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Jesús presentado a los pontífices y condenado a muerte (S. Alfonso María de Ligorio)

 

CAPÍTULO VII

Y los que prendieron a Jesús lo condujeron a casa de Caifás, Sumo Pontífice, donde los escribas y los ancianos estaban congregados[1]. Atado como un criminal entra Jesucristo en Jerusalén, donde pocos días antes había sido recibido en son de triunfo, aclamado y vitoreado por el pueblo. Atraviesa de noche las calles de la ciudad, alumbradas con antorchas y linternas, y lo conducen con tanto estrépito y algazara, que bien se echa de ver que quieren los verdugos hacerle pasar por insigne malhechor. Por eso asomábanse las gentes a las ventanas, preguntando por la calidad del preso, y por toda respuesta oían que el prisionero era Jesús de Nazaret, reconocido al fin por seductor, impostor, falso profeta y digno, por consiguiente, de la muerte. En todo el pueblo se despertó entonces un sentimiento de indignación y desprecio cuando vieron preso por orden de los jueces a Jesucristo, que pocos días antes habían recibido como Mesías y ahora se descubría ser un impostor. La veneración que le profesaban se trocó en odio, arrepintiéndose de haberle recibido con tanta honra y avergonzándose de haber reconocido a un malhechor por Mesías de Israel.

Jesucristo fue presentado como trofeo de sus venganzas a Caifás, quien, ansioso de tenerle en su presencia, se alegró al verle solo y abandonado de todos los suyos. Mira, alma mía, a tu mansísimo Salvador cargado de cadenas, como un criminal, y que, inclinando la cabeza delante de aquel orgulloso Pontífice, permanece silencioso y humilde; mira su hermoso rostro, que no ha perdido, en medio de tantos desprecios e injurias, su natural dulzura y serenidad.

¡Oh Jesús mío! Al veros rodeado, no de ángeles que pregonen vuestras alabanzas, sino de este vil populacho que os desprecia y os aborrece, ¿qué haré?, ¿unirme a vuestros enemigos, como lo hice hasta aquí? No, no; lo que me resta de vida, quiero emplearlo en amaros y honraros como Vos lo merecéis, y os prometo consagraros a Vos todo mi corazón. Vos seréis mi único amor, mi bien y mi todo.

El impío Pontífice le preguntó por sus discípulos y su doctrina, para hallar motivo de condenarle; mas Jesucristo, con mansedumbre y humildad, le respondió: Yo he hablado públicamente y a la faz del mundo…, muchos de los que están aquí presentes saben lo que yo he dicho. Con esto apela al testimonio de sus mismos enemigos. Después de esta respuesta tan justa y moderada uno de los ministros asistentes, más insolente que los demás, tachándole de temerario, dio una bofetada a Jesús diciendo: ¿Así respondes al Pontífice?[2]. ¿Desde cuándo una respuesta tan humilde y comedida mereció tan grande afrenta? El indigno Pontífice, en lugar de reprender al insolente ministro, calla, y callando, bien se echa de ver que aprueba su mal proceder; Jesús, menos para lavar la injuria que para librarse de la nota de poco respetuoso con el Pontífice, responde: Si he hablado mal, da testimonio de ello; y si bien, ¿por qué me hieres?[3].

Amabilísimo Redentor mío, bien veo que pasáis por todo a trueque de expiar los ultrajes que con mis pecados hice a la Majestad divina. Perdonadme, pues, por los méritos de los ultrajes que por mí habéis padecido.

Buscando algún falso testimonio contra Jesús para condenarlo a muerte, no lo hallaban[4]. Por lo cual el Pontífice de nuevo hace preguntas al Salvador, esperando hallar en las respuestas algún pretexto para condenarle, y con este fin le dice: Yo te conjuro de parte de Dios vivo que nos digas si tú eres el Mesías, el Hijo de Dios. Interpelado Jesús, en nombre de Dios su Padre, confiesa la verdad y responde: Yo soy, y aun os declaro que veréis después a este Hijo del hombre, no abatido y humillado como aquí ahora me veis, sino sentado a la diestra de la majestad de Dios, venir sobre las nubes del cielo, para juzgar a toda la humanidad. Al oír estas palabras, el Sumo Pontífice, en vez de inclinar su frente hasta el polvo para adorar a su Dios y a su Juez, rasgando sus vestiduras, exclama: Blasfemado ha, ¿qué necesidad tenemos ya de testigos? Vosotros mismos acabais de oir la blasfemia, ¿qué os parece? Y todos los sacerdotes allí presentes respondieron diciendo: Reo es de muerte[5].

