que te pide siempre pero nunca te da cuando tú necesitas… Para esto no alcanzan oraciones neutras ni sentimientos positivos.

(iii) En estas tres cosas consiste, pues, el amor, y también el verdadero perdón. Perdonar no es sentirse a gusto con el que nos ofendió, o nos maltrató el ser amado, o abusó de nuestra confianza, o nos traicionó, o sencillamente: arruinó nuestra vida. No es sentir simpatía, ni agrado, ni alegría… Es, venciendo el sabor agrio que resulta del tener cerca al lastimador de mi bien, obrar bien con él, bendecirlo y rezar por su alma.

(iv) Y por si a alguien le caben todavía dudas de lo realísimo que es este amor, Jesús seguirá poniendo las cosas más difíciles bajando a ejemplos concretos: amar al enemigo es, dice, ponerle la otra mejilla cuando ya nos ha golpeado en una, dejarle también la túnica si ya nos quitó el manto, darle a todo el que nos pida y no reclamar lo que es nuestro cuando no nos lo devuelven. Indudablemente debemos buscar aquí la verdad detrás de la forma retórica oriental, proverbialmente hiperbólica. Y sabemos que hay una forma enfática que debe ser interpretada correctamente, no porque pretendamos aguar las palabras del Señor, sino porque Él mismo no obró materialmente así en todos los episodios de su vida, aunque sí en algunos; y tampoco lo hicieron así sus discípulos. Hubo momentos en que Jesús no dejó que sus enemigos acabasen con su vida apedreándolo, ni permitió que sus paisanos lo arrojasen antojadizamente de un barranco; como también Pablo sabría defender su vida con su palabra sagaz, o descolgándose en una espuerta por el muro de Damasco. A quienes increpaban a Jesús o fustigaban a sus discípulos no les dijo: «Continúen y péguennos más fuerte»; por el contrario, se defendió y defendió a los suyos con lucidez. Poner la otra mejilla no se contrapone con corregir con mansedumbre y al mismo tiempo con firmeza al que te maltrata, como hizo con el esbirro que lo abofeteo en casa del sumo sacerdote: «Si hablé mal, dime en qué; pero si no lo hice, ¿por qué me pegas?».

(v) ¿Por qué extrema, entonces, Jesús, sus ejemplos? En parte porque sabe que si no apuntamos a vivir la mansedumbre heroicamente, no la viviremos de ningún modo. Y también porque, aunque la caridad no contraste con una justa y prudente defensa en la generalidad de los casos, también debe estar dispuesta al martirio cuando Dios lo pide. Cristo rebatió muchas veces a los enemigos que tergiversaban su doctrina. Pero durante su Pasión, Iesus, autem, tacebat, nota el evangelista (Mt 26,63): Jesús callaba. Había llegado el momento de dejar que le mesaran la barba, lo despojaran de manto y túnica, y de amar sin esperar correspondencia. Debemos estar dispuestos, porque a todos nos llegará, de diversos modos, el momento de sufrir por Dios la injusticia de los hombres (…).

El amor del hijo de Dios y el del pecador (6, 31-36)

(i) La regla de conducta que enuncia Jesús puede parecer la misma proclamada por muchas otras tradiciones éticas; sin embargo tiene una diferencia con todas ellas que la hace infinitamente más radical. En efecto, el rabí Hillel afirmaba a sus discípulos: «Lo que no quieras para ti, no se lo hagas a otro». Esa es toda la ley, y lo demás es comentario. El gran filósofo judío alejandrino Filón lo expresaba de modo equivalente: «Lo que no te gustaría sufrir, no se lo hagas a nadie». Platón pone en boca de Sócrates: «Las cosas que te enfada sufrir a manos de otros, no se las hagas tú a ellos». Los estoicos tenían por una de sus reglas básicas: «Lo que no quieres que te hagan a ti, no se lo hagas a otros». Entre los dichos de Confucio se cuenta esta respuesta: «Lo que no quieres que te hagan, no se lo hagas a nadie». Todas estas formulaciones tienen algo en común: son negativas, y en tal sentido, restrictivas, nos limitan a ciertas renuncias: debo abstenerme de golpear, robar, matar, mentir, traicionar, molestar…, pues esas son las cosas que no quiero que los demás me hagan a mí.

