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XIV Domingo del Tiempo Ordinario (C)

 

EVANGELIO (forma larga)

Descansará sobre ellos vuestra paz (cf. Lc 10, 1-12. 17-20)

Lectura del santo Evangelio según san Lucas.

En aquel tiempo, designó el Señor otros setenta y dos, y los mandó delante de Él, de dos en dos, a todos los pueblos y lugares adonde pensaba ir Él. Y les decía:

«La mies es abundante y los obreros pocos; rogad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies.

¡Poneos en camino! Mirad que os envío como corderos en medio de lobos. No llevéis bolsa, ni alforja, ni sandalias; y no saludéis a nadie por el camino.

Cuando entréis en una casa, decid primero: “Paz a esta casa”. Y si allí hay gente de paz, descansará sobre ellos vuestra paz; si no, volverá a vosotros.

Quedaos en la misma casa, comiendo y bebiendo de lo que tengan: porque el obrero merece su salario. No andéis cambiando de casa en casa.

Si entráis en una ciudad y os reciben, comed lo que os pongan, curad a los enfermos que haya en ella, y decidles:

“El reino de Dios ha llegado a vosotros”.

Pero si entráis en una ciudad y no os reciben, saliendo a sus plazas, decid: “Hasta el polvo de vuestra ciudad, que se nos ha pegado a los pies, nos lo sacudimos sobre vosotros. De todos modos, sabed que el reino de Dios ha llegado”.

Os digo que aquel día será más llevadero para Sodoma que para esa ciudad».

Los setenta y dos volvieron con alegría diciendo:

«Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre».

Él les dijo:

«Estaba viendo a Satanás caer del cielo como un rayo. Mirad: os he dado el poder de pisotear serpientes y escorpiones y todo poder del enemigo, y nada os hará daño alguno. Sin embargo, no estéis alegres porque se os someten los espíritus; estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el Cielo».

Palabra del Señor.

 
 

LECTURA ESPIRITUAL Y HOMILÍA

«La mies es abundante y los obreros pocos»

Jesús envía a setenta y dos discípulos

Benedicto XVI

Ángelus

(8 de julio de 2007)

Queridos hermanos y hermanas:

El Evangelio de hoy (cf. Lc 10, 1-12. 17-20) presenta a Jesús que envía a setenta y dos discípulos a las aldeas a donde está a punto de ir, para que preparen el ambiente. Ésta es una particularidad del evangelista san Lucas, el cual subraya que la misión no está reservada a los doce Apóstoles, sino que se extiende también a otros discípulos.

En efecto, Jesús dice que «la mies es mucha, y los obreros pocos» (Lc 10, 2). En el campo de Dios hay trabajo para todos. Pero Cristo no se limita a enviar: da también a los misioneros reglas de comportamiento claras y precisas. Ante todo, los envía «de dos en dos» para que se ayuden mutuamente y den testimonio de amor fraterno. Les advierte que serán «como corderos en medio de lobos», es decir, deberán ser pacíficos a pesar de todo y llevar en todas las situaciones un mensaje de paz; no llevarán consigo ni alforja ni dinero, para vivir de lo que la Providencia les proporcione; curarán a los enfermos, como signo de la misericordia de Dios; se irán de donde sean rechazados, limitándose a poner en guardia sobre la responsabilidad de rechazar el reino de Dios.

«Estaba viendo a Satanás caer del cielo como un rayo» (Lc 10, 18) grabado de Gustavo Doré

«Estaba viendo a Satanás caer del cielo como un rayo» (Lc 10, 18). Grabado de Gustavo Doré

San Lucas pone de relieve el entusiasmo de los discípulos por los frutos de la misión, y cita estas hermosas palabras de Jesús: «No os alegréis de que los espíritus se os sometan; alegraos, más bien, de que vuestros nombres estén escritos en los cielos» (Lc 10, 20). Ojalá que este evangelio despierte en todos los bautizados la conciencia de que son misioneros de Cristo, llamados a prepararle el camino con sus palabras y con el testimonio de su vida.

Es tiempo de vacaciones y mañana partiré para Lorenzago di Cadore, donde seré huésped del obispo de Treviso en la casa que ya acogió al venerado Juan Pablo II. El aire de montaña me hará bien —así lo espero— y podré dedicarme más libremente a la reflexión y a la oración.

Deseo a todos, especialmente a los que sienten mayor necesidad, que puedan tomar vacaciones, para reponer las energías físicas y espirituales, y renovar un contacto saludable con la naturaleza. La montaña, en particular, evoca la elevación del espíritu hacia las alturas, hacia el «grado alto» de nuestra humanidad que, por desgracia, la vida diaria tiende a rebajar (cf. Homiletica.org).

