EVANGELIO
Es la semilla más pequeña, y se hace más alta que las demás hortalizas (cf. Mc 4, 26-34)
✠
Lectura del santo Evangelio según san Marcos.
EN aquel tiempo, Jesús decía al gentío:
«El reino de Dios se parece a un hombre que echa semilla en la tierra. Él duerme de noche y se levanta de mañana; la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra va produciendo fruto sola: primero los tallos, luego la espiga, después el grano. Cuando el grano está a punto, se mete la hoz, porque ha llegado la siega».
Dijo también:
«¿Con qué podemos comparar el reino de Dios? ¿Qué parábola usaremos? Con un grano de mostaza: al sembrarlo en la tierra es la semilla más pequeña, pero después de sembrada crece, se hace más alta que las demás hortalizas y echa ramas tan grandes que los pájaros del cielo pueden anidar a su sombra».
Con muchas parábolas parecidas les exponía la palabra, acomodándose a su entender. Todo se lo exponía con parábolas, pero a sus discípulos se lo explicaba todo en privado.
Palabra del Señor.
LECTURA ESPIRITUAL Y HOMILÍA
La presentación del Reino en parábolas
La catolicidad del reino se pone de manifiesto en esa llamativa capacidad para acoger en todas sus ramas a todo aquel que necesite posarse en ellas. La belleza de las palabras del profeta Ezequiel inspira las parábolas del Reino que Jesús anuncia en el Evangelio de hoy. Esa característica de dar cobijo a todos los que al Reino se acerquen, tiene una finalidad clara: «Y todos sabrán que soy el Señor». Solamente el Padre de todos puede buscar acoger a todos, cuidar de todos, proteger a todos. Y cada hijo suyo que se acerque a pedir cobijo encontrará unos brazos abiertos, unas ramas extendidas, fuertes, para ser sostenido.
Sin embargo, la paradójica presentación de este misterioso reino manifiesta otra característica más: su crecimiento. Comienza siendo la más pequeña de las semillas, como el grano de mostaza, dice Jesús en el Evangelio, pero crece insospechadamente: ¿Quién podría imaginarlo viendo su tamaño? ¿Quién podría imaginarlo viendo a un hombre anunciarlo? ¿Quién podría imaginarlo viendo a los pobres que son acogidos, que son promocionados, que encuentran casa? Realmente, no se imagina, se cree: el que cree, es acogido.
He ahí la única condición necesaria para encontrar ese cobijo. La fe del creyente le permite reconocer en ese árbol enorme, santo y lleno de pecadores, su propia casa. Sí, porque en ese Reino al que somos invitados, en el que se nos anima a descansar, ya no somos extraños, sino que somos hijos: somos parte de él mismo. El salmo también la refleja con otras palabras: «El justo crecerá como una palmera, se alzará como un cedro del Líbano». El que se posa en sus ramas, crece, y creciendo hace crecer el Reino. El que se confía y sostiene en él, a pesar de su debilidad, crece y se alza de forma misteriosa también, hasta tal punto que manifiesta, en su pobreza, la belleza propia de los cedros del Líbano: Quien ha contemplado aquellos árboles frondosos en la Tierra Santa, entiende la grandeza de la imagen: abierto, con fuertes ramas y verdes hojas, capaz de esconder dentro de sí a tantos y tantos pájaros…
El crecimiento del Reino se une directamente con el crecimiento de los creyentes. A veces, este crecimiento es evidente, se da en nosotros a grandes pasos, o mejor aún, nos permite tomar la suficiente distancia como para valorar la obra grande que Dios hace en su Reino, en el que nosotros somos también acogidos, queridos, cuidados. Otras veces, la mayoría, el crecimiento se realiza misteriosamente, pues el reino ha comenzado por una semilla que se ha plantado en la tierra, que ha tenido que morir para dar mucho fruto, el Señor Jesús, crucificado, muerto y sepultado, y por lo tanto somos acogidos en la medida en que nosotros mismos vamos entrando en esa dinámica de muerte y resurrección: el Reino crece en la medida en la que el misterio pascual se realiza en nosotros.
