EVANGELIO
Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo (cf. Jn 6, 41-51)
✠
Lectura del santo Evangelio según san Juan.
EN aquel tiempo, los judíos murmuraban de Jesús porque había dicho: «Yo soy el pan bajado del cielo», y decían:
«¿No es este Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo dice ahora que ha bajado del cielo?».
Jesús tomó la palabra y les dijo:
«No critiquéis. Nadie puede venir a mí si no lo atrae el Padre que me ha enviado.
Y yo lo resucitaré en el último día.
Está escrito en los profetas: “Serán todos discípulos de Dios”.
Todo el que escucha al Padre y aprende, viene a mí.
No es que alguien haya visto al Padre, a no ser el que está junto a Dios: ese ha visto al Padre.
En verdad, en verdad os digo: el que cree tiene vida eterna. Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron; este es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él y no muera.
Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre.
Y el pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo».
Palabra del Señor.
LECTURA ESPIRITUAL Y HOMILÍA
S. Juan Crisóstomo
«Yo soy el pan vivo; el que coma de este pan vivirá para siempre» (Jn 6, 41-51)
A Sí mismo se llama pan de vida porque engendra en nosotros la vida así presente como futura. Por lo cual añade: Quien comiere de este pan vivirá para siempre. Llama aquí pan a la doctrina de salvación, a la fe en Él, o también a su propio cuerpo. Porque todo eso robustece al alma. En otra parte dijo: Si alguno guarda mi doctrina no experimentará la muerte; y los judíos se escandalizaron. Aquí no hicieron lo mismo, quizá porque aún lo respetaban a causa del milagro de los panes que les suministró. Nota bien la diferencia que establece entre este pan y el maná, atendiendo a la finalidad de ambos. Puesto que el maná nada nuevo trajo consigo, Jesús añadió: vuestros Padres comieron el maná en el desierto y murieron. Luego pone todo su empeño en demostrarles que de Él han recibido bienes mayores que los que recibieron sus padres, refiriéndose así oscuramente a Moisés y sus admiradores. Por esto, habiendo dicho que quienes comieron el maná en el desierto murieron, continuó: El que come de este pan vivirá para siempre. Y no sin motivo puso Aquello de en el desierto, sino para indicar que aquel maná no duró perpetuamente ni llegó hasta la tierra de promisión; pero dice que éste otro pan no es como aquél. Y el pan que Yo daré es mi carne para la vida del mundo. Tal vez alguno en este punto razonablemente dudando preguntaría: ¿por qué dijo esto en semejante ocasión? Porque para nada iba a ser de utilidad a los judíos, ni los iba a edificar. Peor aún: iba a dañar a los que ya creían. Pues dice el evangelista: Desde aquel momento muchos de los discípulos se volvieron atrás, y dejaron definitivamente su compañía. Y decían: duro es este lenguaje e intolerable. ¿Quién podrá soportarlo? Porque tales cosas sólo se habían de comunicar con los discípulos, como advierte Mateo: En privado a sus discípulos se lo declaraba todo.
¿Qué responderemos a esto? ¿Qué utilidad había en ese modo de proceder? Pues bien, había utilidad y por cierto muy grande e incluso era necesario. Insistían pidiéndole alimento, pero corporal; y recordando el manjar dado a sus padres, decían ser el maná cosa de altísimo precio. Jesús, demostrándoles ser todo eso simples figuras y sombras, y que este otro era el verdadero pan y alimento, les habla del manjar espiritual. Insistirás alegando que debía haberles dicho: vuestros padres comieron el maná en el desierto, pero Yo os he dado panes. Respondo que la diferencia es muy grande, pues esos panes parecían cosa mínima, ya que el maná había descendido del cielo, mientras que el milagro de los panes se había verificado en la Tierra. De manera que, buscando ellos el alimento bajado del cielo, Jesús les repetía: Yo he venido del Cielo. Y si todavía alguno preguntara: ¿por qué les habló de los sagrados misterios?, le responderemos que la ocasión era propicia. Puesto que la oscuridad en las palabras siempre excita al oyente y lo hace más atento, lo conveniente era no escandalizarse, sino preguntar.
