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La Ascensión del Señor (A) (VII Domingo de Pascua)

 

EVANGELIO

Se me ha dado pleno poder en el Cielo y en la Tierra (cf. Mt 28, 16-20)

Conclusión del santo Evangelio según san Mateo.

EN aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado.

Al verlo, ellos se postraron, pero algunos dudaron.

Acercándose a ellos, Jesús les dijo:

«Se me ha dado todo poder en el Cielo y en la Tierra. Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado.

Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos».

Palabra del Señor.

 

LECTURA ESPIRITUAL Y HOMILÍA

Nadie ha subido al Cielo, sino aquél que ha bajado del Cielo

Hoy nuestro Señor Jesucristo ha subido al Cielo; suba también con Él nuestro corazón.

Oigamos lo que nos dice el Apóstol: Si habéis sido resucitados con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios. Poned vuestro corazón en las cosas del Cielo, no en las de la Tierra. Pues, del mismo modo que Él subió sin alejarse por ello de nosotros, así también nosotros estamos ya con Él allí, aunque todavía no se haya realizado en nuestro cuerpo lo que se nos promete.

Él ha sido elevado ya a lo más alto de los cielos; sin embargo, continúa sufriendo en la Tierra a través de las fatigas que experimentan sus miembros. Así lo atestiguó con aquella voz bajada del Cielo: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Y también: Tuve hambre y me disteis de comer.

¿Por qué no trabajamos nosotros también aquí en la Tierra, de manera que, por la fe, la esperanza y la caridad que nos unen a Él, descansemos ya con Él en los cielos? Él está allí, pero continúa estando con nosotros; asimismo nosotros, estando aquí, estamos también con Él. Él está con nosotros por su divinidad, por su poder, por su amor; nosotros, aunque no podemos realizar esto como Él, por la divinidad, lo podemos sin embargo por el amor hacia Él.

Él, cuando bajó a nosotros, no dejó el Cielo; tampoco nos ha dejado a nosotros, al volver al Cielo. Él mismo asegura que no dejó el Cielo mientras estaba con nosotros, pues que afirma: Nadie ha subido al Cielo sino aquel que ha bajado del Cielo, el Hijo del hombre, que está en el Cielo.

Esto lo dice en razón de la unidad que existe entre Él, nuestra cabeza, y nosotros, su cuerpo. Y nadie, excepto Él, podría decirlo, ya que nosotros estamos identificados con Él, en virtud de que Él, por nuestra causa, se hizo Hijo del hombre, y nosotros, por Él, hemos sido hechos hijos de Dios.

En este sentido dice el Apóstol: Lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo. No dice: «Así es Cristo», sino: Así es también Cristo. Por tanto, Cristo es un solo cuerpo formado por muchos miembros.

Bajó, pues, del Cielo, por su misericordia, pero ya no subió Él solo, puesto que nosotros subimos también en Él por la gracia. Así, pues, Cristo descendió Él solo, pero ya no ascendió Él solo; no es que queramos confundir la dignidad de la cabeza con la del cuerpo, pero sí afirmamos que la unidad de todo el cuerpo pide que éste no sea separado de su cabeza. (S. Agustín, obispo, Sermón Mai 98, Sobre la ascensión del Señor, 1-2 [LH II, La Ascensión del Señor, VII Dom. Pascua]).

 

Papa Francisco

Regina Caeli

Domingo, 1 de junio de 2014

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy, en Italia y en otros países, se celebra la Ascensión de Jesús al Cielo, que tuvo lugar cuarenta días después de la Pascua. Los Hechos de los apóstoles relatan este episodio, la separación final del Señor Jesús de sus discípulos y de este mundo (cf. Hch 1, 2.9). El Evangelio de Mateo, en cambio, presenta el mandato de Jesús a los discípulos: la invitación a ir, a salir para anunciar a todos los pueblos su mensaje de salvación (cf. Mt 28, 16-20). «Ir», o mejor, «salir» se convierte en la palabra clave de la fiesta de hoy: Jesús sale hacia el Padre y ordena a los discípulos que salgan hacia el mundo.

Jesús sale, asciende al Cielo, es decir, vuelve al Padre, que lo había mandado al mundo. Hizo su trabajo, por lo tanto, vuelve al Padre. Pero no se trata de una separación, porque Él permanece para siempre con nosotros, de una forma nueva. Con su ascensión, el Señor resucitado atrae la mirada de los Apóstoles —y también nuestra mirada— a las alturas del cielo para mostrarnos que la meta de nuestro camino es el Padre. Él mismo había dicho que se marcharía para prepararnos un lugar en el Cielo. Sin embargo, Jesús permanece presente y activo en las vicisitudes de la historia humana con el poder y los dones de su Espíritu; está junto a cada uno de nosotros: aunque no lo veamos con los ojos, Él está. Nos acompaña, nos guía, nos toma de la mano y nos levanta cuando caemos. Jesús resucitado está cerca de los cristianos perseguidos y discriminados; está cerca de cada hombre y cada mujer que sufre. Está cerca de todos nosotros, también hoy está aquí con nosotros en la plaza; el Señor está con nosotros. ¿Vosotros creéis esto? Entonces lo decimos juntos: ¡El Señor está con nosotros!

Jesús, cuando vuelve al Cielo, lleva al Padre un regalo. ¿Cuál es el regalo? Sus llagas. Su cuerpo es bellísimo, sin las señales de los golpes, sin las heridas de la flagelación, pero conserva las llagas. Cuando vuelve al Padre, le muestra las llagas y le dice: «Mira Padre, este es el precio del perdón que Tú das». Cuando el Padre contempla las llagas de Jesús, nos perdona siempre, no porque seamos buenos, sino porque Jesús ha pagado por nosotros. Contemplando las llagas de Jesús, el Padre se hace más misericordioso. Este es el gran trabajo de Jesús hoy en el Cielo: mostrar al Padre el precio del perdón, sus llagas. Esto es algo hermoso que nos impulsa a no tener miedo de pedir perdón; el Padre siempre perdona, porque mira las llagas de Jesús, mira nuestro pecado y lo perdona.

Pero Jesús está presente también mediante la Iglesia, a quien Él envió a prolongar su misión. La última palabra de Jesús a los discípulos es la orden de partir: «Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos» (Mt 28, 19). Es un mandato preciso, no es facultativo. La comunidad cristiana es una comunidad «en salida». Es más: la Iglesia nació «en salida». Y vosotros me diréis: ¿y las comunidades de clausura? Sí, también ellas, porque están siempre «en salida» con la oración, con el corazón abierto al mundo, a los horizontes de Dios. ¿Y los ancianos, los enfermos? También ellos, con la oración y la unión a las llagas de Jesús.

A sus discípulos misioneros Jesús dice: «Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos» (v. 20). Solos, sin Jesús, no podemos hacer nada. En la obra apostólica no bastan nuestras fuerzas, nuestros recursos, nuestras estructuras, incluso siendo necesarias. Sin la presencia del Señor y la fuerza de su Espíritu nuestro trabajo, incluso bien organizado, resulta ineficaz. Y así vamos a decir a la gente quién es Jesús.

Y junto con Jesús nos acompaña María nuestra Madre. Ella ya está en la casa del Padre, es Reina del Cielo y así la invocamos en este tiempo; pero como Jesús está con nosotros, camina con nosotros, es la Madre de nuestra esperanza (cf. vatican.va).

NOTA: Las palabras en negrita han sido resaltadas por la web de Prado Nuevo.

 

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