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La Pascua Judía

Cada año, los hijos de Israel celebran la pascua. Es el recuerdo y renovación de su liberación de Egipto. Celebran la salvación que Yahvé hizo con los hijos de Abraham para liberarles de la esclavitud y de las vejaciones a que les tenían sujetos los egipcios.

Cuando celebran la salvación, evocan el paso de Dios entre su pueblo, la liberación de sus primogénitos, tanto de sus hijos como de sus ganados, el paso del Mar Rojo y la derrota de los egipcios, al quedar sepultados en el agua que estaba contenida para que pasara Israel.

Este recuerdo no es sólo rememorar un hecho histórico. Es también revivir esa Pascua primera, sintiéndose salvados en sus padres y festejando aquí y ahora esa liberación divina que se renueva con la inmolación y cena del cordero.

La pascua judía tiene un ritual detallado. Está contenido en el capítulo XII del Libro del Éxodo. Se inmola un cordero o cabrito, macho, sin defecto, de un año. Se sacrifica al atardecer y se asa a fuego lento. Cada familia se reúne para celebrar la pascua, y si son pocos, se unen a otra familia.

Al animal inmolado no se le quiebra ningún hueso. La comida de ese cordero pascual se realiza de pie, con la cintura ceñida, las sandalias puestas y el cayado en la mano. Así, evocan el éxodo, el desierto, y los cuarenta años en espera de poseer la tierra prometida.

En la cena pascual, comen lechugas amargas para recordar la amargura de la esclavitud y pan ácimo, sin fermentar, para recordar el pan sin levadura, el pan sin cuerpo, el pan de las prisas, que los hebreos llevaron envuelto en mantas al partir de Egipto y que no había fermentado aún.

Durante la cena, se pasa la copa de vino en cuatro ocasiones. Todos los presentes beben de esa única copa, que contiene el vino de la alegría y de la libertad. El vino, fruto de la vid, ya se producía en la tierra prometida, que mana leche y miel. A la tercera ronda, se le llama la copa de bendición. San Pablo cita esta copa de bendición en 1ª Corintios 10, 16-17.

Jesús era judío y celebró la pascua con los apóstoles, como un buen hijo del pueblo de Abraham. Los relatos de los tres evangelistas sinópticos narran la institución de la Santísima Eucaristía. San Lucas añade el mandato de Jesús de realizar lo que Él hizo en recuerdo suyo (Lc 22,19; 1ª Co 11, 24-25).

Al celebrar la pascua judía, Jesús le dio el verdadero sentido e inauguraba otra pascua nueva: La Pascua cristiana. Jesús es el verdadero Cordero de Dios, inmolado para la remisión de nuestros pecados (Jn 1, 36). Es el Siervo de Yahvé, anunciado en el cuarto canto (Is 53, 7). Se inmoló en la puesta del sol (Jn 19, 31-34). Y al que no se le quebró ningún hueso (Jn 19, 36; Éxodo 12, 5-7).

Su Pascua o Paso de Jesús, no fue de un país a otro, como ocurrió con Israel, su Pascua o Paso fue de este mundo al Padre (Jn 13, 1). Así, nos deja abierto el  camino para pasar de este mundo al Padre, como Él hizo, y seguirle en su Reino.

A esa Pascua nueva unió su muerte y resurrección. Por eso “Siempre que comemos del pan y bebemos del cáliz anunciamos su muerte hasta que vuelva” (1ª Co 11, 26). Su muerte fue el precio de nuestra redención. Con su sangre puso en paz todas las cosas (Col 1, 20). Y nos reconcilió con el Padre (2ª Co 5, 14-15. 17-19; Ef 1, 7), adquiriendo para Dios un pueblo nuevo (Rm 5, 6-11; Ap 5, 9-10).

Al  participar  en  la  Eucaristía,  no  sólo  recordamos  la  pascua  judía  (liberación del pueblo de Israel de la esclavitud de Egipto), sino que  celebramos la muerte y resurrección de Jesucristo, haciendo presente esos acontecimientos salvadores, sacramentalmente, aquí y ahora. Por eso la Eucaristía es el memorial de la muerte y resurrección de Jesucristo. No un recuerdo o una memoria piadosa de lo que aconteció, sino, memorial que hace presente el acto salvífico que celebramos, aquí y ahora.