CAPÍTULO XI
Salió de nuevo Pilato fuera, y díjoles. Ved aquí al Hombre[1] Después de la flagelación y de la coronación de espinas, Jesús fue llevado de nuevo ante la presencia de Pilato, el cual, al verle tan llagado y desfigurado, creyó que con sólo presentarlo al pueblo se moverían los judíos a compasión. Salió, pues, a un balcón de palacio, llevando consigo a nuestro atormentado Salvador, y dijo: Ved aquí al Hombre. Como si dijera: Habitantes de Jerusalén, ya podéis daros por satisfechos con lo que ha padecido hasta ahora este inocente. Aquí tenéis el hombre; mirad a qué lamentable estado ha quedado reducido el que temíais que se proclamara vuestro rey. ¿Qué temor puede inspiraros cuando está ya para exhalar el postrer suspiro? Dejadle, pues, que se retire a su casa para que muera, ya que le quedan pocas horas de vida.
Salió Jesús coronado de espinas y revestido del manto de púrpura[2]. Mira, alma mía, a tu Salvador puesto en el balcón maniatado y sujeto a los caprichos de un verdugo. Míralo cómo está casi desnudo, bañado en sangre, cubierto de llagas, con las carnes laceradas, y con aquel pedazo de púrpura, que únicamente le sirve de ludibrio, y con la corona de espinas, que prosigue atormentando su cabeza. Mira a qué extremos se ve reducido el pastor por haber querido ir en pos de la oveja descarriada. ¡Amadísimo Jesús mío!, ¡cuántos dolores, afrentas y escarnios os hacen pasar los hombres! Dulcísimo Jesús mío, inspiráis compasión hasta a las mismas fieras; sólo en el corazón de los hombres no halláis ni piedad ni compasión para vuestra desventura.
En efecto, al verle tan maltratado, los ministros y los pontífices alzaron el grito diciendo: Crucifícale, crucifícale[3]. Mas ¿qué dirán, Salvador mío, estos malvados en el día del juicio final, cuando os vean sentado como juez en el trono de majestad? Pero ¡ay, Jesús mío! hubo también un tiempo en que desenfrenadamente me entregaba al pecado, en que yo también gritaba: Crucifícale, crucifícale. Mas ahora me arrepiento de todos mis pecados, yo os amo, Dios mío, con todo mi corazón. Perdonadme por los méritos de vuestra Pasión, para que en aquel día supremo os vea aplacado y no irritado contra mí.
Mientras que Pilato, desde el balcón, mostraba a Jesús al pueblo, el Eterno Padre nos presentaba también desde el cielo a su amadísimo Hijo en tan lamentable estado diciendo: Ved aquí al Hombre. Éste que aquí veis tan atormentado y vilipendiado, es mi Hijo amadísimo, que tanto padece por vuestro amor y por expiar vuestros pecados; miradlo, dadle gracias y amadlo. Dios mío y Padre mío, me decís que mire a vuestro Hijo; también yo os suplico que pongáis en Él vuestros ojos y que por su amor tengáis compasión de mí.
Adivinando los judíos que Pilato, menospreciando sus clamores, quería libertar a Jesús, le apretaron más, queriéndole obligar a dictar sentencia de muerte contra el Salvador, so pena de tenerle por enemigo del César: Los judíos, dice San Juan, daban voces diciendo: Si sueltas a ése, no eres amigo del César, puesto que cualquiera que se hace rey, se declara contra César. Y les salió bien la cuenta, porque temiendo Pilato perder la gracia del César, sacó a Jesús fuera y sentóse en su tribunal[4] para pronunciar contra Él sentencia de condenación. Pero atormentado todavía por los remordimientos de conciencia, pues sabía que iba a condenar a un inocente, tornó de nuevo a decir a los judíos: Mirad a vuestro Rey[5]. ¿Y a vuestro Rey tengo yo de crucificar? Pero los judíos, más irritados que la vez primera, gritaron: «Quita, quítale de en medio, crucifícale. Todavía, Pilato, nos lo presenta como a nuestro Rey; quítalo de delante, apártalo de nuestra vista y hazlo morir crucificado».
¡Oh Verbo encarnado y Señor mío amadísimo! ¡habéis bajado del cielo a la tierra para conversar con los hombres y salvarlos, y los hombres no pueden tolerar vuestra presencia en medio de ellos, e inventan mil trazas para haceros desaparecer y quitaros la vida!
Pilato todavía resiste y torna a replicar: ¿A vuestro Rey lo he yo de crucificar? Y los pontífices respondieron: No tenemos Rey sino a César.
¡Adorable Jesús mío!, los judíos no quieren reconoceros por su Rey y Señor, y dicen que sólo a César quieren tener por Rey; mas yo os acepto por mi dueño y soberano y declaro que sólo Vos, Redentor mío, seréis el Rey de mi corazón. Hubo un tiempo en que yo, desventurado de mí, me dejé dominar de mis pasiones, destronándoos, Rey mío, del trono de mi corazón; pero ahora mi deseo es que reinéis en él; mandad, y seréis obedecido. Os diré, pues, con Santa Teresa: «¡Oh amor, que me amas más de lo que yo me puedo amar, ni entiendo!… Proveed Vos… para que mi alma os sirva más a vuestro gusto que al suyo… Muera ya este yo, y viva en mí otro que es más que yo, y para mí mejor que yo, para que yo le pueda servir: Él viva, y me dé vida; Él reine, y sea yo cautiva, que no quiere mi alma otra libertad». ¡Dichosa el alma que pueda decir: Vos, Jesús mío, sois mi único Rey, mi único bien, mi único amor!
[1] Jn 19, 4-5
[2] Jn 19 5
[3] Jn19, 6
[4] Jn 19, 12-13
[5] Jn 19, 14-15
(Texto de San Alfonso María de Ligorio sobre la Pasión del Señor)