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XVII Domingo del Tiempo Ordinario (C)

 

EVANGELIO

Pedid y se os dará (cf. Lc 11, 1-13)

Lectura del santo Evangelio según san Lucas.

Una vez que estaba Jesús orando en cierto lugar, cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: «Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos». Él les dijo: «Cuando oréis, decid: “Padre, santificado sea tu nombre, venga tu reino, danos cada día nuestro pan cotidiano, perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe, y no nos dejes caer en tentación”».

Y les dijo: «Suponed que alguno de vosotros tiene un amigo, y viene durante la medianoche y le dice: “Amigo, préstame tres panes, pues uno de mis amigos ha venido de viaje y no tengo nada que ofrecerle”; y, desde dentro, aquel le responde: “No me molestes; la puerta ya está cerrada; mis niños y yo estamos acostados; no puedo levantarme para dártelos”; os digo que, si no se levanta y se los da por ser amigo suyo, al menos por su importunidad se levantará y le dará cuanto necesite.

Pues yo os digo a vosotros: Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá; porque todo el que pide recibe, y el que busca halla, y al que llama se le abre. ¿Qué padre entre vosotros, si su hijo le pide un pez, le dará una serpiente en lugar del pez? ¿O si le pide un huevo, le dará un escorpión? Si vosotros, pues, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más el Padre del Cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?».

Palabra del Señor.

 

LECTURA ESPIRITUAL Y HOMILÍA

«¿Pediste y no recibiste? Fíate del Padre»

Todo el que pide, recibe; y el que busca, encuentra; y a quien llama, se le abrirá. Ante todo debemos pedir y buscar los bienes del alma, querer amar cada día más al Señor, deseos auténticos de santidad en medio de las peculiares circunstancias en las que nos encontremos. También debemos pedir los bienes materiales, en la medida en que nos sirvan para alcanzar a Dios: la salud, bienes económicos, lograr ese empleo que quizá nos es necesario…

«Pidamos los bienes temporales discretamente —nos aconseja San Agustín—, y tengamos la seguridad —si los recibimos— de que proceden de quien sabe que nos convienen. ¿Pediste y no recibiste? Fíate del Padre; si te conviniera te lo habría dado. Juzga por ti mismo. Tú eres delante de Dios, por tu inexperiencia de las cosas divinas, como tu hijo ante ti con su inexperiencia de las cosas humanas. Ahí tienes a ese hijo llorando el día entero para que le des un cuchillo o una espada. Te niegas a dárselo y no haces caso de su llanto, para no tener que llorarle muerto. Ahora gime, se enfada y da golpes para que le subas a tu caballo; pero tú no le haces caso porque, no sabiendo conducirlo, le tirará o le matará. Si le rehusas ese poco, es para reservárselo todo; le niegas ahora sus insignificantes demandas peligrosas para que vaya creciendo y posea sin peligro toda la fortuna»[1]. Así hace el Señor con nosotros, pues somos como el niño pequeño que muchas veces no sabe lo que pide.

Dios quiere siempre lo mejor; por eso, la felicidad del hombre se encuentra siempre en la plena identificación con el querer divino, pues, aunque humanamente no lo parezca, por ese camino nos llegará la mayor de las dichas. Cuenta el papa Juan Pablo II cómo le impresionó la alegría de un hombre que encontró en un hospital de Varsovia después de la insurrección de aquella ciudad durante la Segunda Guerra Mundial. Estaba gravemente herido y, sin embargo, era evidente su extraordinaria felicidad. «Este hombre llegó a la felicidad —comentaba el Pontífice— por otro camino, ya que juzgando visiblemente su estado físico desde el punto de vista médico, no había motivos para ser tan feliz, sentirse tan bien y considerarse escuchado por Dios. Y sin embargo había sido escuchado en otra dimensión de su humanidad»[2], en aquella dimensión en la que el querer divino y el humano se hacen una sola cosa. Por eso, lo que nosotros debemos pedir y desear es hacer la voluntad de Dios: hágase tu voluntad en la Tierra como en el Cielo. Y éste es siempre el medio para acertar, el mejor camino que podíamos haber soñado, pues es el que preparó nuestro Padre del Cielo (Fdez.-Carvajal, Hablar con Dios).