¡Ah Jesús mío!, la misma sentencia pronunció vuestro Eterno Padre cuando os ofrecisteis a pagar la deuda de nuestros pecados. Ya que tú, Hijo mío, quieres satisfacer a mi justicia por los pecados del hombre, serás condenado a muerte, y por eso es menester que mueras.

 

 

Luego comenzaron a escupirle en la cara y a maltratarle a puñadas, y otros le daban de bofetadas, diciendo: Adivina, Cristo, ¿quién es el que te ha herido?[6] Considerando la soldadesca a Cristo como a malhechor y condenado a muerte y digno de todo género de afrentas, se pusieron a maltratarle, y mientras unos le escupían en el rostro, otros le abofeteaban y le daban de puñadas, y vendándole los ojos, como asegura San Marcos, mofábanse de Él llamándole falso Profeta y diciéndole: Ya que eres profeta, adivina, pues, quién te ha herido. Asegura San Jerónimo que fueron tantos los ultrajes y ludibrios que Jesús padeció aquella noche, que sólo en el día del juicio final se conocerán en todos sus pormenores.

¡Oh Jesús mío!, en aquella horrible noche, lejos de tomar descanso, fuisteis el juguete de aquella impía y malvada soldadesca ¿Cómo podrán todavía ser los hombres soberbios al ver a un Dios tan humillado? ¿Cómo podrán rehusar entregar su corazón al Redentor, que tanto ha padecido por nosotros? ¿Será posible creer y meditar los dolores y las ignominias que padeció Jesucristo por nuestro amor y vivir después sin sentir abrasado el corazón en el amor de un Dios tan bueno y tan amante?

Lo que aumentó de modo especial el dolor de Jesús fue el pecado de Pedro, que reniega de Él y jura que jamás lo ha conocido.

Anda, alma mía, anda a hacer compañía en su prisión a tu angustiado, escarnecido y abandonado Jesús, y dale gracias y consuélale con tu arrepentimiento, ya que también hubo tiempo en que te uniste con sus enemigos para renegar de Él y menospreciarle. Dile que quisieras morir de dolor al recordar que en lo pasado has colmado de amarguras a su adorable corazón, que tanto te ha amado. Dile que ahora le amas, y que tu mayor deseo es padecer y morir por su amor.

¡Oh Jesús mío!, olvidad los disgustos que os he dado, y favorecedme, como a San Pedro, con una de vuestras amorosas miradas. Pedro renegó de Vos es verdad; pero después sólo acabó de llorar cuando acabó su vida. ¡Oh Hijo Eterno de Dios!, ¡oh amor infinito!, que padecéis aún por los mismos hombres que os odian y os maltratan; confieso que, siendo Vos la gloria del Paraíso, habríais concedido al hombre una señalada mereced admitiéndole a besar vuestros sagrados pies. Pero, ¡oh Dios mío!, ¿quién os ha reducido al extremo de convertiros en juguete de la más vil canalla del mundo? Decidme, Jesús mío, ¿qué podría yo hacer para devolveros el honor que éstos os roban con sus ultrajes? Ya oigo que me respondéis: Tolera los ultrajes por amor mío, como yo los he soportado por el tuyo. Quiero obedeceros, Redentor mío; sí, Jesús mío, despreciado por mí; mi deseo es ser despreciado tanto como quisiereis.

[1] Mt 26, 57
[2] Jn 8, 20, 22
[3] Ibid. 22
[4] Mt 26, 59
[5] Mt 26, 65, 6, 6; Mc 14, 62
[6] Mt 26, 67-68

(Texto de San Alfonso María de Ligorio sobre la Pasión del Señor)

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