Y nosotros nos reconocemos en ese árbol frondoso en la medida en la que nos vamos dejando trabajar por Dios así, misteriosamente, en lo profundo del corazón, por obra de la gracia. ¿Abrimos el corazón a ser acogidos por Dios así, desde lo pequeño? ¿Acogemos que el misterio del Reino crece por el misterio de la cruz, deseamos de hecho que así suceda en nosotros? Porque, tan natural como ver crecer el árbol hasta acoger en sí a tantos y tantos, es contemplar que el Reino de Dios, que Él ha sembrado amorosamente, crece incluso por encima de todas nuestras incapacidades y egos para valorar el inmenso y transformador amor que nos tiene el Señor. (D. Figueroa, oracionyliturgia.archimadrid.org).
Benedicto XVI
Ángelus
Plaza de San Pedro
Domingo, 17 de junio de 2012
Queridos hermanos y hermanas:
La liturgia de hoy nos propone dos breves parábolas de Jesús: la de la semilla que crece por sí misma y la del grano de mostaza (cf. Mc 4, 26-34). A través de imágenes tomadas del mundo de la agricultura, el Señor presenta el misterio de la Palabra y del reino de Dios, e indica las razones de nuestra esperanza y de nuestro compromiso.
En la primera parábola la atención se centra en el dinamismo de la siembra: la semilla que se echa en la tierra, tanto si el agricultor duerme como si está despierto, brota y crece por sí misma. El hombre siembra con la confianza de que su trabajo no será infructuoso. Lo que sostiene al agricultor en su trabajo diario es precisamente la confianza en la fuerza de la semilla y en la bondad de la tierra. Esta parábola se refiere al misterio de la creación y de la redención, de la obra fecunda de Dios en la historia. Él es el Señor del Reino; el hombre es su humilde colaborador, que contempla y se alegra de la acción creadora divina y espera pacientemente sus frutos. La cosecha final nos hace pensar en la intervención conclusiva de Dios al final de los tiempos, cuando Él realizará plenamente su Reino. Ahora es el tiempo de la siembra, y el Señor asegura su crecimiento. Todo cristiano, por tanto, sabe bien que debe hacer todo lo que esté a su alcance, pero que el resultado final depende de Dios: esta convicción lo sostiene en el trabajo diario, especialmente en las situaciones difíciles. A este propósito escribe san Ignacio de Loyola: «Actúa como si todo dependiera de ti, sabiendo que en realidad todo depende de Dios» (cf. Pedro de Ribadeneira, Vida de san Ignacio de Loyola).
La segunda parábola utiliza también la imagen de la siembra. Aquí, sin embargo, se trata de una semilla específica, el grano de mostaza, considerada la más pequeña de todas las semillas. Pero, a pesar de su pequeñez, está llena de vida, y al partirse nace un brote capaz de romper el terreno, de salir a la luz del Sol y de crecer hasta llegar a ser «más alta que las demás hortalizas» (cf. Mc4, 32): la debilidad es la fuerza de la semilla, el partirse es su potencia. Así es el Reino de Dios: una realidad humanamente pequeña, compuesta por los pobres de corazón, por los que no confían sólo en su propia fuerza, sino en la del amor de Dios, por quienes no son importantes a los ojos del mundo; y, sin embargo, precisamente a través de ellos irrumpe la fuerza de Cristo y transforma aquello que es aparentemente insignificante.
La imagen de la semilla es particularmente querida por Jesús, ya que expresa bien el misterio del Reino de Dios. En las dos parábolas de hoy ese misterio representa un «crecimiento» y un «contraste»: el crecimiento que se realiza gracias al dinamismo presente en la semilla misma y el contraste que existe entre la pequeñez de la semilla y la grandeza de lo que produce. El mensaje es claro: el Reino de Dios, aunque requiere nuestra colaboración, es ante todo don del Señor, gracia que precede al hombre y a sus obras. Nuestra pequeña fuerza, aparentemente impotente ante los problemas del mundo, si se suma a la de Dios no teme obstáculos, porque la victoria del Señor es segura. Es el milagro del amor de Dios, que hace germinar y crecer todas las semillas de bien diseminadas en la tierra. Y la experiencia de este milagro de amor nos hace ser optimistas, a pesar de las dificultades, los sufrimientos y el mal con que nos encontramos. La semilla brota y crece, porque la hace crecer el amor de Dios. Que la Virgen María, que acogió como «tierra buena» la semilla de la Palabra divina, fortalezca en nosotros esta fe y esta esperanza. (cf. vatican.va).
NOTA: Las palabras en negrita han sido resaltadas por la web de Prado Nuevo.