 

Homilía en COPE

(Jorge López T., 26-7-98)

Don Manuel González García, el obispo de los Sagrarios Abandonados afirma en sus escritos:

“Corazón de Jesús, te tengo tan metido en cuanto escribo, en cuanto hablo, hago, proyecto, que si de mis escritos se quita tu nombre, no dicen nada. Si de mis obras se quita lo que Tú haces calladamente en ellas, son ruinas o edificios sobre arena. Si de mis proyectos se quita lo que se cuenta Contigo y lo que de Ti se espera, son castillos en el aire.”

Lo mismo debería afirmar el cristiano si de su oración diaria desapareciese el Padrenuestro. La meditación de las lecturas de este domingo nos hace reflexionar sobre la necesidad de oración en nuestras vidas. Incluso cuando muchas veces nos parece estéril. La conversación de Abraham con Dios, que hemos escuchado en la primera lectura, no es sino la conversación nocturna con el “amigo inoportuno”.

Afirma José María Cabodevilla:

“Digo: Dios es mi Padre, y es como si dijera: París es la capital de Francia. Lo decimos con el mismo tono de voz, con la misma rutina con que se enuncian las verdades escolares, con la misma irresponsabilidad, con la misma convicción. Decimos: DIOS ES MI PADRE y no experimentamos emoción alguna. Ni ternura, ni agradecimiento, ni alegría, ni orgullo. Y, bien mirado, había razón sobrada para morir, en ese momento, de ternura, de agradecimiento, de alegría; también de terror, de orgullo, de vergüenza”.

Aquel día en que el discípulo se acerca a Jesucristo para pedirle saber rezar, aquel día el Señor nos enseña a llamar a Dios PADRE. Y aquel día giró la historia del mundo. Dios manifestó que su relación con el hombre era una historia de amor. No tronaba desde la zarza ardiente, ni había que descalzarse en su presencia. Bastaba, simplemente, con algo más importante: descalzar el alma. Adorarle era sinónimo de amarle. Aquel día el mejor de los inciensos era sentirse hijo de Dios. (José Luis Martín Descalzo)

Seguro que en nuestras casas reposa aquel libro de tapas naranjas que todos compramos y cuyo título era: Catecismo de la Iglesia Católica. Acérquense a sus últimas páginas. No las lean como la noticia de un periódico. Tenemos que descubrir al final del Catecismo un auténtico tratado de oración, y llevar a nuestra oración esa explicación, esa reflexión que el Catecismo nos hace sobre la oración del Padrenuestro.

La oración dominical es, en verdad, el resumen del Evangelio. Cuando el Señor hubo legado esta forma de oración, añade: “Pedid y se os dará”. Por tanto, cada uno de nosotros debemos dirigir al cielo diversas oraciones según nuestras necesidades, pero comenzando siempre por este medio: por la oración del Señor, por el Padrenuestro. (CEC n. 2761)

Hemos escuchado en San Lucas: “Si, pues, vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, cuánto más el Padre del cielo dará el  Espíritu Santo a los que se lo pidan”.

Nuestra difícil época tiene necesidad especial de la oración. Si en el transcurso  de la historia —ayer como hoy— muchos hombres y mujeres han dado testimonio de la importancia de la oración, consagrándose a la alabanza de Dios por medio de la oración, sobre todo en los Monasterios, con gran beneficio para la Iglesia, en estos años va aumentando también el número de personas que, en movimientos o en grupos parroquiales cada vez más extendidos, dan la primacía a la oración y a través de ella buscan la renovación de su vida espiritual. Es el único camino: agarrarnos a Dios, suplicarle, pedirle, arrodillarnos ante Él y rezar a Dios nuestro Padre. (cf. Dominum et vivificantem, 65).

[1] Sermón 80, 2, 7-8.

[2] Juan Pablo II, loc. cit.

 

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