(ii) Pero Jesús siempre empuja las cosas hacia adelante. Si nos preguntan qué es lo que quisiéramos que los demás nos hagan, la lista, indudablemente, no sería tan limitada ni tan poco exigente. Porque queremos ser amados, protegidos, respetados, bien tratados; queremos que se nos tenga en cuenta, que conserven vivo el recuerdo de lo que nos gusta o de lo que necesitamos, que se nos trate con cariño, que nos vistan si estamos desnudos, que nos den un plato caliente si tenemos hambre, que nos visiten si estamos enfermos o en la cárcel, que nos corrijan con delicadeza y sin humillarnos si nos equivocamos, que nos enseñen lo que no sabemos, y que nos dejen enseñar a otros lo que sabemos, que nos perdonen si obramos mal, que nos den una nueva oportunidad si nos equivocamos… ¡queremos amor, respeto y misericordia! La verdadera esencia del obrar cristiano, según el fundador del cristianismo, no es abstenernos de cosas malas, sino hacer cosas buenas, y muy buenas, y gigantescamente buenas. La moral de los buenos paganos ha creado hombres pacíficos, tranquilos y sufridos. La moral de Cristo ha creado misioneros, hospitales, orfelinatos, leproserías, monjas y monjes que se han sepultado en vida para rezar por pecadores que no conocen, mártires que han dado la vida por desconocidos, madres que han perdonado a los matadores de sus hijos, hombres y mujeres que han sacrificado sus deseos de formar una familia para dedicarse a lavar los excrementos y la suciedad de los discapacitados que ellos no han traído al mundo y que el mundo abandona a su suerte y a su muerte… Sí, el ligero cambio de una fórmula, aparentemente parecida, de negativa a positiva, es capaz de cambiar el curso de la historia.

(iii) Jesús también añade que el amor del que Él habla, es el amor sobrenatural, el amor que participa de la caridad divina; por eso lo contrapone con el amor de los pecadores. Los pecadores también aman, pero su amor es restringido: aman a los que los aman, a los que tienen relaciones de amor y amistad con ellos por lazos de sangre, de afecto, de raza, o lo que sea. Este amor es bueno, pero no tiene mérito, porque brota de la naturaleza, espontáneamente, sin exigir ningún sacrificio. Es, pues, interesado, aunque a veces los que aman así no tengan conciencia de su interés: prestan a los que han de devolverles, aman a aquellos de quienes esperan recibir a cambio cariño, dan porque esperan recibir. Que esto es así, lo demuestran los sentimientos de decepción, despecho y desencanto que con frecuencia experimentamos cuando las personas a las que hacemos el bien no responden a nuestras expectativas; o el sentirnos traicionados, defraudados, engañados, burlados (…).

(iv) Jesús no solo nos manda amar a nuestros enemigos, sino amar a todos del mismo modo que amamos a nuestros enemigos, es decir, sin más interés que el mismo bien que les hacemos a ellos, porque de los enemigos, aun amándolos, no esperamos nada (bueno). Cuando prestamos algo al enemigo, no esperamos que lo devuelva; más bien, tememos que lo use contra nosotros. Pues bien, así nos manda amar a todos Nuestro Señor. Esperando el premio de Dios, es decir, esperando, a cambio, tener algún día a Dios mismo, a quien estamos, de ese modo, imitando, pues Él nos amó cuando éramos sus enemigos y cuando solo podía esperar, a cambio de su entrega, que lo pusiéramos en una cruz. Los hijos de Dios, dice Jesús, son los que, a imitación del Altísimo, son buenos con los ingratos y los perversos. Los mundanos, a la ingrata la apuñalan y luego la inmortalizan en un tango (…).

