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La Presentación de La Santísima Virgen

Hoy celebramos una fiesta que no tiene su origen en el Evangelio sino en una antigua tradición. La Iglesia reconoce la dedicación que la Santísima Virgen María hizo de sí misma al Señor ya desde su infancia, movida por el Espíritu Santo, de cuya gracia estaba llena desde el primer instante de su concepción (1).

Ella misma nos recuerda: “Yo desde muy niña estuve en constante contemplación con el Padre y en constante oración; estuve unida a su Palabra. Por eso, hijos míos, la Palabra se encarnó dentro de mí; la Palabra que un día tenía que ser explicada a los hombres. Yo tuve el don, hijos míos, de muchas gracias; el privilegio de ninguna criatura lo tuve yo. Todas estas gracias me vinieron por medio de mi Hijo, el Verbo encarnado en mis entrañas. Por el «sí» que di al Padre, hijos míos, me concedió todos estos privilegios. Y no sólo me concedió ser Madre del Verbo encarnado, que también me concedió ser Madre de la Iglesia; y los hombres quieren apartarme de ella” (2).

Desde que el mundo empezó a ser mundo ya Dios me había escogido. Me subió a los Cielos y me preparó, desde muy niña, para ser Madre de Dios”. (5)

Por tanto, en esta fiesta celebramos la absoluta pertenencia de la Virgen a Dios y su entrega total al plan divino. Esta delicada entrega que tuvo lugar en la intimidad de su alma. “Desde niña, hija mía, fuiste escogida para sufrir, para padecer”. (3) Ella vivió su entrega a Dios desde la más profunda humildad. “Nunca quise resplandecer más que mi Hijo; me oculté porque yo era la creatura y Él era el Creador; pero Él me dio todos los dones” (3).

La Virgen María ha sido la criatura que ha tenido la intimidad más grande con Dios, la que ha recibido más amor de Él, la llena de gracia (4). Nunca negó a Dios nada, y su correspondencia a las gracias y mociones del Espíritu Santo fue siempre plena.

Nuestra Madre Santa María correspondía y crecía en santidad y gracia. Habiendo estado llena de los dones divinos desde el primer instante, en la medida en que era fidelísima a las mociones que el Espíritu Santo le otorgaba, alcanzaba una nueva plenitud.

“Toda mi vida estuve recorriendo, con Juan y con Magdalena, los Lugares Santos por donde mi Hijo había pasado, hija mía. Ni un solo instante pude olvidarme de Él. Toda la vida recordando su Pasión, su Muerte, su Sacrificio por la Humanidad”. (5)

En la vida de los santos hemos visto que cuanto más cerca van estando de Dios más fieles son a las gracias recibidas y más rápido caminan hacia Él. Ese movimiento que se acelera es signo del progreso espiritual. Así debe ser nuestra vida, porque el Señor nos llama a la santidad. Digamos ¡Oh Señora! Necesito volar muy alto, con la ayuda divina, despegarme de las cosas de este mundo sabiendo que son vanidad. Necesito volar con el soplo del Espíritu. Pero mis alas están manchadas: barro de años, sucio, pegadizo… (6)

Que este ejemplo de nuestra Madre nos enseñe a ser verdaderamente humildes sobre todo cuando cueste caminar, aunque sangre el corazón. Pisando fuerte las espinas que nos pone el camino de la vida sin volver nunca la mirada atrás para estar siempre juntos en la Eternidad. Seamos como la escoba que barre sin lucir su vanidad, cerrada con 7 llaves en el trastero de la humildad (7).

 

  1. San Pablo VI, Exhort. Apost. Marialis cultus, 2-II-1974, 8.
  2. La Virgen, 7 de julio de 1990
  3. La Virgen, 6 de noviembre de 1993
  4. Oración colecta de la Misa.
  5. La Virgen, 7 de diciembre de 1996
  6. San Josemaría Escrivá de Balaguer, Forja, n. 994.
  7. Pensamientos de Luz Amparo Cuevas