Si en realidad creían que era el Profeta, debieron creer en sus palabras. De modo que nació de su necedad el que se escandalizaran, pero no de la oscuridad del discurso. Considera por tu parte en qué forma poco a poco va atrayendo a sus discípulos. Porque son ellos los que le dicen: Tú tienes palabras de vida eterna. ¿A quién iremos? Por lo demás aquí se declara Él como dador y no el Padre: El pan que Yo daré es mi carne para vida del mundo. No contestaron las turbas igual que los discípulos, sino todo al contrario: Intolerable es este lenguaje, dicen. Y por lo mismo se le apartan. Y sin embargo, la doctrina no era nueva ni había cambiado. Ya la había dado a conocer el Bautista cuando a Jesús lo llamó Cordero (…).
Sabían bien que los profetas habían resucitado aunque esto no lo dicen claramente las Escrituras; en cambio, que alguien hubiera comido carne humana, ningún profeta lo dijo. Y sin embargo lo obedecían y lo seguían y confesaban que Él tenía palabras de vida eterna. Porque lo propio del discípulo es no inquirir vanamente las sentencias de su maestro, sino oír y asentir y esperar la solución de las dificultades para el tiempo oportuno. Tal vez alguien preguntará: entonces ¿por qué sucedió lo contrario y se le apartaron? Sucedió eso por la rudeza de ellos. Pues en cuanto entra en el alma la pregunta: ¿cómo será eso?, al mismo tiempo penetra la incredulidad. Así se perturbó Nicodemo al preguntar: ¿Cómo puede el hombre entrar en el vientre de su madre? Y lo mismo se perturban ahora éstos y dicen: ¿Cómo puede éste darnos a comer su carne? Si inquieres ese cómo, ¿por qué no lo investigaste cuando multiplicó los panes, ni dijiste: cómo ha multiplicado los cinco panes y los ha hecho tantos? Fue porque entonces sólo cuidaban de hartarse y no reflexionaban en el milagro (…).
Dice Pablo: Somos un solo cuerpo y miembros de su carne y de sus huesos. Los ya iniciados den crédito a lo dicho. Ahora bien, para que no sólo por la caridad, sino por la realidad misma nos mezclemos con su carne, instituyó los misterios; y así se lleva a cabo, mediante el alimento que nos proporcionó; y por este camino nos mostró en cuán grande amor nuestro arde. Por eso se mezcló con nuestro ser y nos constituyó en un solo cuerpo, para que seamos uno, como un cuerpo unido con su cabeza. Esto es indicio de un ardentísimo amor. Y esto da a entender Job diciendo de sus servidores que en forma tal lo amaban que anhelaban identificarse con su carne y mezclarse a ella, y decían: ¿Quién nos dará de sus carnes para hartarnos?
Procedió Cristo de esta manera para inducimos a un mayor amor de amistad y para demostrarnos Él a su vez su caridad. De modo que a quienes lo anhelaban, no únicamente se les mostró y dio a ver, sino a comer, a tocarlo, a partirlo con los dientes, a identificarse con Él; y así sació por completo el deseo de ellos. En consecuencia, tenemos que salir de la mesa sagrada a la manera de leones que respiran fuego, hechos terribles a los demonios, pensando en cuál es nuestra cabeza y cuán ardiente caridad nos ha demostrado. Fue como si dijera: Con frecuencia los padres naturales entregan a otros sus hijos para que los alimenten; mas Yo, por el contrario, con mi propia carne los alimento, a mí mismo me sirvo a la mesa y quiero que todos vosotros seáis nobles y os traigo la buena esperanza para lo futuro. Porque quien en esta vida se entregó por vosotros, mucho más os favorecerá en la futura. Yo anhelé ser vuestro hermano y por vosotros tomé carne y sangre, común con las vuestras: he aquí que de nuevo os entrego mi carne y mi sangre por las que fui hecho vuestro pariente y consanguíneo. (Explicación del Evangelio de San Juan [Tradición, México, 1981] pp. 15-23).