 

Homilía del Papa Francisco

(Basílica Vaticana, 7 de julio de 2013)

«1. El primer elemento: la alegría de la consolación. El profeta Isaías se dirige a un pueblo que ha atravesado el periodo oscuro del exilio, ha sufrido una prueba muy dura; pero ahora, para Jerusalén, ha llegado el tiempo de la consolación; la tristeza y el miedo deben dejar paso a la alegría: “Festejad… gozad… alegraos”, dice el Profeta (66,10). Es una gran invitación a la alegría. ¿Por qué? ¿Cuál es el motivo de esta invitación a la alegría? Porque el Señor hará derivar hacia la santa Ciudad y sus habitantes un “torrente” de consolación, un torrente de consolación —así llenos de consolación—, un torrente de ternura materna: “Llevarán en brazos a sus criaturas y sobre las rodillas las acariciarán” (v. 12). Como la mamá pone al niño sobre sus rodillas y lo acaricia, así el Señor hará con nosotros y hace con nosotros. Éste es el torrente de ternura que nos da tanta consolación. “Como a un niño a quien su madre consuela, así os consolaré yo” (v. 13). Todo cristiano, y sobre todo nosotros, estamos llamados a ser portadores de este mensaje de esperanza que da serenidad y alegría: la consolación de Dios, su ternura para con todos. Pero sólo podremos ser portadores si nosotros experimentamos antes la alegría de ser consolados por Él, de ser amados por Él. Esto es importante para que nuestra misión sea fecunda: sentir la consolación de Dios y transmitirla. A veces me he encontrado con personas consagradas que tienen miedo a la consolación de Dios, y —pobres— se atormentan, porque tienen miedo a esta ternura de Dios. Pero no tengan miedo. No tengan miedo, el Señor es el Señor de la consolación, el Señor de la ternura.

El Señor es padre y Él dice que nos tratará como una mamá a su niño, con su ternura. No tengan miedo de la consolación del Señor. La invitación de Isaías ha de resonar en nuestro corazón: “Consolad, consolad a mi pueblo” (40,1), y esto convertirse en misión. Encontrar al Señor que nos consuela e ir a consolar al pueblo de Dios, ésta es la misión. La gente de hoy tiene necesidad ciertamente de palabras, pero sobre todo tiene necesidad de que demos testimonio de la misericordia, la ternura del Señor, que enardece el corazón, despierta la esperanza, atrae hacia el bien. ¡La alegría de llevar la consolación de Dios!

2. El segundo punto de referencia de la misión es la Cruz de Cristo. San Pablo, escribiendo a los Gálatas, dice: “Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo” (6, 14). Y habla de las “marcas”, es decir, de las llagas de Cristo Crucificado, como el cuño, la señal distintiva de su existencia de Apóstol del Evangelio. En su ministerio, Pablo ha experimentado el sufrimiento, la debilidad y la derrota, pero también la alegría y la consolación. He aquí el misterio pascual de Jesús: misterio de muerte y resurrección. Y precisamente haberse dejado conformar con la muerte de Jesús ha hecho a San Pablo participar en su resurrección, en su victoria. En la hora de la oscuridad, en la hora de la prueba está ya presente y activa el alba de la luz y de la salvación. ¡El misterio pascual es el corazón palpitante de la misión de la Iglesia! Y si permanecemos dentro de este misterio, estamos a salvo tanto de una visión mundana y triunfalista de la misión, como del desánimo que puede nacer ante las pruebas y los fracasos. La fecundidad pastoral, la fecundidad del anuncio del Evangelio no procede ni del éxito ni del fracaso según los criterios de valoración humana, sino de conformarse con la lógica de la Cruz de Jesús, que es la lógica del salir de sí mismos y darse, la lógica del amor. Es la Cruz —siempre la Cruz con Cristo, porque a veces nos ofrecen la cruz sin Cristo: ésa no sirve—. Es la Cruz, siempre la Cruz con Cristo, la que garantiza la fecundidad de nuestra misión. Y desde la Cruz, acto supremo de misericordia y de amor, renacemos como “criatura nueva” (Ga 6, 15).

3. Finalmente, el tercer elemento: la oración. En el Evangelio hemos escuchado: “Rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies” (Lc 10, 2). Los obreros para la mies no son elegidos mediante campañas publicitarias o llamadas al servicio de la generosidad, sino que son “elegidos” y “mandados” por Dios. Él es quien elige, Él es quien manda, Él es quien manda, Él es quien encomienda la misión. Por eso es importante la oración. La Iglesia —nos ha repetido Benedicto XVI— no es nuestra, sino de Dios; ¡y cuántas veces nosotros, los consagrados, pensamos que es nuestra! La convertimos… en lo que se nos ocurre. Pero no es nuestra, es de Dios. El campo a cultivar es suyo. Así pues, la misión es sobre todo gracia. La misión es gracia. Y si el apóstol es fruto de la oración, encontrará en ella la luz y la fuerza de su acción. En efecto, nuestra misión pierde su fecundidad, e incluso se apaga, en el mismo momento en que se interrumpe la conexión con la fuente, con el Señor» (cf. Homiletica.org).

 
 

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