Mensaje del 15 de Enero de 1982
«Sí, hija mía, aquí estoy. No digas que no puedes más. Coge mi Cruz y sigue conmigo estos dolores. Ya sé que sufres mucho, pero es preciso que sufras; sufre con ánimo y con valor. Date cuenta de que, gracias a este sufrimiento, se están salvando muchas almas. Así, hija mía, recibe con alegría y con humildad todos estos dolores. Vamos a participar los dos en estos sufrimientos; es muy importante recibirlos con humildad y con amor» (El Señor).
Con estas palabras se presenta el Señor a Luz Amparo, y le viene a decir que la prueba nunca supera las propias fuerzas, cuando viene de Dios. Es lo mismo que afirma san Pablo al escribir a los de Corinto: «No habéis sufrido tentación superior a la medida humana.
Y fiel es Dios que no permitirá seáis tentados sobre vuestras fuerzas. Antes bien, con la tentación os dará modo de poderla resistir con éxito» (1 Co 10, 13). Es claro, en el caso que nos ocupa, la elección por parte de Dios de Luz Amparo como alma víctima; por ello, el Señor le dice que es preciso que sufra; le comparte su cruz como signo de predilección hacia ella y le anima a padecer —como hemos leído— con ánimo, valor, alegría, humildad y amor.
«Ya sé que te pesa mucho esta cruz de dolores; pero es preciso, porque hay muchas almas que están ofendiendo a la Divina Majestad de mi Padre y pisoteando mi Sangre» (El Señor). ¡Qué poco apreciamos la Pasión de Jesús y su preciosísima Sangre derramada por amor a nosotros! ¡Qué diferente la actitud de los santos!… Era el año 1533, cuando santa Teresa de Jesús, atravesando el oratorio, vio un busto del «Ecce Homo» que acababan de dejar allí. «Era de Cristo muy llagado —nos cuenta ella misma—, y tan devota (la imagen), que en mirándola, toda me turbó de verle tal, porque representaba bien lo que pasó por nosotros. Fue tanto lo que sentí de lo mal que había agradecido aquellas llagas, que el corazón me parece se me partía, y arrojéme cabe Él con grandísimo derramamiento de lágrimas, suplicándole me fortaleciese ya de una vez para no ofenderle» (Vida 9, 1).
Es también digna de meditación la siguiente frase del mensaje: «Date cuenta de que todo lo de aquí, de la Tierra, pasará; pero el Cielo no se acabará nunca, nunca jamás se acabará». ¡Cómo nos apegamos a los bienes terrenos, a criaturas y cosas! ¡Cuántas veces, por un afecto desordenado, por algo temporal, despreciamos los bienes eternos, con riesgo de perderlos para siempre! Si pensáramos más en la caducidad de la vida, sin duda que nuestra vida y nuestros intereses cambiarían. Nos asegura Jesús en el Evangelio: «El Cielo y la Tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán»1. Y en un pasaje de san Lucas, invitando a la pobreza evangélica, enuncia con claridad: «Vended vuestros bienes y dad limosna; haceos bolsas que no se estropeen, y un tesoro inagotable en el Cielo, adonde no se acercan los ladrones ni roe la polilla.
Porque donde está vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón»2. ¿Dónde está, pues, nuestro corazón?, ¿en las cosas del Cielo o en las terrenales? ¿Pensamos con frecuencia en los valores del espíritu, o nos dejamos seducir por los atractivos del mundo y sus placeres? Nos jugamos la eternidad: ¡eternamente felices o eternamente desdichados!
Relacionado con lo que estamos exponiendo, añade el Señor en el mensaje: «No se condenarán aquellas almas que no me conocen; pero las que me conocen y, aun conociéndome, me han despreciado para seguir una vida de placeres, de pecados, esas almas no saben lo que les espera. Porque no te hablo sólo de las almas del mundo, sino también de mis almas escogidas.
Porque hay muchas que, aun siendo escogidas, desean gozar de los placeres de la vida y se pierden». Por eso, la Virgen en su intervención asegura: «Soy su Madre y quiero que se salven todos; que yo he llorado muchas veces por todos ellos y sigo llorando y pido sólo por la salvación de sus almas». En la parte final, se refiere al Rosario —una y otra vez— y lo recomienda; es uno de los mensajes donde más insiste en el rezo de esta plegaria mariana, tan querida por los Sagrados Corazones. San Juan Pablo II era un propagador constante de esta excelente oración, que consideraba —como la Virgen— su «oración predilecta».
Ponemos dichas citas, para terminar, como homenaje a María en el mes de mayo, dedicado especialmente a Ella, y con el fin de alcanzar una fervorosa devoción a esta oración celestial: • «Que recen el santo Rosario todos los días, que pido mi Rosario en todos los lugares del mundo. El Rosario puede salvar al mundo».
- «El santo Rosario es lo que más me agrada; mi Rosario, hija mía. Yo quiero que recen mi plegaria preferida».
- «Que sean constantes en seguir esa obra tan importante que es el santo Rosario. Es lo que más me agrada, hija mía; lo que más poder tiene y fuerza para salvación del mundo: el santo Rosario. Que sean constantes, que yo les daré fuerzas a todos para poder extender el santo Rosario por cualquier parte del mundo».
- «Que sigan con el santo Rosario, que es muy importante. Con el santo Rosario se puede salvar toda la Humanidad y evitar una gran guerra».
- «Lo que más cuesta es rezar el santo Rosario. Lo que más os cuesta a vosotros y lo que más me agrada a mí».
- «Seguid rezando el santo Rosario todos los días y diles que los que puedan que recen los quince misterios».