Papa Francisco
Ángelus
Plaza de San Pedro
Domingo, 9 de agosto de 2015
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En este domingo prosigue la lectura del capítulo sexto del Evangelio de Juan, donde Jesús, habiendo cumplido el gran milagro de la multiplicación de los panes, explica a la gente el significado de aquel «signo» (Jn 6, 41-51). Como había hecho antes con la Samaritana, a partir de la experiencia de la sed y del signo del agua, aquí Jesús parte de la experiencia del hambre y del signo del pan, para revelarse e invitarnos a creer en Él.
La gente lo busca, la gente lo escucha, porque se ha quedado entusiasmada con el milagro, ¡querían hacerlo rey! Pero cuando Jesús afirma que el verdadero pan, donado por Dios, es Él mismo, muchos se escandalizan, no comprenden, y comienzan a murmurar entre ellos: «De Él —decían—, ¿no conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo puede decir ahora: “Yo he bajado del cielo”? (Jn 6,42)». Y comienzan a murmurar. Entonces Jesús responde: «Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me envió», y añade: «El que cree, tiene la vida eterna» (vv. 44. 47).
Nos sorprende, y nos hace reflexionar esta palabra del Señor: «Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre», «el que cree en mí, tiene la vida eterna». Nos hace reflexionar. Esta palabra introduce en la dinámica de la fe, que es una relación: la relación entre la persona humana, todos nosotros, y la persona de Jesús, donde el Padre juega un papel decisivo, y naturalmente, también el Espíritu Santo, que está implícito aquí. No basta encontrar a Jesús para creer en Él, no basta leer la Biblia, el Evangelio, eso es importante, ¿eh?, pero no basta. No basta ni siquiera asistir a un milagro, como el de la multiplicación de los panes. Muchas personas estuvieron en estrecho contacto con Jesús y no le creyeron, es más, también lo despreciaron y condenaron. Y yo me pregunto: ¿por qué, esto? ¿No fueron atraídos por el Padre? No, esto sucedió porque su corazón estaba cerrado a la acción del Espíritu de Dios. Y si tú tienes el corazón cerrado, la fe no entra. Dios Padre siempre nos atrae hacia Jesús. Somos nosotros quienes abrimos nuestro corazón o lo cerramos.
En cambio la fe, que es como una semilla en lo profundo del corazón, florece cuando nos dejamos «atraer» por el Padre hacia Jesús, y «vamos a Él» con ánimo abierto, con corazón abierto, sin prejuicios; entonces reconocemos en su rostro el rostro de Dios y en sus palabras la palabra de Dios, porque el Espíritu Santo nos ha hecho entrar en la relación de amor y de vida que hay entre Jesús y Dios Padre. Y ahí nosotros recibimos el don, el regalo de la fe.
Entonces, con esta actitud de fe, podemos comprender el sentido del «Pan de la vida» que Jesús nos dona, y que Él expresa así: «Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo» (Jn 6, 51). En Jesús, en su «carne» —es decir, en su concreta humanidad— está presente todo el amor de Dios, que es el Espíritu Santo. Quien se deja atraer por este amor va hacia Jesús, y va con fe, y recibe de Él la vida, la vida eterna.
Aquella que ha vivido esta experiencia en modo ejemplar es la Virgen de Nazaret, María: la primera persona humana que ha creído en Dios acogiendo la carne de Jesús. Aprendamos de Ella, nuestra Madre, la alegría y la gratitud por el don de la fe. Un don que no es «privado», un don que no es «propiedad privada», sino que es un don para compartir: es un don «para la vida del mundo». (cf. vatican.va).
NOTA: Las palabras en negrita han sido resaltadas por la web de Prado Nuevo.