Repercusión eterna de nuestros actos (6, 37-38)

(…) (ii) Por tanto, dime qué quieres: ¿que no te juzguen? No juzgues tú a nadie. ¿No deseas que te condenen? No condenes a los demás. ¿Quieres que te perdonen todas tus culpas, vicios y desmanes? Perdona tú a los que te ofenden, te roban, te maltratan o te humillan. ¿Quieres que te den? Da tú. ¿Cómo te gustaría tu porción: grande, desbordante, de la mejor calidad…? Obsequia a los necesitados, y sin esperar paga, lo mejor que tienes, y recibirás para ti, lo mejor que tiene el Padre, que es Él mismo, con su Hijo y su Espíritu Santo. (M. A. Fuentes, IVE, Comentario al Evangelio de San Lucas [Apostolado Bíblico, San Rafael, 2015] pp. 134-139).

Benedicto XVI

Ángelus

Plaza de San Pedro

Domingo, 18 de febrero de 2007

Queridos hermanos y hermanas:

El evangelio de este domingo contiene una de las expresiones más típicas y fuertes de la predicación de Jesús: «Amad a vuestros enemigos» (Lc 6, 27). Está tomada del evangelio de san Lucas, pero se encuentra también en el de san Mateo (Mt 5, 44), en el contexto del discurso programático que comienza con las famosas «Bienaventuranzas». Jesús lo pronunció en Galilea, al inicio de su vida pública. Es casi un «manifiesto» presentado a todos, sobre el cual pide la adhesión de sus discípulos, proponiéndoles en términos radicales su modelo de vida.

Pero, ¿cuál es el sentido de esas palabras? ¿Por qué Jesús pide amar a los propios enemigos, o sea, un amor que excede la capacidad humana? En realidad, la propuesta de Cristo es realista, porque tiene en cuenta que en el mundo hay demasiada violencia, demasiada injusticia y, por tanto, sólo se puede superar esta situación contraponiendo un plus de amor, un plus de bondad. Este «plus» viene de Dios: es su misericordia, que se ha hecho carne en Jesús y es la única que puede «desequilibrar» el mundo del mal hacia el bien, a partir del pequeño y decisivo «mundo» que es el corazón del hombre.

Con razón, esta página evangélica se considera la carta magna de la no violencia cristiana, que no consiste en rendirse ante el mal —según una falsa interpretación de «presentar la otra mejilla» (cf. Lc 6, 29)—, sino en responder al mal con el bien (cf. Rm 12, 17-21), rompiendo de este modo la cadena de la injusticia. Así, se comprende que para los cristianos la no violencia no es un mero comportamiento táctico, sino más bien un modo de ser de la persona, la actitud de quien está tan convencido del amor de Dios y de su poder, que no tiene miedo de afrontar el mal únicamente con las armas del amor y de la verdad.

El amor a los enemigos constituye el núcleo de la «revolución cristiana», revolución que no se basa en estrategias de poder económico, político o mediático. La revolución del amor, un amor que en definitiva no se apoya en los recursos humanos, sino que es don de Dios que se obtiene confiando únicamente y sin reservas en su bondad misericordiosa. Esta es la novedad del Evangelio, que cambia el mundo sin hacer ruido. Este es el heroísmo de los «pequeños», que creen en el amor de Dios y lo difunden incluso a costa de su vida.

Queridos hermanos y hermanas, la Cuaresma, que comenzará el próximo miércoles con el rito de la Ceniza, es el tiempo favorable en el cual todos los cristianos son invitados a convertirse cada vez más profundamente al amor de Cristo. Pidamos a la Virgen María, dócil discípula del Redentor, que nos ayude a dejarnos conquistar sin reservas por ese amor, a aprender a amar como él nos ha amado, para ser misericordiosos como es misericordioso nuestro Padre que está en los cielos (cf. Lc 6, 36) (cf. vatican.va).

NOTA: Las palabras en negrita han sido resaltadas por la web de Prado Nuevo.