El tiempo de Adviento, que es una preparación para la Navidad, nos hace pensar en las “tres moradas del Emmanuel”. La primera es el bendito vientre de la Madre de Dios y Madre Nuestra, María Santísima. La Biblia y la Liturgia nos presentan a Dios preparando en Ella “una digna morada” para el Verbo humanado. Esa preparación de María conlleva su Concepción Inmaculada, su preservación de todo pecado, la plenitud de gracia y un sinfín de excelsas prerrogativas y nobilísimas excelencias muy por encima de Ángeles y Santos; y todo ello con una singular intervención del divino Poder en el acto y momento de la Encarnación, que es cuando comienza esta primera morada que termina en la maravillosa Nochebuena.
La segunda es “nuestra morada terrenal”; Fray Luis de León la define como valle hondo, oscuro, y mar turbado. Desde otro punto de mira, Jorge Manrique afirma con razón que “este mundo bueno fue si bien usásemos de él”.
En esta segunda morada encontramos desde un establo a una Cruz, desde un pesebre a un Calvario, la salud, la enfermedad, la vida y la muerte… Todo esto integra la segunda morada de nuestro adorable salvador y Maestro quien por las pascuales alegrías de la resurrección y de la ascensión se adentra en la tercera morada cuyas puertas están abiertas para nosotros-.
Esta tercera morada es el lugar que Él nos prometió (Jn 14,2), es la Jerusalén celestial, la Gloria, el Paraíso, el Cielo, donde a Dios Uno y Trino y al divino Cordero sean “la bendición, el honor y la gloria y el imperio por los siglos de los siglos, amén” (Ap. 5,13)
Nuestra Señora de la Esperanza santifique las fuentes de la vida humana tan profanas por el hedonismo laico. Que nuestro divino Hermano Cristo Jesús, desde su segunda morada, nos ayude a efectuar nuestra terrena peregrinación digna y meritoriamente, como la pasó la Sagrada Familia. Y que desde su tercera morada Jesucristo rey de cielos y tierra, con poder, saber y amor infinitos rija y gobierne la universal creación visible e invisible, a su santa Iglesia y a cada uno de nosotros.
Con estos sentimientos despidamos un año y saludemos el siguiente hasta que llegue el momento en el que lo que despidamos sea el tiempo y lo que saludemos sea la eternidad en gloriosa divina Epifanía.